La maquinaria del poder
La tentación es tumbarse en el catre del dictador. Aunque al capitán a nuestro cargo se le hiele la sonrisa. Resulta blando, estrecho e incómodo. Huele a polvo y humanidad. Sobre el cabecero, un crucifijo plateado. A su derecha, un sillón ajado y un escritorio en el que reposa una escribanía con tintero y secante repujada con el águila imperial y un teléfono de campaña. El conjunto se completa con un aseo con ducha, un sofá deslustrado y un armario empotrado. Es la primera autocaravana de la historia. Tiene la matrícula 000043. Albergó el puesto de mando móvil de Franco durante la Guerra Civil. Es un camión Ford V8 que entró en servicio en 1938 y formaba parte de un convoy denominado Términus, constituido por siete vehículos idénticos y con matrículas consecutivas que albergaban el apartamento del generalísimo; una enfermería, un dormitorio para sus ayudantes, otro para su Estado Mayor, una oficina, una cocina y un comedor. A bordo de este camión, el general dirigía las operaciones militares sobre el terreno. Cuando concluyó la contienda, lo utilizó para satisfacer su otra afición favorita (aparte de detentar el poder): las partidas de caza y pesca. Luego lo olvidó. ¿Cuántas penas de muerte firmaría sobre esta mesa antes de jubilarlo? Mejor no pensarlo.
Cuando terminó la guerra, Franco empleó su camión de mando para ir de caza
En 1990, Carmen Franco reclamó el Mercedes que Hitler regaló a su padre
Cuando don Felipe se casó, hubo que crear una pérgola blindada para el Rolls-Royce
En torno al nuevo palacio de Franco se iría creando la moderna villa de El Pardo
El camión, elegante, muy sobrio, forrado de madera, de un caqui marcial y con el escudo de armas de Franco pintado a pincel en las puertas, aparenta un perfecto estado de salud. ¿Anda? La respuesta la proporciona un cabo en traje de faena. Montamos. El vehículo arranca con un alegre ronquido. El conductor se pelea con la rígida dirección, mete primera, acelera, coge carrerilla y subimos dando tumbos la cuesta que conduce al lavadero de coches del Cuartel El Príncipe, en El Pardo, a las afueras de Madrid. Unas telarañas se balancean bajo el salpicadero. Traquetea. El cabo suda. Hace unos pocos años, el capitán Mateo, el jefe de mantenimiento de la Guardia Real, reunió a sus 60 mecánicos, les puso manos a la obra y administró a este vehículo (olvidado en un viejo garaje de lo que fue el Regimiento de la Guardia de Su Excelencia el Jefe del Estado y hoy Guardia Real) un completo tratamiento antiedad. Lo puso al día. Así lo mantienen con celo militar. Cuestión de Estado.
Otro soldado enjabona y pega un manguerazo al camión sin ceremonias. Nadie se detiene a contemplar la escena. Los guardias están acostumbrados. Este es un lugar peculiar. Edificado sobre seis siglos de historia. Aislado del mundo. En los tres acuartelamientos de la Guardia Real en El Pardo (El Rey, La Reina y El Príncipe) trabajan 1.700 militares jóvenes, en forma y de aspecto marcial; aviadores, marinos e infantes; alabarderos y lanceros; jinetes a caballo y artilleros con cañones de opereta. Lucen un variopinto catálogo de uniformes (como si estuviéramos en un estudio de Hollywood), desde el actual modelo de camuflaje del Ejército hasta primorosas reproducciones de la uniformidad de los escoltas de los reyes del XIX con sable, alabarda, coraza, casco con plumero y botas que trepan al muslo. Hay perros adiestrados para localizar explosivos y buceadores de combate. También pulula por el recinto algún guardaespaldas de traje marengo, gafas oscuras y pistolón al cinto conduciendo un coche negro, grande y brillante que pilota quemando rueda.
