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Reportaje:

Judíos en toda regla

Finales de marzo de 2007. Días antes de la Pascua judía, que conmemora el éxodo del pueblo hebreo desde Egipto, se observan en algunas calles de Mea Sharim, el barrio ultraortodoxo por excelencia de Jerusalén, grandes ollas en las aceras. Los hombres acuden a purificar sus cubiertos, platos y utensilios de cocina. Sus casas no pueden tener ni una migaja de cinco cereales, según prescribe uno de los 613 mandamientos de la Torá, el libro sagrado de los judíos. Los más pudientes disponen de vajillas que utilizan exclusivamente en estas fiestas, y en infinidad de viviendas cuentan con dos fregaderos: uno para lavar platos que hayan contenido carne y otro para aquellos en que se han servido productos lácteos. Nunca deben mezclarse. Incluso después de comer pollo deben transcurrir seis horas para beber leche. No se encuentra pasta, ni pan, ni cerveza en los supermercados de Jerusalén durante la Pascua.

Según las encuestas, los ortodoxos son más felices que los laicos
El día que arranca con una oración de las tres que jalonan la jornada
El 'shabat' impide arrancar el coche y apretar el botón del ascensor

En el barrio de Mea Sharim se regresa al siglo XIX. A minutos a pie del centro comercial de la ciudad se entra de sopetón en un mundo oscurantista, de levitas y sombreros negros, color que rememora la segunda destrucción del templo de Salomón, hace 2.000 años; de mujeres y hombres huidizos que evitan el contacto con los ajenos a sus comunidades; de niños que desde la más tierna infancia lucen tirabuzones y visten como sus padres. Un mundo en el que el apego a tradiciones religiosas milenarias es apabullante; un lugar en el que se recrean las costumbres que los emigrantes comenzaron a traer hace 130 años desde cada rincón de los países bálticos, Centroeuropa (askenazíes) y el mundo árabe (sefardíes o mizrahi). "Por favor, entren en mi tienda con ropas decorosas. Se lo ruego de todo corazón", reza el cartel de un comercio en la planta baja de un edificio desvencijado, sucio, descuidado. El cumplimiento de los 613 preceptos de la Torá rige todo instante de la existencia de decenas de miles de personas en este barrio abigarrado, atestado de yeshivas (las escuelas religiosas a las que dedican su vida miles de jóvenes y hombres), sinagogas y pequeños comercios. Es un laberinto de callejuelas en el que conviven gentes que a su vez forman grupos estancos, según tengan sus orígenes en una ciudad húngara o una polaca. Un espacio para los fundamentalistas judíos que poco a poco se extiende a otras ciudades de Israel.

Las normas dietéticas (kashrut) escritas en el Levítico, uno de los cinco libros de la Torá, son muy rígidas, y no sólo en Pascua. La mayoría de los judíos las cumplen, aunque con intensidad variable. Sólo se puede ingerir pescado que tenga escamas y aletas, y nunca mariscos. Sólo está permitida la carne de animales rumiantes que tengan la pezuña partida. El cerdo es tabú, ya que no es rumiante; también el caballo, por no tener la pezuña quebrada. Hay más requisitos. En el matadero, los animales deben sufrir el menor daño posible y se les debe extraer toda la sangre. Son los rabinos quienes conceden los certificados kosher (término que significa apto o apropiado en hebreo) a los alimentos. Y en esto también hay grados. Los fieles más puristas exigen que quien manipula los animales y alimentos no tenga ningún defecto físico, ni siquiera una cicatriz en uno de sus dedos. Si alguien es bizco queda incapacitado. Algunas navieras y cadenas hoteleras organizan cruceros de lujo en los que siguen a rajatabla todos los preceptos. El judaísmo crea mercados. Incluso hay comida para perros que debe adecuarse a determinados requisitos durante la Pascua.

