Relatos adhesivos
La tormenta era fuerte y no había modo de encontrar taxi y acabé compartiendo uno con un desconocido -un joven con aire de poeta- al que dejé en un bar y luego continué camino. Durante el trayecto no paró de hablar. Sin haberse ni tan siquiera presentado, empezó diciéndome que en el mundo todo iba muy mal y que iría aún mucho peor en las siguientes semanas, meses y años. Todo fatal, apostilló. Y después no paró de pedirme opiniones. Qué pensaba sobre esto, sobre aquello, sobre la reciente reconstrucción del big bang original en Ginebra, sobre el retraso cultural español, sobre el movimiento aftergoogle, sobre la infinita estirpe de los necios y finalmente qué pensaba sobre un libro brillante y divertido que acaba de editarse, Elogio del pesimismo. Frenó unos segundos la intensidad de sus preguntas, pero sólo para poder regresar con más fuerza y decirme que el arte tenía algo que ver con lograr la quietud en medio del caos.
Y el tono empleado por el taxista comenzó a sonar semejante al de Rulfo, tocado por su encanto
-La quietud intrínseca a la plegaria y también al ojo de la tormenta -concluyó rotundo.
Y luego se quedó completamente callado. Fue un momento poético casi digno de aplauso porque consiguió que me concentrara y pensara en el ojo mismo de aquella tempestad que asolaba Barcelona. Pero también es cierto que sólo conocí la verdadera quietud cuando por fin él se bajó del taxi.
Había ya recuperado la calma cuando el taxista me dijo de repente: "Ese joven hablaba muy bien, ¿se ha fijado? Pero que muy bien. Y sabía preguntar". Me pareció una escena ya vivida, pero no sabía dónde ni cuándo. "A mí también me gusta preguntar", dijo el taxista. Y quiso saber si no pensaba que raramente tratamos con personas razonables y no sé cuantas otras cosas más quiso saber y se fue haciendo palpable que se le había adherido el tono del desconocido.
Está naciendo un sentido, pensé, y quién sabe, tal vez el primer sentido también surgió así: alguien, en la noche de los tiempos, se contagió del tono narrativo de otra persona y en medio del caos nació un sentido, tal como lo he visto hoy nacer también aquí en este taxi... No mucho después, me acordé de por qué aquella escena de contagio me había parecido ya vivida anteriormente. Un día de hacía ya años, Monterroso había contado en Barcelona a los amigos un viaje de noche en taxi con Juan Rulfo por México D.F. Como se sabe, en esa ciudad el más corto trayecto puede durar más de una hora, y ese día, acompañando a Rulfo a su casa, el viaje para Monterroso se fue haciendo interminable mientras su amigo, tocado por las tequilas, trataba de contarle cómo era la novela en la que trabajaba y con la que rompería su silencio de tantos años después de Pedro Páramo. A medida que la contaba, la novela se iba volviendo cada vez más y más extraña y caótica. Tras hora y media de viaje y de novela enredada, Monterroso dejó finalmente en su casa a Rulfo. Bajó del coche y lo acompañó hasta la puerta y se despidió y, al volver al taxi, creyó que iba a quedarse tranquilo por un rato.
"Ese hombre contaba muchas historias...", oyó con cierta alarma que le decía el taxista. Y el tono empleado por éste comenzó a sonar semejante al de Rulfo, como si se le hubiera contagiado la cantinela del caos y hubiera quedado tocado por el encanto de un relato adhesivo. "Yo también tengo una vida muy triste para contar, señor..." A lo largo de la hora que aún duraría el trayecto y que les llevó a cruzar la ciudad entera, aquel conductor fue castigando a Monterroso con su tragedia personal de alma perdida. "Una vida seca y muy desconsolada, señor..." Una vida surgida del caos mismo y de la que fue naciendo un tono y un sentido. Contada en uno de los muchos taxis en los que cada día se reconstruye la escena del big bang original.
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