Un héroe como nosotros
Las buenas historias pueden llegar sin más, con suerte. Así le ha ocurrido a Kirmen Uribe, que relata cómo ha llegado a novelar el exilio de los ‘niños de la guerra’ La primera pista llegó en Colombia. La segunda, al conocer a la hija de una familia belga que acogió a una pequeña española
Recuerdo una cena en casa del escritor Héctor Abad Faciolince en Medellín el verano de 2011. Había invitado a varios poetas que participábamos en el Festival Internacional de Poesía de Medellín, entre otros al escritor holandés Cees Nooteboom y a un joven poeta colombiano, Giovanny Gómez. Recuerdo que Héctor le quería mostrar a Giovanny un ejemplar del poemario Spoon river anthology firmado por el propio autor, Edgar Lee Masters, que había adquirido hace poco en un viaje a Nueva York. “Lo hallé en la librería de viejo Strand, en el tercer piso, donde están los ejemplares más raros”. Buscaba y rebuscaba en su casa repleta de estanterías, pero no encontraba el libro de Lee Masters. “Mira”, le dijo desesperado Héctor al joven poeta, “si das con él, te lo regalaré”. Giovanny aceptó el reto y se puso manos a la obra mientras los demás nos entreteníamos comiendo y charlando sobre literatura y sobre todos los males que aquejan al mundo. Al cabo de un rato le oímos decir: “¡Aquí está!”. El poeta había hallado el libro deseado. Como no podía ser de otra manera, Héctor cumplió su palabra y se lo regaló.
Hay veces en que las buenas historias te vienen sin más, hay ocasiones en que la suerte acompaña al novelista y no hay que hurgar demasiado para dar con una de ellas. Es lo que me pasó a mí en Colombia. De aquel mismo viaje en el que Giovanny Gómez halló aquel ejemplar tan maravilloso del Spoon river yo me volví a casa con una historia increíble, la historia que contaría en mi nueva novela.
El escritor Robert Mussche cambió de vida al acoger a la niña vasca. Se comprometió más con la sociedad y los derechos humanos
Todo ocurrió, otra vez, por una sucesión de casualidades. Unos días después de aquella cena en Medellín llevé a cabo un recital acompañado del tiplista colombiano Oriol Caro (autor de la banda sonora de la película Los colores de la montaña) en un pequeño teatro de Bogotá. Al finalizar el acto, un señor de mediana edad vino a felicitarnos a los camerinos. Llevaba un teléfono móvil en su mano. “Es mi padre. Le quiere saludar”, me dijo. Se trataba de Paulino Gómez Basterra, niño de la guerra del 36, hijo de Paulino Gómez Saiz, ministro de Gobernación de la República. Salió de Bilbao siendo un chaval y nunca volvió. Estudió arquitectura e hizo carrera en Colombia. Al día siguiente lo visité en su despacho. Me enseñó toda la documentación que conservaba sobre los niños de la guerra y me contó su propia historia. “Tienes que escribir una novela sobre los niños, hay muy poca ficción sobre esto, tan solo testimonios directos de lo que pasó”. Cuando nos despedimos le pregunté: “¿Crees que tus padres hicieron lo correcto al dejaros ir solos al extranjero?”. Se quedó pensativo. Luego afirmó con vehemencia. “No había otro remedio”.
Al volver a Medellín le conté al periodista Julio Flor, el cual había viajado a Colombia a cubrir el festival, mi encuentro con Paulino. Le confesé que siempre me había interesado la historia de aquellos miles de niños que abandonaron el país durante la guerra, que era algo que hacía falta narrar y que nunca deberíamos olvidar, pero que me parecía muy difícil de contar sin caer en el paternalismo. “Ya, los niños y los animales son muy difíciles de llevar a la ficción”, afirmó pensativo. Tras lo que apuntó: “Deberías conocer a Carmen Mussche, de Gante. Ella te ayudará a dar con el punto de vista adecuado”.
