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PALOS DE CIEGO

Una cuestión de honor

1 Hace unos meses escribía Edward Helmore en The Guardian: "Los norteamericanos pueden estar divididos en muchos asuntos, pero parecen estar de acuerdo en una cosa: en no comprar entradas para ninguna película que verse sobre la guerra". La guerra es la guerra de Irak; a diferencia de lo que ocurrió con la del Vietnam, que tardó casi una década en ser fijada para siempre por el cine, la guerra de Irak se ha convertido ya poco menos que en un subgénero cinematográfico. El cine no tiene más obligación que ser fiel a sí mismo, pero a algunos cineastas norteamericanos hay que reconocerles por lo menos su coraje, que no se arredra ante un asunto que está desangrando al país. Por lo demás, se dice que si los norteamericanos no van a ver películas sobre la guerra de Irak es porque ésta aún no ha dado Apocalypse now o El cazador; no digo que no sea cierto, pero sí que El valle de Elah, de Paul Haggis, es una película sobresaliente. Me parece natural, sin embargo, que los norteamericanos no hayan querido verla: a nadie le gusta contemplar a toda pantalla el espanto que ha creado, su propia vergüenza. Desde Maquiavelo sabemos que la mentira es consustancial a la política, y Max Weber observó que quien se mete en política -quien accede a usar como medios el poder y la violencia- sella un pacto con el diablo, "de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente ocurre lo contrario"; desde Aristóteles sabemos que el arte, a menos que acepte ser infiel a sí mismo, es consustancial con la verdad, y por eso es incompatible con la política: el arte muestra el mal con el que quiere producirse el bien, y que ese mal es irredimible, y que todo hipotético bien procedente de ese mal está contaminado de maldad. Eso es exactamente lo que cuenta El valle de Elah sin apenas usar una imagen de guerra, sino sólo a través de la mirada rocosa y desoladora de Tommy Lee Jones, un padre que indaga la muerte de su hijo y no encuentra más que el espanto y la abyección incalculables de una guerra que convierte a buenos muchachos en asesinos feroces. ¿Qué bien puede nacer de este mal?, pregunta sin palabras la mirada de Tommy Lee Jones. ¿Qué responsabilidad tengo yo en esta infamia? ¿Cómo sobrevivir a este deshonor?

"¿Quién ha admitido que sus errores de ayer también son responsables de la infamia de hoy?"

2 También el cine español puede ser valiente. Cuando escribo estas líneas no se ha estrenado Todos estamos invitados, la película de Manuel Gutiérrez Aragón sobre el miedo a ETA en el País Vasco; a propósito de ella comenta Gutiérrez Aragón: "¿Se acuerda usted de cuando nosotros, en el franquismo, llamábamos a los chicos de ETA valerosos luchadores por la libertad de Euskadi?". Yo de eso, la verdad, casi no me acuerdo, pero me acuerdo de cosas mucho peores: me acuerdo de que, durante la democracia, de forma más o menos explícita, "nosotros" -es decir, la izquierda- seguíamos avalando a ETA. Que yo recuerde, las únicas peleas serias que he tenido con mi padre fueron por ETA: mi padre, que era suarista, decía simplemente que no se podía matar a nadie; yo, que tenía 15 o 16 años, decía que la culpa era de Suárez, que impedía la libertad de Euskadi y no sé cuántas cosas más. De acuerdo: con 15 o 16 años sólo se puede ser un descerebrado; pero no era la excepción: era la norma. El 28 de junio de 1978, durante una manifestación en Madrid tras el asesinato de José María Portell, Miguel Ángel Aguilar propuso sustituir los abstractos lemas en favor de la democracia por un lema concreto contra ETA; fue unánimemente abucheado. Muchos de los actuales perseguidos por ETA justificaban entonces a ETA, escribían en publicaciones próximas a ETA, consideraban a Herri Batasuna una gran esperanza democrática, convencidos de que de ese mal surgiría un bien. ¿Quién ha reconocido que lo hizo? ¿Quién de todos ellos ha pedido disculpas? ¿Quién ha admitido que sus errores de ayer también son responsables de la infamia de hoy? ¿Cómo hemos podido sobrevivir a ese deshonor con la conciencia tan limpia?

3 La palabra deshonor es una palabra en desuso, pero el protagonista de Diario de un mal año, la última novela de J. M. Coetzee, es un viejo escritor izquierdista abrumado por el deshonor de vivir una realidad ignominiosa, de la que se siente responsable; para él, la pregunta esencial que se hace cualquier ciudadano norteamericano ante una administración que, como la que ha creado Guantánamo y organizado la guerra de Irak, "si bien es legal en el sentido de haber sido legalmente elegida, es ilegal o antilegal en el sentido de operar fuera de los límites de la ley", es la siguiente: "¿Cómo salvo mi honor?". El protagonista de Coetzee no tiene una respuesta a esta pregunta; tampoco el protagonista de El valle de Elah; o, mejor dicho: ninguno de los dos tiene una respuesta que no sea la pura resistencia a la mentira, a la admisión de que algún bien puede nacer del mal. En cuanto a nosotros, no sé si hemos reunido el coraje suficiente para formularnos siquiera la pregunta, porque para hacerlo todavía tenemos que contemplar a toda pantalla el espanto y la abyección que hemos creado, nuestra propia vergüenza. Será un espectáculo desagradable, pero quizá no inútil: quién sabe si la respuesta está contenida en la propia pregunta.

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