La Guardia Real no se parece a ninguna otra unidad del Ejército. Para empezar, forma parte de la Casa de Su Majestad el Rey y está a las órdenes del jefe de la misma (el diplomático Alberto Aza) a través del jefe del Cuarto Militar, un teniente general en activo, el único cargo militar nombrado por el Rey; fue la primera unidad en tener profesionales de los tres ejércitos; está bien dotada de material y medios (con casi quinientos vehículos); tiene un tamaño y organización diferentes al resto de las Fuerzas Armadas; cuenta con un Estado Mayor, su propia escuela de formación y está diseñada para velar por la seguridad del monarca, rendirle escolta y honores, custodiar (al menos de forma simbólica) el palacio de la Zarzuela y los Reales Lugares y estar a su disposición para lo que necesite. Es una unidad de élite, autosuficiente, con un estilo propio y ligeramente endogámica. Aquí la lealtad es la cualidad más apreciada. Los profesionales que hacen bien su trabajo en El Pardo suelen ser captados para desarrollar toda su carrera en la Guardia Real y, en algunos casos, acceden a los preciados puestos de responsabilidad de la Casa del Rey, desde ayudantes del monarca y el Príncipe a secretarios y encargados de planificación, seguridad, protocolo, comunicaciones e informática en La Zarzuela. Además de su función militar, la Guardia cuenta con una extensa plantilla de mecánicos, electricistas, chapistas, pintores, carpinteros, guarnicioneros, zapateros, cocineros y veterinarios al servicio de la Corona; se ocupa de la salud de la Familia y es una excelente cantera de empleados para la Casa, desde ordenanzas a camareros y conductores. Todos tienen la boca sellada. Como afirma su ideario: "El honor del guardia real es servir a nuestro Rey. Lo hacemos con lealtad a la Corona, extremada disciplina y absoluta discreción". Así lo juran.
Y por si fuera poco, es la depositaria de una de las mejores colecciones de coches del mundo. Piezas únicas que cuidan con devoción. Los vehículos históricos que Juan Carlos I heredó de Francisco Franco. Alguno se salvó de milagro del desguace e, incluso, del expolio por parte de la familia del dictador, como el Mercedes 540, regalo de Hitler, cuya propiedad reclamó judicialmente sin éxito Carmen Franco en 1990. Una fuente de Patrimonio Nacional, el organismo a cargo del Ministerio de la Presidencia que administra los bienes de titularidad del Estado español a disposición del Rey, lo confirma: "Antes no se sabía el valor de este tipo de objetos; se tenía muy claro que la pintura era muy importante en las colecciones reales y había que protegerla, y los tapices, los relojes..., pero otro tipo de objetos, como vajillas, mantelerías, alfombras y algunos coches, se fueron perdiendo". Ese particular parque móvil que se ha logrado preservar está depositado en el cuartel El Rey, a espaldas del palacio de El Pardo, en el que Franco vivió y desde el que gobernó 35 años. No es fácil contemplar estos vehículos que durante décadas han permanecido ocultos; menos aún circular en ellos. Existen. Son impresionantes. Funcionan. Y algunos todavía se usan en las grandes ceremonias del Estado. Con ese objetivo se les chequea y revisa a diario.
A través de estos coches se pueden reconstruir décadas de la memoria de España. Suponen un peculiar manual de historia que nos muestra, por ejemplo, los saltos mortales de Franco en política exterior para eternizarse en el poder, que se materializaban en la nacionalidad del vehículo que usaba en cada momento para complacer a su aliado de turno. Desde su entrañable amistad con Adolfo Hitler (que le regaló por su cumpleaños en 1940 un Mercedes 540 todoterreno de seis ruedas similar al que obsequió a Mussolini) y su profunda admiración por el régimen nacionalsocialista (el otro imponente Mercedes que se conserva en El Pardo, un 770 Pullman blindado y con motor de avión, es idéntico al que usaban Himmler y los jerarcas de las SS), a su súbito acercamiento a los americanos en cuanto los nazis perdieron la contienda (que se concretó en la compra de un Cadillac Fleetwood de 1948 y varios Buick Eight); su aproximación a los británicos en los cincuenta (que se tradujo en la compra de tres Rolls-Royce Royal Phantom IV, como el que usaba Isabel II), hasta los intentos, en pleno desarrollismo, de presumir de poderío industrial (con un despampanante Chrysler Imperial que le fabricó a medida el empresario Eduardo Barreiros en 1964) hasta su vuelta al redil del complejo militar-industrial estadounidense, a partir de 1970, con sucesivas generaciones de Cadillac Fleetwood, El Dorado y Brougham, al estilo de los dictadores bananeros de la época, que conservaría hasta el final de sus días (uno lo heredaría la Reina).