Sean o no judíos, sean o no creyentes, los israelíes no pueden eludir infinidad de imposiciones derivadas de la religión. En Jerusalén, ciudad de la que huyen a Tel Aviv quienes no están dispuestos a soportar semejantes rigores, el shabat convierte la bulliciosa ciudad en un remanso de paz. Es viernes por la tarde, minutos antes del anochecer, y suena la sirena que anuncia el inicio de la fiesta. Se comienzan a escuchar cánticos religiosos en varios barrios cuyas calles son cortadas al tráfico. Apenas circulan vehículos en la Ciudad Santa, ni hay servicio de autobuses. Una de las prescripciones de la Torá establece que no se puede prender fuego en la jornada de descanso, y encender el motor de un coche supone provocar una chispa. Puede sucederle a cualquier gentil (no judío) que alguien, sin decírselo expresamente, le conduzca a su casa. También sin palabras le introducirá en su vivienda, y le hará saber, sin expresarlo, que necesita que usted apague un interruptor. El religioso nunca lo haría. De ahí que existan dispositivos para automatizar el encendido y apagado de luces, para que las bombillas de las neveras no iluminen en shabat. Y es seguro que se topará con la siguiente estampa: gente que espera en los portales la bajada del ascensor porque no osarán pulsar el botón. El elevador se detiene en cada piso automáticamente.

El rabino Ben Zion Schvarcz, de 36 años, es miembro de la secta Lubavitch, un grupo muy activo. "Donde haya Coca- Cola habrá uno de nosotros", comenta. Son simpáticos con los extranjeros. Son de los pocos judíos que hacen proselitismo. Sonríen. Y se afanan por enseñar y explicar el porqué de cada rito. Para ellos, el Mesías ya llegó. "El rabino Lubavitch es el Mesías. Él dijo que la nuestra era la generación de la redención. Murió hace 13 años, pero para nosotros está vivo", apunta el rabino. "Escriba que el Mesías está aquí, eso ayudará a que los judíos vengan a Israel", añade uno de sus acólitos. Va a concluir el shabat en la sinagoga-yeshiva de Ramat Aviv, un moderno barrio de Tel Aviv, y la pasión se desata. Bailes y saltos acompañados de cantos sin letra. "Las canciones más profundas no tienen letra. La canción es la pluma del alma", dice el rabino. Con la Torá en la mano, los fieles mueven el tronco de atrás adelante en señal de devoción. Sobre una mesa, uno de los seguidores de Lubavitch duerme tumbado en una mesa. "Ha bebido más de la cuenta", comenta otro. Observan un vídeo de su maestro, que predicó toda su vida en Brooklyn (Nueva York), y varios parten con botellas de vino hacia sus casas.

Ben Zion nos lleva a la suya. Moderna, pero austera. Su hija Deborah, de tres años, rechaza tomar el ascensor. "No es consciente de que el shabat ha terminado hasta que no ve la habdala", dice su padre sobre el rito que pone punto final a la festividad semanal. Se enciende una vela especial. "El aroma ayuda a superar el pesar por el final del shabat", subraya el líder religioso. Llena un copa de vino, y Hani, su esposa; Deborah; Menahem, su hijo de ocho años, y Haia, su primogénita, de 11, se reúnen a su alrededor. Ben Zion entona una última oración. Bebe el vino y apaga la mecha con el culito de líquido que queda en el vaso. Deborah ya sabe que el shabat ha concluido. Y los niños comienzan a jugar. Menahem estudia en la yeshiva, y "de ciertas materias religiosas sabe más que su padre", tercia su orgullosa madre. El niño monta un rompecabezas en el que se intuyen figuras de rabinos. "Tenemos ordenador, pero los pequeños ven películas de temática religiosa y leen novelas escritas por rabinos", sentencia el padre. Haia estudia matemáticas e inglés en su colegio; Menahem, sólo las Escrituras.

