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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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¿Hubo jazz en la Guerra Civil?

Seguramente, ya conocen las novelas de espionaje del neoyorquino Alan Furst. Este verano se tradujo la primera de la serie, Soldados de la noche, que deja mal cuerpo entre los lectores españoles por sus enormes patinazos históricos. Una parte transcurre durante los primeros meses de nuestra Guerra Civil y Furst parece creer que Burgos se mantuvo leal a la República o que el POUM era anarquista.

Furst destaca un detalle de la vida cotidiana en el Madrid sitiado que también chirría. Aparentemente, se emitía un programa de jazz hot, dedicado a "los bravos luchadores". En el texto original, el locutor usaba un español macarrónico que multiplicaba las dudas. Aparte, presentaba un disco todavía no grabado en 1936 (In a sentimental mood, de Django Reinhardt) o un blues de Bessie Smith, vocalista entonces poco conocida fuera de la minoría afroamericana en Estados Unidos.

Al desembarcar en España, el 'hot' fue considerado símbolo de modernidad

Improbable, pienso. Realmente ¿sonaba jazz en aquella España doliente? La búsqueda me lleva hasta el número 14-15 de Etno-folk, una "revista de etnomusicología". Allí aparece un trabajo titulado Ni rojo ni blanco: el mito de la Guerra Civil española en la historiografía sobre el jazz. Su autor, Iván Iglesias, no responde exactamente a mi duda; prefiere arremeter contra las crónicas del jazz en España, que establecen un paréntesis en el periodo de 1936-1939, al asumir que esa música era tan detestada por franquistas como por comunistas.

Iglesias recalca que el jazz destapó pasiones que no se correspondían a los alineamientos políticos. Intuye que Ortega y Gasset deploraba las músicas populares, mientras que un provocador como Gómez de la Serna celebraba el jazzbandismo: "Un último consejo para las madres lactantes: no acostéis a los niños sin que hayan oído una pieza de jazz, pues ellos, como todo hombre nuevo, deben acostarse con esa última impresión cotidiana. Añadiré que si podéis le deis ese alimento, no en el chocolate condensado del gramófono, opiáceo y retestinado, sino en la fuente directa del cabaret".

También eran simpatizantes Dalí, Buñuel, Lorca, Alberti, Sender y otras luminarias del momento, aunque no tuviera demasiada presencia en sus obras. Por el contrario, un modernista como Adolfo Salazar echaba pestes de las jazz-bands: "La sangre sajona, cruzada de piel roja, de comanche o del negro de las plantaciones, tenía que producir cosas muy raras, estrambóticas o endiabladas".

Llama la atención la defensa de César M. Arconada, luego destacado miembro del PCE. Cuando le discutían que el jazz fuera considerado una expresión artística, respondía que efectivamente no era arte sino "urbanismo", es decir, una manifestación del dinamismo urbano.

Desde su desembarco en España, allá por 1919, el hot fue considerado símbolo de modernidad cosmopolita: su impacto inicial se limitó a las élites, especialmente barcelonesas. Iván Iglesias no detecta mucho jazz en la radio española de los años treinta. Puntualiza, no obstante, que la guerra provocó un boom del entretenimiento y que posiblemente se tocó, se escuchó, se bailó jazz en ambos bandos. Cierto que su definición de jazz rechaza cualquier filtro de "autenticidad", lo que vacía el debate: en aquellos tiempos, casi cualquier ritmo nuevo se etiquetaba como jazz. No parece que, en el fragor de la batalla, se plantearan debates ideológicos sobre la conveniencia de permitir o prohibir una música de negros estadounidenses.

Ocurrió lo mismo durante la II Guerra Mundial. El III Reich sí vetó el jazz, pero los soldados lo reclamaban y sonó en sus emisoras, preferentemente tocado por músicos arios o de los países ocupados. Aunque cueste aceptar esas famosas anécdotas sobre aviadores de la Luftwaffe que, volando hacia el Reino Unido, sintonizaban la BBC para enterarse de lo nuevo de Duke o Satchmo.

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