El señor de los fogones
El mejor cocinero del mundo no ha pegado ojo. A la una terminó de servir cenas en Noma y antes de marchar escarbó en una infinita lista de correos llegados de todo el planeta solicitando entrevistas y reservas de mesa; a las dos se fue a la cama en su viejo apartamento del corazón de Copenhague; a las tres, su hijo de tres semanas comenzó a berrear, y cuando el cocinero y su mujer, Nadine Levy, lograron derrotarle al filo de las cinco, su hija, Arwen, de cuatro años, tomó el relevo. No se rindió hasta el amanecer. Nuestra cita es a las ocho. René Redzepi, que alardea de trabajar 15 horas diarias en su restaurante, escondido en un almacén portuario de 1767 en el bohemio barrio de moda de Christianshavn, intenta esta mañana conjurar su endémica falta de sueño con un par de expressos negros y espesos como la tinta de un calamar en la pequeña barra de su café favorito, frente al palacio de Amalienborg, en cuyo patio de armas desfila a esta hora con pompa y ceremonia un batallón de granaderos en uniforme de época. Les observamos con curiosidad. Hablamos del futuro de la monarquía. Progresista, ecologista, inquieto por la deriva política hacia la xenofobia que se vive en los países escandinavos; hijo de un inmigrante macedonio musulmán que frecuenta la mezquita y hasta la jubilación trabajó como taxista, de una limpiadora danesa de origen cristiano, y casado con una judía, René Redzepi, de 33 años, opina, sin embargo, que en este país próspero, civilizado y socialdemócrata, donde la gente adora la naturaleza y moverse en bicicleta, la reina es aún una figura apreciada "porque parece una danesa de esa clase media a la que pertenecemos todos: fuma, come y bebe en público; sus hijos se divorcian y te puedes encontrar a sus nietos en el mismo colegio estatal que tus hijos; hace poco tuvimos que llevar a Arwen a un hospital público y en la habitación de al lado estaba internado un niño del príncipe Federico. No había escoltas. Estaban solos. Aluciné".
"Soy hijo de un taxista musulmán; me siento más artesano que artista; nunca me comportaré como un rico"
"Para ser un gran cocinero hace falta disciplina, estructura y orden. Yo tengo esas condiciones"
"Cada día es para mí como una final de la 'Champions'. Si me meten un gol no tiene remedio"
"Todos los sabores, picantes, ácidos, amargos y dulces, están aquí, en la naturaleza, al servicio de todos"
"En Groenlandia, aislado por la nieve, entendí que debía poner lo natural al servicio de los comensales"
"Donde antes había 10 grandes revistas de gastronomía hoy hay 200 'bloggers"
"Sé que este es mi momento y que todo se puede desinflar como un 'soufflé"
-¿Frecuenta la familia real su restaurante?
De vez en cuando. Pero yo no he creado un restaurante para poderosos. En Noma no hay manteles de hilo, ni se exige corbata, ni el maître te hace sentir inferior. Mis cocineros tienen menos de 30 años, vienen de todo el mundo y hacen un menú que la gente puede permitirse una vez al año. Gente normal que espera mesa durante meses y a la que sirvo personalmente (lo de salir al final como un chef-divo me parece artificial), explico mis platos y con la que conecto; me lo paso mejor con ellos que con los ricos. Y además, puedo ver en tiempo real cómo reaccionan ante lo que comen. Noma es nórdico y democrático. Quizá no haya cubiertos de plata, pero nuestro carpintero tarda 27 días en construir, pulir y ahumar cada una de nuestras 12 mesas. El lujo no es lo que era. Menos en tiempos de crisis. Para mí es más importante ver dónde y cómo crece una baya o a una abeja polinizando una flor que va a formar parte de un plato único, que un kilo de caviar iraní. El caviar, si tienes dinero, te lo puedes tomar en cualquier lugar del mundo y es el mismo, pero mis plantas y nuestros productos, elaborados cada estación por pequeños productores, solo se toman aquí. Quesos artesanales, gambas pescadas hace tres horas, carne de buey de Groenlandia. Somos exploradores gastronómicos. Uno de los mejores recuerdos que guardo de España es tomar un gazpacho muy frío en Andalucía un día de 40 grados. Fue increíble. Y no es lo mismo disfrutar un gazpacho en Sevilla, con el sol, los tomates y el aceite de Andalucía, que en Copenhague. La proximidad del producto es la esencia de nuestro restaurante. No hay aceite de oliva, ni tomates, ni jamón. Hay productos singulares e irrepetibles. Con los ojos cerrados debes saber que estás en Noma.