Además de la flexibilidad del junco en materia exterior del dictador, la colección de la Guardia Real aporta otras pistas sobre su personalidad. Para empezar, dada su escasa estatura, detestaba los coches altos. Tampoco le gustaba que el conductor fuera más cómodo que él, como era el caso del Chrysler Imperial; disfrutaba con los descapotables y, aunque España estuviera en la ruina, siempre adquirió los mejores modelos de la época, como el Mercedes 770, de 1942; el Cadillac Limusine, de 1948, o los tres Rolls-Royce Phantom IV, de 1952, de los que solo se fabricaron 18 ejemplares, todos destinados a reyes (excepto Franco). Cuando cogía manía a un coche oficial, se lo transfería a su mujer, Carmen Polo; por ejemplo, el Rolls-Royce Silver Wraith de 1950. La Señora (como se hacía llamar en su particular corte) más espigada que el general, prefería coches de techo más alto para acceder a ellos con sombrero o peineta. Hasta 1974, cuando Franco se hizo con una nueva flotilla de Cadillac Fleetwood, ninguno de sus vehículos incorporó aire acondicionado.
De este conjunto de coches históricos se deduce que Franco era un obseso por la caza, hasta el punto de hacerse instalar en la parte trasera de un Buick Eight de 1949 dos sofisticados sillones tipo barbero que giraban 360 grados para poder disparar en todas las direcciones mientras el vehículo marchaba descapotado a toda velocidad. Esos asientos están delicadamente tapizados en piel roja y el respaldo de los delanteros está diseñado para que Franco colocara tres escopetas. A sus pies se conservan unas mantas escocesas ribeteadas de piel para que no cogiera frío. Su pasión cinegética llegó al extremo de que su chófer, José Gómez Gallego, que trabajó a su lado desde 1943, recordara antes de su reciente fallecimiento: "El Caudillo usaba el Mercedes que le regaló Hitler para ir al campo a cazar. Si veía un conejo o unas palomas, me hacía parar, apoyaba la escopeta en mi hombro y disparaba. Tenía una gran puntería". El detalle piadoso lo añadía el mismo Gómez Gallego recordando que Franco también llevaba una capilla portátil en el maletero.
Como todo dictador que se precie, otra de sus manías era su seguridad. Todos los vehículos de Franco están blindados, alguno, como el Cadillac de 1948, con rudimentarios cristales de cuatro dedos de grosor que le fabricaron en la factoría de armas de Trubia (Asturias), y otros, con planchas de acero propias de un carro de combate, como el Chrysler de 1964. La mayoría solo lo están en su parte posterior (donde viajaba Franco), dejando al chófer a la intemperie. Por contra, la gran mayoría son descapotables, lo que parece un sinsentido. Según el capitán Emilio Galindo, oficial a cargo de los vehículos históricos de la Guardia Real, "esa absurda idea sobre la seguridad que se limitaba a blindar los laterales y los bajos del coche y dejaba el techo descubierto duró hasta el atentado a Kennedy, en Dallas, en 1963, donde se demostró que un tirador apostado en una posición elevada podía acabar con un jefe de Estado. A partir de ahí se acabaron los descapotables. De hecho, cuando el Príncipe de Asturias contrajo matrimonio con doña Letizia, hubo que diseñar una pérgola de cristal a prueba de balas para cubrir el Rolls-Royce Phantom IV descapotable con el que iban a cruzar Madrid. Los atentados, desgraciadamente, nos dieron más lecciones de seguridad: era importante proteger la zona del conductor, porque si este era alcanzado, el automóvil quedaba inmovilizado y el jefe del Estado a merced de los terroristas. Y también era conveniente blindar el techo, porque alguien podía colocar un artefacto explosivo encima. Y lo mismo pasa con los escoltas en moto, que no es una cuestión estética, sino que son fundamentales para establecer una cápsula de seguridad en torno al jefe de Estado y que nadie pueda acercarse.
