Yo fui un niño soldado
Si eres testigo de un asesinato una vez, sientes miedo, se te revuelve el estómago, vomitas, lloras. Cuando el crimen se convierte en parte de tu vida diaria, te insensibilizas. Y si además te drogas, se te apagan las emociones". Ishmael Beah sustituyó el verbo jugar por el verbo matar con apenas 12 años. El ejército de Sierra Leona le obligó a enterrar su niñez y a empuñar un fusil durante tres años en los que cometió crímenes cuya sombra sigue oscureciendo cada noche sus sueños una década después.
"Les disparé a los pies y vi cómo sufrían todo un día hasta que les rematé con un tiro en la cabeza para que dejaran de gritar"
"Ser un soldado no es difícil: o te acostumbras o te matan. Lo más duro es volver a ser tú mismo después de hacer lo que has hecho"
Pero Ishmael Beah ya no es ese niño de ojos enrojecidos por el odio, la cocaína y la pólvora. En su mirada franca y alegre no hay rastro aparente de su estremecedor pasado. "Tengo que aprender a vivir con los recuerdos de todo lo que hice. Son parte de mí mismo. Pero por eso quiero transformarlos en algo positivo. He vivido tantas cosas horribles que si me quedara sólo con lo malo, no podría levantarme por las mañanas". Criado en una sociedad donde la tradición oral es el cordón umbilical por el que viajan las experiencias de la comunidad, nunca habría podido narrar sus vivencias como niño soldado de esa manera en una ciudad como Nueva York, adonde se trasladó a vivir en 1998 tras ser adoptado por una estadounidense.
Pero sí pudo escribir un libro, Un largo camino, que ahora llega a las librerías españolas y con el que espera contribuir a que el planeta tome conciencia de lo que significa realmente arrancarles su niñez a los más de 300.000 menores de 18 años que actualmente son obligados a combatir en 40 conflictos a lo largo y ancho del planeta. "El libro nació de la frustración. Cuando empecé a viajar por el mundo contando mi historia había gente que ni siquiera sabía que Sierra Leona era un país. Y cuando llegué a Estados Unidos me di cuenta de que el conflicto nunca aparecía en los telediarios. Y las pocas veces que se hablaba de esa guerra era para hacer hincapié en la violencia y las masacres, sin contexto, como si fuéramos simplemente un montón de colgados. Nunca se hablaba de cómo la guerra afecta a la gente".
"Mi sueño es llegar a trabajar en la Corte Penal Internacional. Quiero contribuir a evitar situaciones como las que yo he vivido. Estoy convencido de que sí es posible prevenirlas, pero tiene que haber voluntad política. La prensa suele hablar de las guerras como si fueran debidas sólo a factores internos, pero hay muchos factores externos. Los países que están interesados en nuestras materias primas también son culpables. No hay leyes internacionales que penalicen la venta de armas, y mientras no se persiga a los países que las venden y se les siente en el banquillo, nada va a cambiar".
Hay capítulos en el libro de Ishmael que incitan a preguntarse si es posible sobreponerse a ciertos hechos. Por ejemplo: "El teniente apuntó a los prisioneros. No estaba seguro de que alguno de aquellos cautivos fuera el que me había disparado, pero en aquellos momentos me servía cualquiera. Estaban todos en fila, eran seis, con las manos atadas. Les disparé a los pies y vi cómo sufrían todo un día hasta que los rematé con un tiro en la cabeza para que dejaran de gritar. Al apuntar a cada uno, los miré y vi cómo sus ojos abandonaban toda esperanza y se calmaban hasta que apretaba el gatillo. Su mirada sombría me irritaba".
Éste es sólo uno de los múltiples crímenes que mancharon la vida y vaciaron el alma de Ishmael a lo largo de tres años. Como todos los niños que acaban empuñando un rifle, nunca quiso ser soldado, y la guerra que asolaba su país era simplemente un rumor lejano hasta que llegó a su pueblo. Antes de que Mogbwemo fuera arrasado por los rebeldes del Frente Unido Revolucionario, su vida consistía en jugar, ir a la escuela y cantar en un grupo de hip-hop. En cuestión de horas, Ishmael perdió a sus padres y hermanos y comenzó una larga huida hacia ninguna parte junto a otros niños huérfanos que acabaría algunos meses más tarde al ser adoptado por el Ejército de Sierra Leona, donde se le puso un arma en la mano a la fuerza y se le entrenó para matar. "En nuestra cultura, ser parte de la comunidad es muy importante, y tener una familia es fundamental. Cuando yo perdí a la mía, el ejército se convirtió en mi nueva familia. El comandante -un tipo violento que leía a Shakespeare- era la figura paterna, y los otros niños soldado, mis hermanos. Nos dieron un rifle y nos enseñaron a luchar. Por eso, cuando Unicef me sacó de allí, me resistí. Se crean relaciones muy fuertes en ese contexto".
La marihuana, la cocaína y el brown brown, una mezcla de cocaína y pólvora, eran el menú diario que sus superiores les proporcionaban a estos pequeños asesinos. "A veces nos sentábamos a ver películas como Rambo y al terminar estábamos listos para salir a matar, y como teníamos las herramientas para hacerlo, lo hacíamos. Pero quizá lo peor del cine bélico sea que transmite la idea de que hay buenos y malos. Y no es cierto. En la guerra, todos los bandos son malos. Cuando matas a alguien, lo que te hace por dentro es tan dañino que nadie está a salvo. Te deshumaniza".