¿El objetivo de un gran chef es hacerse rico y famoso?
-En mi familia, el ideal de éxito no era ser ricos, sino estar juntos. Nunca tuvimos dinero. Mi hermano, Kenneth, que es mi mellizo, y yo, de chavales repartíamos periódicos y recogíamos botellas vacías para pagarnos los caprichos. En verano nos íbamos los cuatro en autobús a Macedonia. Allí no había luz ni agua corriente; montábamos en carro, ordeñábamos y hacíamos pan; cogíamos moras y castañas. Me siento un artesano más que un artista. Soy hijo de un taxista, nunca me comportaré como un rico. No estoy en negocios, ni quiero. No tengo tiempo. No tengo oficina: soy un cocinero.
Redzepi es menudo, compacto y razonablemente guapo. Habla un buen inglés y francés y chapurrea el español. Circula en bici y juega al squash. Fuma. Bebe. Se alimenta de vegetales, algo de pescado y poca carne. Es la dieta que quiere para sus hijos. Tiene la tez transparente, el pelo lacio, fino y pegado a su frente, ligeramente convexa, una suave barba de adolescente y ojos de visionario. Se sonroja cuando se le roza el ego. Necesita el aplauso permanente. Es ambicioso, juicioso, curioso y locuaz. Fue un niño gordito y problemático al que se le daban bien los idiomas. De adolescente desertó del sistema educativo y comenzó su andadura culinaria desde abajo. Hoy, transformado en un chef galáctico, ofrece, tras el parapeto de sus Ray-Ban Wayfarer de espejo, el aspecto del líder de una banda indie; lleva vaqueros, una machacada chaqueta de lana, camisa de la marca danesa Sand y botas verdes de jardinero. No usa reloj, ni recibe llamadas. Parece relajado.
Es nuestro segundo encuentro. En el primero, en el puente de mando del Noma (acrónimo de comida nórdica, nordik mad, en danés), Redzepi, vestido con un pijama de cocinero, delantal y zuecos de goma, se ha comportado con la distancia que se espera del chef que da vida en directo al mejor restaurante del mundo; el hombre que ha sucedido en las listas de éxitos al gurú de los fogones de la década anterior, Ferran Adrià; un talibán escandinavo que ha colocado la gastronomía nórdica en la agenda global. La estrella ascendente de los fogones.
En Noma, Redzepi se mueve rápido y ausente; no saluda; no mira a los ojos; reparte órdenes, prueba, olfatea, recibe proveedores; no hay sonrisas. A las once y media de la mañana reúne a su equipo y da las últimas instrucciones. Antes, han comido en mesas corridas pollo, albóndigas, puré de patata y bizcocho. Comienza el primer acto. René Redzepi se muestra intratable y difícil de entrevistar. Se transmuta. Puede echar un broncazo sin piedad a cualquiera de sus 40 empleados por un suelo poco limpio, una servilleta arrugada o un plato fuera de punto. Lo confirma uno de esos jóvenes aprendices llegados de todo el planeta que engrosan la plantilla de Noma, mientras manipula en la planta superior del restaurante una montaña de pieles de pollo hasta convertirlas en láminas tan limpias y transparentes como papeles de fumar. El chef bisoño es americano y no cobra. Forma parte de esa nueva generación de cocineros sin fronteras que recorren los grandes restaurantes del mundo pagando con su sudor su futuro como chefs-estrella globales: "La exigencia de René en la cocina es enfermiza; soporta mucha presión; no es solo sacar adelante el restaurante y mantenerlo arriba, tiene que crear cosas nuevas y atender a los medios. Cuando haces algo mal... se vuelve loco. Es como un volcán. Te puede machacar".