Franco siempre temió por su vida. Cuando cruzó por primera vez el umbral del palacio de El Pardo, en la mañana del 15 de marzo de 1940, situó su dormitorio en el rincón más recóndito del edificio, con vistas a un patio sombrío, en el extremo opuesto de los impresionantes jardines que rodean la residencia. El conjunto palaciego, a siete kilómetros de Madrid, formaba parte del antiguo Patrimonio de la Corona y estaba inmerso en 15.000 hectáreas de bosques cercados y perfectamente conservados; un ecosistema único en Europa habitado por ciervos, gamos, jabalíes y gatos monteses, que suponía el último vestigio de las inmensas propiedades de los antiguos reyes de España, que rodeaban Madrid desde el palacio de Oriente a través de la Casa de Campo, La Moncloa, Ciudad Universitaria y Colmenar Viejo hasta alcanzar el Soto de Viñuelas y terminar en La Moraleja. Un legado del que también formaban parte otros bosques, palacios, monasterios, conventos, fábricas, y una cuarentena de colecciones formadas por más de 150.000 piezas que, desde comienzos del siglo XIX, fueron pasando de las manos de los reyes al control del Estado. A ese legado, desde entonces un todo unitario al servicio del jefe del Estado, pero que este no podía vender, arrendar, regalar ni hipotecar, se le denominó Patrimonio Real hasta la Segunda República; entre 1931 y 1939, Patrimonio de la República, y, desde 1940, con Franco, Patrimonio Nacional, una denominación que se ha mantenido con la monarquía constitucional.
Franco, monarca absoluto sin corona, eligió como hogar tras la contienda una de las joyas de ese legado, el palacio de El Pardo, iniciado en el siglo XV y ampliado y enriquecido por Carlos III. Nada más acabar la guerra, en menos de un año, su arquitecto de cabecera, Diego Méndez (que después proyectaría el Valle de los Caídos) le iba a devolver su esplendor. La decisión de Franco (y su esposa) se basaba, según el historiador Paul Preston, en tres atractivos que tenía el enclave para la pareja: "Su pasado real, su seguridad y el hecho de que el monte que rodeaba la finca era ideal para la caza".
En torno al nuevo palacio de Franco, se iría creando la moderna villa de El Pardo, un enclave hermético y custodiado por la Guardia Civil día y noche desde el Cuartel San Quintín (que hoy alberga el Servicio de Seguridad del Rey), al que era imposible acceder a partir de cierta hora; un micromundo de militares, guardias, policías y empleados del Patrimonio y sus familias hasta alcanzar un censo de 3.500 personas, para los que Franco construyó viviendas. Allí también situó, en el actual Cuartel El Rey, donde estamos, a unos metros de su alcoba iluminada con flexos de oficina sobre las mesillas de noche, a su guardia pretoriana (bautizada Regimiento de la Guardia de Su Excelencia), rehabilitando varios edificios que habían sido desde1869 asilo de beneficencia; un orfanato durante la República y un acuartelamiento de las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil. Para su protección, Franco mezcló en una peculiar guardia de nuevo cuño a los disciplinados guardia civiles que se habían encargado de protegerle desde el golpe de Estado del 18 de julio, con tres centenares de fieros soldados moros que habían luchado a su lado en la Guerra Civil y con excombatientes de absoluta ortodoxia falangista y requeté. Mil hombres puros al mando de los oficiales más franquistas del nuevo Ejército; jóvenes de estricta observancia ideológica, bregados en las campañas de África, la Guerra Civil y la División Azul y que ocuparían a su muerte, ya como generales, todos los resortes del poder militar. Y que el 23-F cumplirían las órdenes del joven Rey escenificando su retirada.