Ishmael sólo pudo entenderlo cuando fue obligado a separarse de su rifle. Durante casi tres años, su arma fue su mejor amigo hasta que un grupo de funcionarios de Unicef le sacó de la guerra y lo trasladó a un centro de rehabilitación en Freetown. Allí conoció a otros jóvenes que habían combatido en el bando contrario. Y tuvo que aprender a superar el odio. "Esa parte es muy dura. Yo era muy violento con todos los que habían luchado con los rebeldes. Pero entendí que la retórica de la guerra era la misma en todos los bandos. A nosotros nos lavaban el cerebro y nos decían que ellos habían matado a nuestras familias, y a ellos les contaban lo mismo. En el proceso de vengarnos unos de otros, todos matábamos gente en una cadena de violencia sin fin. Y despertar y darte cuenta de lo que has hecho es muy duro", recuerda ahora.
Quizá porque lo empezó a contar a los 17 años como vocal de los niños soldado de Sierra Leona ante la ONU, o porque lo vomitó en un libro, o porque el tiempo va curando las heridas, Ishmael es capaz de hablar de su trágico pasado con serenidad. Ya no hay lágrimas, aunque seguramente las hubo, y tampoco los remordimientos entorpecen su discurso, aunque las pesadillas sigan ahí y aún necesite acudir a terapia. "Ser un soldado no es difícil: o te acostumbras o te matan. Lo más duro es conseguir vivir con tus recuerdos y volver a ser tú mismo después de haber hecho las cosas que has hecho. Pero es posible: los programas de rehabilitación funcionan. Si te sacan de la guerra y te colocan en un centro en el que te ayuden a superar el trauma, tienes parte del camino hecho. Pero también es necesario tener una familia fuerte y una escuela. Yo tuve suerte, porque hubo alguien, mi familia adoptiva en Nueva York, que me apoyó. Pero también fue importante regresar a la escuela y descubrir allí que había cosas que me interesaban, como la política".
Poco después de dejar el centro de rehabilitación para trasladarse a vivir con un tío paterno en Freetown, Ishmael fue escogido entre cientos de voluntarios para representar a los niños soldado de Sierra Leona ante la ONU. Allí fue donde conoció a Laura Simms, una de las responsables de los talleres que se organizaron durante la estancia de Ishmael en Nueva York. En 1997, cuando la guerra volvió a amenazarle al llegar a Freetown, huyó de su país y, tras un periplo de casi un año, consiguió trasladarse hasta Nueva York, donde fue adoptado por Simms. "Tuve muchísima suerte", reconoce, y no duda, en parte, en atribuírsela a Dios. "Crecí como musulmán, pero en Sierra Leona hay mucha mezcla y tolerancia religiosa. No sé cuál es mi religión, pero siempre he creído que si estoy vivo es porque Dios quiso que me salvara".
Hoy su vida transcurre en Brooklyn, un barrio neoyorquino del que escuchaba hablar en las primeras canciones de hip-hop que llegaron hasta él. "Mi idea de EE UU estaba basada en las películas y en las canciones. Creía que en las calles sólo había gente que conducía deprisa y disparaba. Nunca me imaginé que Nueva York podría ser una ciudad en la que la gente socializa por la calle".
Si se le pregunta por los placeres que ha descubierto en el mundo occidental, no acierta a contestar. Finalmente se le ocurre una debilidad por su país adoptivo. "La tecnología. Internet es maravilloso, pero lo que siempre me gustó hacer en mi país, bailar y jugar al fútbol, también lo puedo hacer aquí".
La primera vez que aterrizó en la Gran Manzana, camino de la ONU, nadie le dijo que era invierno. Llegó en camiseta y pantalones cortos y en Nueva York nevaba. Ishmael ni siquiera sabía lo que era la nieve. "Mi primer mes en Nueva York fue abrumador. La mitad de las veces no tenía muy claro si lo que estaba viviendo era realidad o ficción". Al regresar a Sierra Leona se pasó muchas noches contándole a su familia sus experiencias neoyorquinas. Hoy, en cambio, Nueva York es la ciudad que ha hecho posible que muchos de sus sueños se cumplan. Pero la nostalgia sigue estando ahí. "Echo de menos la simplicidad de la vida. Me falta la conexión humana. Aquí la gente ni siquiera se preocupa por conocer a sus vecinos. Eso en mi cultura sería imperdonable. Tus vecinos son casi como tu familia. Todos se conocen, todos se respetan".
Pese a las diferencias, se niega a criticar las preocupaciones de los occidentales, que podrían parecer superfluas comparadas con las de gente que carga con un pasado como el suyo. "Si alguien se siente mal y sufre, da igual el por qué. Hay que ayudarle a sentirse mejor, aunque uno piense que su dolor es vacuo. A mí lo único que realmente me resulta extraño es ver tanta infelicidad entre gente que tiene de todo. Yo vengo de un país en el que la gente no tiene de nada y es mucho más feliz que los de aquí".
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