Cuando al día siguiente le refiero esta conversación a Redzepi (sin delatar a mi fuente) no lo niega: "Es cierto, puedo hacer llorar a un cocinero; pasa todos los días; la cocina de un gran restaurante funciona a base de estrés, pasión y dedicación. Somos gente visceral y a veces estallamos. Son 14 horas diarias en las que apenas descansas; a las cuatro se van los últimos de la comida y a las seis llegan los primeros de la cena; los sábados, cuando terminamos, nos quedamos para probar los nuevos platos que ha hecho el equipo en el laboratorio; muchos domingos peinamos el país rastreando productos. Y el lunes, trabajo burocrático. Llevo años sin salir por la noche.
-¿Vale la pena?
-Es mi momento; todo va muy rápido y hay que vivir el momento intensamente.
-¿Es usted el mejor cocinero del mundo?
-Eso han dicho mis compañeros y la crítica y se lo agradezco, porque es una decisión democrática, pero la cocina es muy subjetiva para catalogarla. Para ser un gran chef hace falta disciplina, estructura y orden; yo los tengo; los mil elementos de un restaurante deben encajar. La clave para sacar todos los días un conejo de la chistera es la concentración. Si no estás al cien por cien, no sale. A veces pierdo la compostura, me enfado, pero es porque quiero dar lo mejor. Cada día es como una final de la Champions. Juegas un partido crucial dos veces al día para 80 personas que llevan meses aguardando mesa, que vienen de lejos, y todo el equipo debe estar en su sitio. Si te meten un gol no tiene remedio. No admito fallos. Sería traicionar a esa gente que nos presta su tiempo y dinero.
Abandonamos la ciudad. El Renault Scénic se desliza en dirección oeste. A la izquierda, el mar. Deslumbra el sol eterno del verano escandinavo. Conduce Víctor Wagman, de 29 años, un silencioso cocinero sueco, de origen colombiano, encargado de conseguir la mejor materia prima para Noma. Víctor es un sabueso gastronómico que lee, escucha y husmea; desentierra, huele y prueba; busca lugares y proveedores, descubre granjas y explotaciones y colabora con los productores: les pide lo que necesita, pone sus reglas y paga bien. "Cuando René quiere un nuevo producto, desde una hierba hasta unos huevos de pájaros salvajes o carne de oso, yo debo buscarlo, encontrarlo y asegurar el suministro. Durante el invierno, el país queda cubierto de nieve, la vida permanece en estado latente, y tenemos que hacer acopio de vegetales hasta la primavera. Recogemos 1.500 kilos de plantas para el invierno y lo importante es cómo conservarlas. Tenemos la ventaja de que la cocina nórdica maneja como ninguna otra el secado, el ahumado, la salazón y el encurtido de los alimentos para conservarlos en la época de frío. Es una cultura que facilita nuestro trabajo".
A su lado, en el asiento delantero, Redzepi (que nunca ha conducido) da cabezadas tras sus gafas de sol y desgrana pasajes de su biografía. Nuestro destino es la costa de Dragor, a una hora de la capital, una de las despensas salvajes de las que se nutre Noma. En el maletero, tijeras de jardinero, contenedores con hielo y bolsas de plástico para empaquetar esos hallazgos botánicos que tal vez se conviertan en nuevos éxitos del templo mundial de la gastronomía.
Nadie ha llegado a la cima de la cocina en tan breve espacio de tiempo. En 1992, a los 15 años, René Redzepi fregaba platos; a los 17 era aprendiz en un rancio restaurante de Copenhague; a los 20 le ficharon como segundo en el restaurante Pierre André de la capital, que elaboraba una gran cocina francesa tradicional con productos importados de Francia. "Dinamarca era un desierto gastronómico. Los grandes restaurantes eran de inspiración francesa", explica Redzepi. "No existía una gran gastronomía nórdica; no había recetas; despreciábamos lo de aquí. No había producto ni gusto por comer. Admiro a España; me dan envidia sus mercados, el marisco, el vino, el aceite, las especias. Pero aún más envidio el placer que los españoles sienten al comer. En los países nórdicos era lo contrario, y yo creo que ese rechazo al lado hedonista de la gastronomía se debe al luteranismo. Comer bien y el sexo eran el mismo pecado. Si disfrutabas con la comida, pecabas. Se comía para sobrevivir; rápido, en silencio, sin disfrute. Me propuse romper ese prejuicio y conseguir que la gente obtuviera placer comiendo. Desarrollar una completa cultura gastronómica recogiendo y mezclando la tradición y la modernidad nórdicas".