Para sus escoltas moros, Franco habilitó en este cuartel unas acogedoras salas de estilo árabe decoradas con muebles traídos del Protectorado, donde podrían vivir de acuerdo a sus costumbres, cocinar su comida y rezar en un oratorio musulmán. El regimiento de Franco era mandado por un coronel de confianza y el Servicio de Seguridad, por un jefe de la Guardia Civil. Se eternizarían en sus puestos y llegarían a construir un poderoso clan palaciego. Sobre él, resume Paul Preston: "Rodeado por una corte de aduladores, aislado del mundo real, vivió al amparo de El Pardo durante 35 años, salvo breves visitas a las provincias, tres viajes al extranjero para encontrarse con Hitler, Mussolini y Salazar, y las largas vacaciones que observaba con entusiasmo".
El 20 de noviembre de 1975 moría el dictador. El día 25, un decreto creaba la Casa de Su Majestad el Rey en la que se integrarían todos los miembros de la organización del anterior jefe del Estado. Don Juan Carlos heredaba la espesa maquinaria del franquismo. Sin embargo, nunca viviría en el palacio de Franco, continuaría en La Zarzuela, un palacete del siglo XVII situado en el mismo monte de El Pardo, al que había llegado de recién casado. El joven Rey no solo heredaba las instalaciones y medios de seguridad, logística y honores del Caudillo, también se vio obligado a cargar (por prudencia) con sus gerifaltes. Los dos hombres fuertes del franquismo doméstico pasaban a ser los números dos y tres de la Casa del Rey: el general Ernesto Sánchez Galiano al mando de la estructura militar y el general Fernando Fuertes de Villavicencio de la Administración. Por si fuera poco, don Juan Carlos también se hacía cargo del jefe del Regimiento del Caudillo, el coronel ultraderechista Rafael Patero, y del jefe de Seguridad de Franco, el coronel de la Guardia Civil José Sánchez Alcaide, y su equipo.
El 31 de enero de 1976, Carmen Polo y su familia abandonaban El Pardo entre lágrimas. El juramento de fidelidad del Regimiento de la Guardia (al que se habían limitado a cambiar la boina roja carlista por la azul borbónica) al monarca aún se retrasaría hasta casi un año después. La fecha elegida fue el aniversario del alzamiento, el 18 de julio. Sin embargo, la historia es irreversible. En los tres años siguientes, todos estos jerarcas del antiguo régimen irían tomando el camino de la puerta, recompensados con gobiernos civiles y ascensos al generalato y serían sustituidos por hombres de la confianza y la generación del Rey. Sabino Fernández Campo como secretario general; el general Joaquín Valenzuela, su antiguo preceptor, como jefe del Cuarto Militar; el coronel Manuel Blanco, el comandante Javier Pastor y el comandante de la Guardia Civil José Luis Ferreiro como responsables de seguridad, y el coronel Luis Fernández de Mesa como jefe de la Guardia Real. Todos seguirían cerca de él durante más de una década. El último vestigio del franquismo sería el incombustible Fuertes de Villavicencio, que había pasado 27 años junto a Franco antes de incrustarse en La Zarzuela hasta 1980 y seguir como mandamás del Patrimonio Nacional hasta diciembre de 1981. Ese año, el mismo del golpe de Estado del 23-F, el Rey se hacía con las riendas de su Casa. Por fin se había independizado de los albaceas del Caudillo. Se iniciaba un nuevo capítulo de la historia.
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