No habían pasado ni cuatro meses y ya me encontraba en Bélgica en casa de Carmen Mussche. Carmen era hija de Robert Mussche, escritor y traductor flamenco. Había acogido en su casa a uno de los 19.000 niños que salieron entre mayo y junio de 1937 de Bilbao rumbo a varios países europeos. Se trataba de Carmen Cundín Gil, una niña de Portugalete. Conocer a la niña cambió la vida del escritor, que optó por posturas cada vez más comprometidas con la sociedad y los derechos humanos. Viajó como reportero al frente del Este en la Guerra Civil; presenció in situ el bombardeo de Granollers; conoció, entre otros, a Hemingway y Malraux, se alistó en la resistencia contra los nazis al estallar la Segunda Guerra Mundial y fue capturado y deportado al campo de concentración de Neuengamme, cerca de Hamburgo. Cuando lo detuvieron, estaba traduciendo 0, de Federico García Lorca, al neerlandés. Robert se casó y tuvo una sola hija biológica, a la que llamó Carmen, en recuerdo de aquella niña que vino de Bilbao.
Visité a Carmen Mussche varias veces en su casa de Lochristi, en las afueras de Gante. Me acuerdo que la primera vez que estuve allí me llamó la atención una frase que tenían escrita en latín en una pequeña pizarra para niños, justo a la entrada de la casa: “Non vobis, sed vos” (No lo que tienes, sino lo que eres). Así, en un gesto de gran generosidad, Carmen me mostró todo lo que conservaba de su padre: libros, cartas, escritos y objetos personales. Su madre, Vic, había guardado todo en cajas de cartón durante años. Ella sacó todo el material de las cajas y poco a poco reconstruyó la biblioteca original de su padre, compuesta por miles de ejemplares en diferentes lenguas. Reconstruyó no solo la biblioteca, sino también la propia memoria de su padre, un padre que desapareció cuando ella tan solo tenía tres años y nunca volvió a aparecer. Ella me enseñó todo aquel material y me confesó lo siguiente: “Ha habido mucha gente, periodistas, escritores, que han querido conocerme para que les contase la historia de mi padre, pero nunca me he decidido. No obstante, ahora es diferente. Él acogió en su casa a una niña vasca, y ahora un escritor vasco acoge a mi padre en un libro suyo. Es como si se cerrase el círculo”. La última vez que nos despedimos me dijo: “No quiero que escribas una biografía, prefiero que hagas ficción, una novela. Las biografías no tienen vida; las novelas, en cambio, sí”.
Tenía razón Julio Flor. Carmen me ofreció el punto de vista que necesitaba para contar la historia de los niños de la guerra. Narraría la visión del otro, el sentimiento del que acoge. ¿Quién estaba ayudando a aquellos niños?, ¿quiénes serían sus nuevos padres?, ¿cuál sería su verdadera casa, la de procedencia o la de acogida? Más que el trasfondo bélico, me interesaban los personajes. La relación que tenía Robert con la niña; con su mujer, Vic, y su mejor amigo, el escritor Johan Daisne, uno de los escritores más conocidos y traducidos de la literatura flamenca. Quería contar la historia de un héroe, pero de un héroe menor, frágil, anónimo, de esos que vemos por la calle todos días. La historia de una persona que, sencillamente, ayudaba a otras personas.
Aproveché la invitación del centro de arte Headlands de Sausalito (California), para una residencia de dos meses, para concentrarme y ponerme a escribir allí la novela. Recopilé toda la documentación relativa a la historia de Robert, libros sobre la Segunda Guerra Mundial y los campos de concentración, me rodeé de mis autores fetiche, como W. C. Sebald, Antonio Tabucchi o Primo Levi, rellené grandes mapas de ideas y comencé a escribir la novela. Como banda sonora me acompañaría la música de las Bagatelles de Glenn Gould. Compuse la novela escuchando las versiones que tan magistralmente hizo Gould de los clásicos. Cuando le preguntaron por qué los interpretaba de aquella manera tan personal, él contestó. “Hago diferentes lecturas de las partituras clásicas para mostrar que no hay una sola lectura de la realidad”. Aquella afirmación de Gould me ayudó en mi proceso creativo. Efectivamente, la realidad posibilita diferentes lecturas, y yo mismo estaba haciendo ficción basándome en la vida de unas personas reales. Unos personajes que cada vez se parecían más a lo que yo imaginaba que a lo que tal vez fueron en realidad. Escribiendo ficción pura mi imaginación no hubiera sido más libre.