En 1998, con 21 años, Redzepi se unía a la marea de jóvenes cocineros peregrinos en busca de la perfección culinaria en los fogones de todo el mundo. Recalaría en Le Jardin des Sens, un honorable tres estrellas en la localidad francesa de Montpellier. De ahí saltaría a los dos más grandes restaurantes de la pasada década: elBulli, dirigido por Ferran Adrià, y el californiano The French Laundry, de Thomas Keller. Adrià, junto al que trabajó una temporada, le enseñaría a ser libre. Redzepi no se extiende sobre su maestro y rival, aunque deja claro: "La relación de Ferràn con la gente joven que trabajábamos en elBulli no era como en ese anuncio de cerveza; no éramos amigos; aquello no era un juego; apenas hablaba con nosotros, estaba a sus cosas".
A comienzos de 2000, el hijo pródigo regresaba a Dinamarca; tenía poco más de 20 años, un buen currículo y ni la más remota idea de lo que iba a hacer con su vida. Entró a trabajar en el restaurante de moda de Copenhague, el Kong, repleto de estuco y candelabros. Duraría poco. A sus 26 años, el futuro príncipe danés de la cocina se debatía entre el ser y no ser. Entre acceder al carril de la gran gastronomía francesa y triunfar con comodidad o ir más allá. No era feliz con su trabajo. "No veía que estuviera haciendo algo diferente como había aprendido en elBulli". A comienzos de 2003, el poderoso empresario gastronómico danés Klaus Meyer, de 47 años, le ofreció hacerse cargo de un restaurante que aún no tenía nombre. El establecimiento iba a estar localizado en un vetusto y bellísimo almacén portuario del XVIII, frente al centro histórico de Copenhague, en el que durante siglos atracaron barcos cargados con pieles, aceite de ballena y pescado ahumado procedentes de los más lejanos dominios escandinavos: las Islas Faroe, Islandia y Groenlandia. La idea era crear en esos viejos muelles la Casa del Atlántico Norte, un centro dedicado a promover la cultura de esas regiones nórdicas. Ese enorme espacio de 7.000 metros cuadrados nacido para la exaltación folclórica de lo nórdico albergaría salas de conferencias, un museo y las representaciones permanentes de Groenlandia y Faroe en Copenhague. La guinda tendría que ser un restaurante dedicado a lo nórdico. Sobre el papel, una casa regional financiada con dinero público. "La idea general estaba clara, pero no tenía ni idea de cómo lo iba a hacer. ¿En qué consistía lo nórdico? No existía una cultura culinaria escandinava contemporánea y, además, desconocíamos los productos que la podían inspirar. No sabíamos si existían". Unos meses antes de inaugurar el que decidieron llamar Noma y en plena tormenta de ideas, Redzepi y Meyer emprendieron un viaje por aquellos territorios del Atlántico Norte. Querían explorar las raíces de su cocina. En aquel periplo iniciático "descubrimos un género que nunca habíamos probado: nabos, pescado de aguas frías, panes de centeno, lácteos, grano, mariscos antediluvianos, carne de cabra y caribú... alimentos que crecían limpios y libres , que nadie usaba y habían ido desapareciendo de la cocina nórdica. Nos quedamos atónitos con esos sabores. Pero era más fácil para un cocinero danés conseguir foie-gras francés que esos productos. No se conseguían a ningún precio. Esa iba a ser nuestra primera apuesta".
Al final de aquel viaje, cuando Klaus y René descendieron del avión en el aeropuerto de Copenhague-Kastrup, tenían claro que esas tierras iban a ser su fuente de inspiración. En septiembre de 2003, Noma abría sus puertas. Redzepi dudaba. Carecía de un concepto claro. El nuevo gran restaurante nórdico no arrancaba. No tenía éxito de público ni prensa. A sus pretensiones nacionalistas nórdicas, los críticos gastronómicos contestaron ridiculizando el establecimiento bautizándole El pene de la ballena. En aquellos primeros meses al frente de Noma, Redzepi (con un ego tan grande como su inseguridad) a punto estuvo de tocar fondo. "Tenía una insatisfacción tremenda. No dormía. Una vez le pregunté a Ferran en elBulli qué era crear, y me contesto: 'No copiar'. Yo estaba haciendo lo contrario. Me limitaba a poner en práctica grandes recetas internacionales y sustituir los ingredientes originales por otros nórdicos. Y no funcionaba. Era vulgar. Como hacer una paella con nuestros productos; no valía. Estaba confuso. Experimenté. Metí la pata. Noma no despegó hasta que no comprendí que nuestro proyecto no podía estar basado simplemente en unos productos nórdicos por buenos que fueran; tenía que estarlo en nuestra historia, cultura, religión, tradición y modo de vida. Era un concepto más rompedor que un simple chef nórdico haciendo platos con productos nórdicos".
