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Columna
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Deportistas en Salou

Francesc Valls

La ministra de Defensa lamentaba el pasado jueves en el diario Sur que la Infantería de Marina no haya tenido suficiente número de voluntarios para acompañar con su banda de tambores y cornetas a la Congregación de Mena. Se han roto 250 años de tradición malagueña y la ministra hacía votos para que tal situación no se repita. Ahora las Fuerzas Armadas son multiconfesionales y profesionales. Pero algunos han decidido que las cosas deberían ser exactamente igual que cuando la consagración de la sagrada forma se hacía bajo los compases del himno nacional. Es paradójico que el pragmatismo con el que se defiende lo establecido sirva para tejer un discurso que esconde la realidad.

Esa es una de las especialidades de este país. Esta semana, la crisis ha vuelto a desenterrar cual zombies a los turistas que buscan sexo y alcohol, lo que se ha puesto especialmente de relieve con la llegada, el pasado lunes, de 5.000 ciudadanos británicos a Salou (otra remesa igual de numerosa se espera para la próxima semana). El programa no deja pistas al azar: se trata de actividades básicamente "deportivas". Debe tener como meta la consecución de una cogorza monumental, aderezada con elementos paradeportivos: persecuciones de vigilantes y encuentros sexuales presuntamente espontáneos en un ascensor. El Ayuntamiento de la localidad ha rechazado comparar el Saloufest con el turismo de borrachera. Un portavoz municipal se esforzaba en afirmar que se trata de un ocio centrado en lo deportivo, "compatible con la alegría de los jóvenes en sus salidas nocturnas". Un diagnóstico compartido por la Diputación de Tarragona. Vamos, que se trata de un asunto de franca camaradería juvenil, con música y alegría.

Hoteleros y autoridades han trenzado un discurso para vestir de hecho deportivo lo que no pasa de olimpiada de la cogorza
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Hasta ahora casi todas las voces que se han alzado en las comarcas de Tarragona han sido de comprensión para con ese turismo. Los empresarios hoteleros, que ven los dientes de la crisis, incluso han trenzado elementos discursivos para recubrir como evento deportivo lo que no pasa de ser una olimpiada de la cogorza. Cataluña está intentando desde hace años impulsar un turismo de calidad, pero cuando las cifras flaquean, no sólo nadie se atreve a hablar de aplicar el numerus clausus para el tropel de distinguidos visitantes universitarios, sino que se franquean las puertas al visitante más o menos indeseable.

Nos quejamos por la presencia de inmigrantes, pero somos tan comprensivos que nadie protesta cuando los Mossos d'Esquadra o la sanidad pública han de estar atentos y vigilantes para velar por los desmanes de los súbditos británicos. Afortunadamente, buena parte del tratamiento médico posetílico lo pagan ellos, pues el Instituto Catalán de la Salud factura -y se supone que cobra- los cuidados a los portadores de la cogorza, pero la tarea extra de vigilancia policial, que no es poca, corre a cargo del contribuyente. En el turismo parece que nos hemos resignado a que nuestras ciudades no queden como Hadleyville después del duelo del sheriff Kane contra la banda de Miller en Solo ante el peligro.

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Algunas comunidades, como las Islas Baleares, intentaron introducir una ecotasa. Poca broma, un euro acabó hundiendo a un Gobierno, por una cuestión de "principios" y por la presión del PP y los empresarios hoteleros, empecinados en que el libre mercado no perdiera la batalla ante la voracidad fiscal del Estado. Los británicos dejarán en sus correrías por Salou una caja de cinco millones de euros, aseguran los empresarios turísticos. No hay constancia de que hayan cometido delitos ni violaciones (hay una denuncia de abusos algo imprecisa), algo de lo que se sentirían orgullosos los ironsides de Cromwell. Pero sí que, con sus escaramuzas, los jóvenes deportistas han logrado poner en fuga a vecinos y visitantes, como si de realistas de lord Goring se tratase (perdón a puritanos y católicos por utilizarlos a la ligera).

La riqueza es un bien preciado en periodo de crisis, pero no podemos vivir el perpetuo retorno al mito de Sísifo, atrayendo a nuestras playas a plusmarquistas de alta graduación. Hay que atreverse en el sentido tímido del progreso a poner una tasa, por modesta que sea. Si no actúa como nota de corte, al menos permitirá pagar parte de los servicios comunes de los que se beneficia el turismo.

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