El patrón se repite en este universo rigorista. El día arranca con una oración de las tres que jalonan la jornada. Hombres y mujeres acuden al mercado de Mahane Yehuda de Jerusalén. Avraham Zvi Shav-Arets, de origen francés, es un experto en explicar las características de los innumerables grupos de judíos. En el mercado todo es kosher. "Cada puesto está supervisado por un rabino de su comunidad y cada persona sabe dónde comprar", señala Avraham. En Mea Sharim escasean los turistas. A veces no son bien recibidos, y lo seguro es que les lanzarán miradas de extrañeza, como si se preguntaran: ¿qué hace éste aquí? Hay calles en las que vistosos carteles desaconsejan la entrada del foráneo. Adentrándose en este barrio, Avraham explica prolijamente detalles de este reducto que rechaza superar el pasado, en el que la homosexualidad es un pecado más; en el que muchos hablan yídish, el judeo-alemán empleado antaño en Centroeuropa. "Los ultraortodoxos [o haredim] se dividen básicamente en hasídicos, que proceden de decenas de ciudades y pueblos centroeuropeos; lituanos, y mizrahi o sefardíes. Son muy conservadores. Sólo leen periódicos escritos por ellos mismos, y muchos ni siquiera leen ninguno, ni tienen radio, ni televisión". Es frecuente ver a hombres ante carteles pegados a las paredes que cuentan noticias que aluden a sus deberes religiosos o a decisiones del Gobierno que afectan a su estilo de vida. "Los hasídicos visten de manera tradicional. Suelen afeitarse la cabeza, y llevan largos tirabuzones, levita larga y barbas pobladas. Los lituanos visten trajes de chaqueta negros y sombrero, y suelen colocar sus cortos tirabuzones detrás de las orejas. Por su indumentaria, a veces es difícil distinguir a éstos de los sefardíes", explica Avraham. Los entendidos pueden descifrar por los ropajes orígenes y rangos sociales. "El kaftán es la bata que portan los hasídicos. Si es brillante, estamos ante un rabino; si tienen el cuello redondeado significa que son miembros de una familia que vive en Jerusalén desde hace generaciones. En días festivos utilizan el kaftán dorado y calcetines blancos; en días laborables, la bata es gris y los calcetines negros".

Todo tiene su significado. Y todo se discute hasta límites insospechados. Regina emigró desde Chile en los años setenta y trabaja en un asilo de Bnei Brak, suburbio ultraortodoxo cercano a Tel Aviv. "Las mujeres", recuerda, "sólo pueden enseñar el cabello a sus maridos, y los rabinos debatieron concienzudamente sobre el uso de pelucas de pelo natural, que pueden costar hasta 1.200 euros. Finalmente anunciaron que era mejor comprar las sintéticas. Entonces, hace año y medio, hubo una quema de pelucas naturales. El objetivo era que las familias pobres, muchas con hasta 10 hijos, no desvíen el dinero".

Decenas de 'yeshivas' se levantan en Mea Sharim. Las hay para solteros, que comienzan a estudiar las Escrituras a los 13 años, y para casados. La yeshiva Hebrón es de las más antiguas de Jerusalén. Está terminantemente prohibido entrar con un teléfono móvil encendido. Los hay, como los hasídicos de Gur (Polonia), que no lo pueden emplear nunca. En su interior, decenas de chavales discuten sobre cualquiera de los pasajes de la Torá. El debate es la base del estudio, y el ruido, como siempre, es notorio. Cinco minutos después de observar a los aplicados jóvenes se emplaza al intruso a no seguir perturbando. No son de su agrado los extranjeros. Su cerrazón llega al extremo de que resulta increíble que un hasídico se case con un judío lituano.

El estudio abre el círculo y el matrimonio lo cierra. Rachel Wahnon es la hija de Salomón. Tiene 19 años y se casó el 11 de marzo. Salomón, oriundo de Melilla, se quedó a vivir en Jerusalén hace décadas. Es rabino y se muestra exultante por el casamiento de su hija. Tener hijos es un deber sionista y religioso. Con los ultraortodoxos está garantizada la continuidad del judaísmo. Abundan las mujeres con cara de niña que llevan de la mano y en carritos a cinco pequeños con diferencias de sólo un año en sus edades. En la boda de Rachel, la algarabía es constante. Es el israelí un pueblo ruidoso, mucho más en los festejos. Desde el principio, varones y féminas se separan. Mientras la novia reza durante una hora sentada en una silla, los hombres charlan a sus espaldas y empiezan a orar balanceando el cuerpo. Llega el momento culminante. Aparece el novio, que, según otro precepto, no ha visto a Rachel en la semana anterior a la boda. Le cubre la cara con el velo. Los padres de ambos llevan al novio al altar con los rollos de la Torá por delante; las madres acompañan a la novia. En la sala contigua, bajo una carpa blanca, contraen matrimonio. El rito se dirige con micrófono, porque la gente sigue hablando, siempre en voz alta. Cómo no: las mujeres, a un lado; los hombres, en el opuesto. Se leen los contratos matrimoniales; siete hombres recitan sus bendiciones, y el novio rompe un vaso ?"un símbolo de la destrucción del templo de Salomón y de que la alegría nunca puede ser completa", comenta una asistente?. La ceremonia ha concluido, y los presentes se arrancan en aplausos y cantan. Luego, en el comedor, otro biombo segrega los sexos. Y tras zampar, a bailar. Los chicos jóvenes brincan sin descanso y, por supuesto, sin ver a las chicas, que hacen lo propio detrás de una mampara. A estas alturas de la primavera es muy probable que Rachel ya esté embarazada.