Seis meses después de abrir Noma, en marzo de 2004, en plena crisis existencial, con el restaurante vacío, Meyer y René volvieron a Groenlandia. Pretendían cazar bueyes almizcleros y conocer mejor un territorio cuyos 50.000 pobladores, los inuit, viven como hace 1.000 años. Y repensar su futuro. La temperatura media era 55 grados bajo cero. Cuando iban a regresar a Dinamarca se quedaron bloqueados en el aeropuerto de Kangerlussuaq (el único de Groenlandia) a causa de un apocalíptico temporal de nieve. "Kangerlussuaq es un sitio extraño, fantasmagórico; una vieja base militar de la guerra fría; allí nos quedamos aislados durante una semana. No había nada que hacer; tenía tiempo de sobra para pensar y me di cuenta de que tenía que cambiar. Fue un momento mágico. Comprendí que tenía que poner esa inmensa naturaleza en la que estaba sumido al servicio de nuestros comensales. Como cocinero tenía que ser más transparente y directo; explotar mejor las temporadas de forma que un comensal solo pudiera tomar un determinado plato en Noma y en el momento preciso. Cada plato debía estar rodeado de su hábitat y ser limpio y sencillo en su complejidad. La clave era lograr una conexión entre el restaurante Noma, la forma de presentar los platos, la forma de servirlos y lo que contenían. No se podía disociar un elemento del resto. En mitad de aquel infierno de hielo había encontrado una salida". Un año más tarde de la revelación, Redzepi conseguía su primera estrella Michelin.
Saltamos del coche. René y Víctor se internan en la costa de Dragor con sus botas de goma. Van a hacer foraging, una peculiar recolección de plantas salvajes que se ha convertido en seña de identidad de Noma. El sol abrasa y el aire salado azota este paraíso natural que desciende hasta el mar. La orilla está formada por un espeso compost de algas de las que brota una exuberante flora salvaje. Sobrevuelan los gansos y en el horizonte se distinguen tejados de paja. Redzepi corta hierbas y nos las da a probar. Una tiene el gusto del wasabi japonés; otra, de la mostaza de Dijon; hay apetitosas rosas, guisantes salvajes, plantas que saben a espinacas; cebollitas y puerros que no lo son; se tumba, huele, mastica, se emociona, corta y envasa. "Cuando encuentro algo que no conozco lo marco en Google Maps. Todos los sabores posibles, picantes, amargos, ácidos o dulces, están aquí al servicio de todos. ¿Hay algo más democrático? Cuando volví de Groenlandia con la decisión de dar un paso adelante comencé a moverme; a hablar con gente de pueblo, a leer viejos libros de botánica y a probar plantas. Todo estaba descubierto, pero nunca se había desarrollado en nuestra gastronomía. Un día me encontré una planta que explotó en mi boca, era como cilantro. Llamé al restaurante y alucinaron: '¿Cilantro en un país nórdico?'. Si podía encontrar cilantro en una playa perdida de Dinamarca, podía encontrar cualquier cosa. Todo esto es comida, comida, comida. ¡Cuidado, no la pises! Este territorio está lleno de vida y sabor. Como los bosques en otoño con sus frutas silvestres y sus setas. Para un chef es una despensa impresionante; una aportación de la naturaleza a nuestra cultura gastronómica, y, lo que es importante, te da un punto de referencia de cómo deben saber las cosas naturales; cómo deben saber los platos de Noma; aprendes a tener criterio, porque te viene el proveedor de espárragos y compras, y los ha recogido hace 10 días, están deshidratados y no saben como deben. A mí ya no me engañan. Sé lo que es bueno".
