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Columna
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Estrellas estrelladas

Anatxu Zabalbeascoa

La anécdota es famosa. Un Frank Lloyd Wright septuagenario recibió la queja de Mrs. Kaufmann, dueña de la legendaria casa de la cascada: tenía goteras sobre la mesa del comedor. La respuesta del arquitecto fue rotunda: "Mueva la mesa". Después de lograr construir sobre el agua, debió de parecerle una minucia. Esa discrepancia en la magnitud de los problemas arquitectónicos, según el lado desde el que se sufran, ha contribuido a alejar a los arquitectos de la sociedad. En la otra cara de la moneda, los intentos de agrupaciones de vecinos para participar en las decisiones arquitectónicas han derivado, en general, en compromisos que restan carácter a los edificios y sólo suman retrasos. ¿Es imposible poner de acuerdo a ciudadanos y arquitectos? ¿Tan alejadas están sus posiciones? Lejos del resto de las artes, la arquitectura no puede nunca ser perfecta. Ni aun siéndolo. Porque el uso de los edificios, y su relación con el lugar, cambia. Así, resulta paradójico que un arte sólido deba también ser flexible y cambiante. De esa voluntad de adaptación nace, precisamente, una de las tendencias de la arquitectura actual que aúna ligereza y versatilidad a la construcción más monumental. Y que es capaz de transformar una antigua central hidroeléctrica junto al Támesis en el edificio más perfecto de los últimos años: la Tate Modern de los suizos Herzog & De Meuron.

Ni el mejor arquitecto del mundo puede firmar edificios sin problemas. Porque los problemas llegarán. Así, el inmueble más perfecto no es el que carece de dificultades, sino el que admite mejores soluciones. Pero, ¿hasta qué punto se puede cambiar la arquitectura sin que ésta deje de ser? A la crítica a las obras que sacrifican su función en favor de una vocación escultórica cabría oponer la sarta de inconvenientes que envolvió el orden cartesiano de los edificios funcionalistas. La buena arquitectura no promete un funcionamiento perfecto. Lo que sí aseguran los mejores edificios de cualquier tiempo es un futuro: la capacidad para adaptarse al cambio. Piensen en hospitales, estaciones o mataderos convertidos hoy en museos. Ese cambio, tantas veces necesario, puede hoy, cuando el arquitecto está vivo y no es quien lo autoriza, caer en manos de un juzgado.

Eso es lo que ha forzado Calatrava en Bilbao en el primer caso europeo de aplicación de la ley de la propiedad intelectual a una obra de arquitectura. Estamos en terreno pantanoso. Si dicha propiedad se ejerciera sobre una vivienda privada, ¿no iba a poder el dueño ampliarla a su antojo? ¿Con otro arquitecto si lo considerara oportuno? Además, si se protegen los originales, los arquitectos no podrán inspirarse en ellos, como, con frecuencia, les gusta hacerlo. La propiedad intelectual se escurre en según qué manifestación artística. Entre el bien ciudadano y el bien de un artista a los tribunales les quedan pocas opciones.

Hace unos años, la escultura Tilted Arc de Richard Serra, que atravesaba la Federal Plaza de Manhattan, tuvo que levantarse. Una oleada de atracos, la rutina rota de los ciudadanos, obligados a rodear la plaza para atravesarla, y la desalentadora reconversión del arco en un urinario forzaron su retirada. El Ayuntamiento creía tener derecho a recolocarla. Pero Serra obligó a destrozarla alegando que había ideado la escultura sólo para aquella plaza y que el arte no debía ser ni democrático ni complaciente. Hay, por tanto, antecedentes salomónicos. Pero con Salomón todos pierden, aunque no lo pierdan todo. Una cosa es servir a la ciudad y otra quererla como pedestal. Se puede proteger el trabajo propio pero sin dejar de dar un servicio. Podrán no faltarle razones a Calatrava. Pero le ha faltado táctica. Los triunfos arquitectónicos se producen, siempre, al lado de un buen cliente. En contra de la ciudad no se ganan las batallas urbanas.

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