Headlands Center for the Arts se encuentra en lo que antes era una base militar estadounidense. La base fue construida en 1904 y se desmanteló al finalizar la guerra fría. Como muestra de aquel pasado bélico, todavía se conservaba una planta lanzamisiles de aquella época. Los misiles habían sido desprovistos de la cabeza nuclear, y, cada fin de semana, voluntarios antimilitaristas hacían de guías para enseñarlos, era su modo de reivindicar que todo aquello no volviera a suceder. Ahora mismo, la base es un gran parque natural frente al océano Pacífico, y sus instalaciones han sido recicladas para acoger un centro de arte, un museo y diferentes locales para organizaciones sin ánimo de lucro. Los artistas vivíamos en pequeñas casas de madera para oficiales. Nuestras residencias estaban rodeadas de altos eucaliptos que cubrían sus tejados. Habían sido plantados allí después del ataque a Pearl Harbor. Hacían de parapetos ante una eventual ofensiva de la aviación japonesa. Hoy día, aquellos árboles eran el lugar preferido de juego de los mapaches.
Compartíamos el mismo techo varios escritores y un músico neoyorquino, Jeremy Novak. Jeremy, gran conversador, me dijo una vez mientras desayunábamos: “Se nota que eres europeo”. Le pregunté el porqué. “Siempre vas a la misma tienda a comprar, a la misma pequeña tienda”. Yo no me había dado cuenta, pero era verdad. Me gustaba comprar en una pequeña tienda de ultramarinos regentada por unos mexicanos. Eran muy amables y me hablaban en castellano. Sabían de todo, sobre todo de fútbol, y por eso aprovechaba para charlar con ellos de la gran temporada que estaba haciendo mi equipo, el Athletic de Bilbao, en Europa. Conocían a todos los jugadores casi mejor que yo. También compartía casa con Erica Lorraine Scheidt, miembro del grupo 628 Valencia, grupo de escritores liderados por Dave Eggers que organiza talleres de escritura en San Francisco para adolescentes en riesgo de exclusión. Hablábamos a menudo de literatura. Cuando le conté mi idea de novela, me aconsejó: “Escribe rápido, escribe breve”.
Mi padre acogió a una niña vasca, y ahora un escritor vasco acoge a mi padre en un libro suyo. El círculo se cierra”
Carmen Mussche
Así lo hice. Empecé a escribir la novela en marzo, y en mayo ya tenía el primer borrador. Una de las coordinadoras del centro, Holly Blake, se me reía. “Vamos a poner una placa en tu habitación. Tienes el récord de número de páginas escritas por un residente aquí”. Sabía que al volver a casa me tocaba reescribir lo allí escrito, ir frase a frase, palabra a palabra. Volver a escribir la novela dos, tres, cuatro, cinco veces, porque muchas veces la diferencia entre una buena novela y una mala es la reescritura. Tener la paciencia necesaria para esperar a que cuaje por completo, que no haya ninguna grieta, que todas las piezas estén en su lugar. Aun así, estaba satisfecho con haber escrito el primer borrador en tan poco tiempo.
Antes de volver a Bilbao desde Estados Unidos paré unos días en Nueva York. Almorcé con Antonio Muñoz Molina en un restaurante vietnamita de University Place. Le conté la historia de Robert Mussche y el proceso de escritura en Sausalito. Él sonrió y me dijo: “Es muy ilustrativo que hayas escrito la historia tan rápido. Ya verás, lo notará el lector. Dará unidad y emoción a la novela. De todas maneras, es curioso cómo surgen las historias. Cada historia sale a su debido tiempo. Uno puede estar rondando una novela por años, un germen de novela que uno puede pensar hasta que es fallida. Y al final, en una cafetería o en un viaje en automóvil, aparece la idea que le da sentido. Entonces comienzas a escribirla y notas que empieza a fluir todo con naturalidad”.
Me despedí de Muñoz Molina y me dirigí a la librería Strand. Subí al tercer piso a ver si encontraba algún maravilloso libro autografiado, como aquel Spoon river que compró Héctor Abad Faciolince. Desgraciadamente no hallé ninguno que mereciera la pena. Bueno, no importa. Tampoco hay que abusar de la suerte. Yo ya tenía mi historia, la historia de todos nosotros.
‘Lo que mueve el mundo’, la nueva novela de Kirmen Uribe, está editada en Seix Barral.
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