A partir de aquel 2004, el restaurante de Redzepi se convertiría en un mito; en el ombligo del mundo para los adictos a la gran gastronomía. Aún no figuraba en la lista de los 50 mejores restaurantes del mundo, elaborada por San Pellegrino, donde los primeros puestos eran ese año para The French Laundry y elBulli; en 2006, Noma debutaba en el puesto 33º de la lista, y elBulli se colocaba en primera posición; en 2007, Noma saltaba hasta el 15º en una clasificación que de nuevo encabezaba elBulli; en 2008, Redzepi avanzó hasta el 10º puesto; Adrià continuaba en la cima. En 2009, Redzepi trepaba al tercer puesto y dejaba sentir su aliento en la nuca de su viejo profesor. Por fin, en 2010, le arrebataba el primer puesto, una posición que ha vuelto a revalidar este año con Adrià fuera de la carrera, dedicado a su fundación.
¿Qué había ocurrido para que, en solo cinco años, Noma, aquella casa regional sin rumbo, se convirtiera en el restaurante más valorado del planeta? En realidad, sus creadores no habían inventado nada; el uso de los productos de la naturaleza salvaje ya estaba presente, por ejemplo, en la filosofía del chef francés Michel Bras o del vasco Andoni Luis Aduriz; y el culto al producto de proximidad y el respeto a las estaciones, en la de Juan Mari Arzak, Carme Ruscalleda o Joan Roca. Había algo más. En el éxito de Noma ha tenido que ver tanto el magisterio culinario de Redzepi como el hábil uso del marketing por parte de su socio, Klaus Meyer, cabeza visible de un imperio gastronómico que edita libros de cocina y realiza programas de televisión; produce desde cerveza, frutas y zumos hasta vinagres, vino y chocolate, dirige una escuela de cocina y posee un servicio de catering. Meyer (que cumple el mismo papel que Juli Soler con Ferran Adrià), con su visión mediática de los negocios, tenía claro que el mejor cocinero del mundo no podía ser simplemente un cocinero; debía ser un alquimista, un gurú, el creador de una religión universal. Lo primero era redactar los mandamientos del credo culinario de Noma. En septiembre del crucial 2004, Meyer organizaba el Simposio de Cocina Nórdica, que iba a reunir a los chefs escandinavos con objeto de reflexionar y elaborar un ideario común. Ese congreso pariría la denominada Nueva Cocina Nórdica, un movimiento que reunía toda la filosofía del dúo Meyer/Redzepi e implicaba a los cocineros suecos, noruegos, daneses y finlandeses. Unos meses más tarde, esa corriente cultural-gastronómica-comercial era ratificada y apoyada por el Consejo Nórdico, un foro confederal que reúne a los ministros de Exteriores de la región, que veían en esa etiqueta de prestigio una inesperada oportunidad para exportar y atraer turismo.
Hace un año, mientras este periodista ascendía la Rambla de Barcelona junto a Ferran Adrià, desde su Taller en la calle de Portaferrissa hasta el mercado de la Boquería, el chef catalán se detuvo con gesto iluminado y lanzó una pregunta al viento: "La cocina es el único sector de la cultura en el que los españoles somos líderes mundiales. ¿Sabes lo que vale eso? ¿Sabes lo que vale en marketing ser la vanguardia mundial de algo?".
Tras el repentino triunfo de Noma en 2010, los nórdicos no tardaron ni un segundo en darse cuenta de la mina de oro que suponía estar entre los mejores de la gastronomía mundial. Habitantes de un territorio tan extenso como despoblado, su necesidad histórica ha sido siempre vender fuera de sus fronteras. Ahora tenían una buena ocasión. Como durante décadas, gracias al trabajo de los grandes diseñadores nórdicos como Aalto, Saarinen o Jacobsen. En ese sentido, Klaus Meyer no ha hecho más que aplicar los elementos de marketing de la marca diseño nórdico a la cocina de Redzepi. Y Noma ha hecho suyas esas características asociadas por el público al modelo nórdico: calidad de vida, sencillez, limpieza, naturalidad, funcionalidad, pureza, frescura, sobriedad, elegancia, respeto por el medio ambiente y armonía con la naturaleza. El cóctel ha funcionado. Tras siglos de poderío culinario francés, y décadas de dominio mediterráneo (con España e Italia al frente), la corona pasaba a los nórdicos. Era la ley del péndulo. ¿Por cuánto tiempo? ¿Quiénes serán los próximos en dominar la cocina? ¿Perú, Japón, Líbano?
