Pirotecnia colorista, rebelión sin fin
La pintura de Joan Miró inunda la Tate Modern, en una retrospectiva que analiza la evolución del artista y su compromiso ético - La muestra alberga más de 150 obras
La escalera, ese elemento recurrente en la obra de Joan Miró (1893-1982), permite al artista conectar lo terrenal y concreto con un universo personal de abstracción, habitado por una imaginería fantástica de símbolos y vivos colores. La escalera de la evasión, un cuadro que pintó en 1940, desde su exilio en una Francia atenazada por el avance de las tropas alemanas, también puede expresar la necesidad de escape ante una oscura realidad social y política. Enmarcada bajo ese título, la primera gran retrospectiva que Londres dedica al artista en medio siglo propone indagar tanto en las claves artísticas de un genio icónico de la pintura moderna como en su compromiso frente a uno de los periodos más turbulentos de la historia de Europa.
'La escalera de la evasión' toma el título de una obra que pintó en 1940
Organizada por la Tate Modern en colaboración con la Fundació Joan Miró de Barcelona, la exposición se abrirá mañana al público con un impresionante despliegue de 150 pinturas, dibujos y esculturas que recorren la evolución de sus rasgos formales e inspiraciones temáticas. También sus diferentes grados de compromiso, desde los carteles que realizó en apoyo de la República española, su exilio interior bajo la dictadura franquista y la agresividad de sus obras tardías cuando el régimen ya se revelaba moribundo.
En los primeros años 20, este barcelonés que se vio arrastrado a París por las nuevas tendencias en el mundo del arte busca destilar las esencias de su identidad catalana con una pintura simbólica, evocadora y detallista en La masía (1921-22), obra que le inspira la casa de sus padres en el campo de Tarragona.
La influencia de los surrealistas en la capital francesa y sus fuertes lazos con poetas como Paul Éluard tienen su reflejo en piezas como Paisaje catalán (1923-24) y la secuencia Cabeza de payés catalán (1924-25), que la exposición de la Tate Modern ha logrado reunir casi al completo.
Los acontecimientos de la siguiente década, con el estallido de la guerra civil y la eclosión de los totalitarismos en Europa, precipitan el regreso hacia un realismo con ribetes dramáticos. En Naturaleza muerta con zapato viejo, objetos mundanos como un tenedor clavado en una manzana, un currusco de pan y la botella que expande una luz nocturna y agobiante sobre la superficie del lienzo se tornan en "símbolos trágicos de ese periodo, aunque yo entonces no lo supiera", reconocerá Miró años después.
Ese iconoclasta bodegón data del mismo 1937 en que el artista firmó El segador (Payés catalán en revuelta) para el pabellón español de la Exposición Universal de París. Más de 70 años después, la muestra de la Tate debe conformarse con presentar una enorme fotografía de Miró en plena ejecución de aquella pieza, porque se trata de una obra perdida. Se exhibió en la capital francesa, en plena conflagración bélica en España, junto al Guernica de Picasso, su mentor de la primera etapa parisiense (le llevaba 12 años) y un amigo hasta la muerte del artista malagueño en 1972.
Miró ejerció luego ese mismo papel de brújula parisiense con el más joven Salvador Dalí, pero sus posicionamientos tan distantes en los consiguientes años acabaron conduciendo a la ruptura.
Miró protagoniza entonces alineamientos tan nítidos políticamente como Aidez l'Espagne (Ayudad a España), pero son sus reacciones más íntimas y perturbadoras, expresadas en las célebres Constelaciones de 1940, las que subrayarán para la posteridad su condición de gigante del arte. En mayo de aquel mismo año, se llevó desde Normandía los rollos de esos lienzos bajo el brazo en su huida de la bota nazi hacia España. Si Picasso proclamó que no regresaría a su tierra natal hasta la muerte de Franco, Miró optó por encerrarse en un estudio de Palma de Mallorca (tierra de su madre), mientras su nombre, casi invisible en el panorama artístico español, ganaba talla en el ámbito internacional como exponente de la abstracción de la posguerra.
Eludió todas las tentativas de acercamiento por parte de las autoridades franquistas y, ya en su condición de septuagenario, se vio arrastrado por el espíritu de rebelión que marcó el final de la década de los 60. El Miró que captura esa atmósfera en obras como Mayo 1968 llegó a prender fuego a sus Lienzos quemados, que hoy aparecen suspendidos en la Tate Modern como lo estuvieran en su primera exhibición en el París de 1974. Un año antes había caracterizado los últimos coletazos de la dictadura con La esperanza del condenado a muerte (1973), dedicada al anarquista Salvador Puig-Antich, fusilado por el régimen.
Uno de los logros de la exposición que, después de Londres, recalará en su territorio natural de Barcelona (octubre) y en la National Gallery of Art de Washington (2012), es la refutación de que la obra del artista pierde fuerza en sus años tardíos, defiende Teresa Montaner, conservadora de la Fundació Joan Miró. Los cinco trípticos a gran escala que, por primera vez, reúne la Tate, le dan la razón. En ellos está el Miró político, el expresionista abstracto y el maestro de la pirotecnia colorista, artífice de eufóricas explosiones de pintura.
Babelia
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