¿Es René Redzepi el mejor cocinero del mundo? Él mismo confiesa que es difícil asegurarlo. En cualquier caso, ha logrado hacer de su restaurante un remanso. El marco perfecto para sumergirse durante cuatro horas en su modelo gastronómico (que es el reflejo de una forma de vida quizá utópica). Entrar en Noma supone introducirse en una atmósfera relajada y familiar. La mayoría de los camareros son los propios 25 cocineros del restaurante, guapos, jóvenes, sonrientes, políglotas, didácticos, tatuados y dirigidos por el chef californiano Matt Orlando. La luz es natural, y el espacio, amplio y limpio; los escasos muebles mezclan tradición y diseño nórdico; el suelo está recubierto de cálido pino de Pomerania, y los viejos techos del XVIII están sustentados por las anchas vigas de roble. Huele a pueblo; a madera, cera, cereales, pescado ahumado y flores. Las vajillas son blancas y sencillas; los bajoplatos, de fieltro gris; los cuchillos tienen el mango de asta. Tras los ventanales, un pequeño embarcadero acoge una docena de veleros y The Boat, el laboratorio culinario flotante de Redzepi, dirigido por Lars Williams, un joven chef con el poema El paraíso perdido de Milton tatuado en sus antebrazos. Abunda el público cool. A nuestro lado, una pareja danesa en camiseta almuerza con sus dos hijos pequeños; uno mordisquea un primoroso pan de centeno mientras llegan los aperitivos.
La comida es sutil, ligera, colorista, sin grasa; da la sensación de haber brincado de la naturaleza al plato tras haber sido apenas acariciada en la cocina. Se come con los dedos. Se impone lo crudo. No hay sabores portentosos ni agresivos, ni grandes explosiones de sabor. El aceite es de heno; el vinagre, de calabaza; el pan, negro; en vez de mantequilla hay crema fresca y grasa de cerdo. El sumiller, Pontus Eluffson, un tipo grande y entrañable, sirve sin ceremonia infusiones de pino y multicolores jugos de fruta; cervezas artesanales sin filtrar; blancos de la isla de Lilleo y caros vinos superecológicos de Nicolas Joly. El menú está dominado por un sutil sentido del humor (posiblemente heredado de Adrià). Hay una maceta de la que se devoran las flores y también la tierra, que no es tal, sino malta; huevos de codorniz ahumados entre heno y ocultos en el interior de un enorme huevo de dinosaurio de porcelana; un plato de mejillones vacíos del que el único lleno no es tal, sino un concentrado de calamar; hígado de bacalao como un reto nórdico al foie francés; panes con forma de raíz; una ostra rodeada de algas y cantos de mar como los paisajes que quedan en la playa cuando baja la marea; una gamba viva, recién pescada, que aletea en la garganta "y que es la réplica exacta del sabor y la temperatura del mar de Dinamarca"; un huevo de pato que uno mismo fríe en una cazuela mientras un cronómetro marca dos minutos, y pequeños dulces inmersos en una vieja caja de galletas de lata. Es una gastronomía que sabe a tierra, a mar y a bosque. Toda esta magia tiene un precio: 250 euros.
René Redzepi sabe por experiencia que en el universo de la gran cocina mundial todo se mueve hoy muy deprisa. No se atreve a apostar cuánto durará su mandato. "No podemos ser soberbios y pensar que somos los mejores. En mi caso, todo ha ido muy rápido. Es un reflejo del momento que vivimos. La información se mueve mil veces más rápido que hace 20 años. Donde antes había 10 revistas mensuales de gastronomía ahora hay 200 bloggers que hablan de ti cada día, e igual que te elevan te dejan caer. Soy consciente de que este es mi momento y también de que todo se puede desinflar como un soufflé. Hay gente que cuando cae pierde la cabeza. Yo no quiero perderla. Estoy preparado. Quizá EL PAÍS no se interese tanto por mí dentro de un año".
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