Otro mundo. En Ofra, en Shilo, en Eli, asentamientos de colonos en la Cisjordania ocupada, las casas unifamiliares son modernas y limpias, y el aire es puro. No se ve una levita ni un sombrero negro, sí kipás sobre las coronillas de los hombres y pañuelos que cubren las cabezas de las mujeres. Aunque Rachel Avital, residente de Ofra, no lo lleva. Se atienen estrictamente al shabat y a la comida kosher, pero un abismo les separa de los haredim. "Los ultraortodoxos tienen miedo. Para ellos es fundamental no cambiar ninguna de sus costumbres. Creen que si se abren al mundo perderán su estilo de vida", afirma Rachel, casada, con cuatro hijas religiosas y un hijo que no practica. A Rachel le indignan los privilegios de los ultraortodoxos, que gozan de enormes subvenciones para financiar las escuelas religiosas o las piletas para sus baños rituales, además de estar exentos del servicio militar. "No puedo aceptar que muchos no trabajen. Al final acabarán haciéndolo e ingresarán en el ejército. La situación actual es una reacción al Holocausto. Durante el genocidio mataron a tantos rabinos que enseñaban las Escrituras que creen que es imprescindible reemplazarlos. Por eso se dedican sólo a estudiar", subraya. Sobre todo ellos, porque las mujeres sí suelen buscar empleo, aunque sea poco remunerado debido a los obsoletos programas de estudios vigentes para sus comunidades. La pobreza impera en Bnei Brak y Mea Sharim, aunque, como canta un anciano que camina junto a su esposa: "No tengo zapatos, no tengo calcetines, pero soy feliz". Todas las encuestas revelan que los ultraortodoxos se consideran mucho más felices que los laicos.

El shabat es sagrado; pero, una vez que concluye, "el mundo entra en casa, suenan los teléfonos, vemos la televisión, comprobamos nuestro e-mail", comenta Rachel, que ha vivido en varios países antes de recalar en Ofra. A diferencia de Mea Sharim, en el asentamiento cuelgan cintas naranjas por todas partes. Es el símbolo de quienes se opusieron a la evacuación de la franja de Gaza. En cuanto al conflicto con los palestinos, son intransigentes. Batia Siebzehner, doctora en sociología de la Universidad Hebrea, explica que estos colonos "adoptan una filosofía mesiánica, el arraigo a la tierra prometida es su redención; son quienes romperían el shabat para defender el territorio ocupado, a diferencia de los ultraortodoxos, que podrían abandonar las colonias con tal de no quebrar el shabat".

Y es que muchos ultraortodoxos son antisionistas. Consideran que el Estado de Israel sólo debe crearse con la llegada del Mesías. Pero tampoco hacen mucho ruido. La secta Lubavitch, por ejemplo, sabe cómo amoldarse a los tiempos, y en el conflicto territorial con los palestinos se iguala grosso modo a los demás movimientos religiosos. "No somos sionistas en sentido formal, pero una vez creado el Estado estamos a favor porque es un regalo de Dios. No podemos entregar nada de la tierra prometida. Ni siquiera se debe hablar de ello. Hablar de autonomía para Palestina es un peligro para los judíos de todo el mundo", opina Ben Zion.

Es grande la influencia de los sectores religiosos en la política israelí. De hecho, nunca ha existido el matrimonio civil. Sólo los rabinos casan y divorcian. Mientras los laicos tienen dos hijos de promedio, los ultraortodoxos y los colonos procrean seis. Paulatinamente se extienden a otras ciudades: Ashdod, Ashkelon, Arad, Modiin Ilit, Safed? Y la escasa emigración que sigue aterrizando en Israel es en su gran mayoría fervientemente religiosa. Al igual que cuentan con sistemas educativos independientes en los que cada secta decide su currículo, también han organizado sus propios partidos políticos. El que agrupa a los ultraortodoxos sefardíes, Shas, dispone de 12 diputados en el Parlamento; la Unidad por la Torá y el Judaísmo, apoyado por los askenazíes, cuenta con seis, y la coalición Unión Nacional-Partido Nacional Religioso, el movimiento favorito de los colonos, se hizo con nueve en la Kneset elegida en marzo de 2006. Casi una cuarta parte de los 120 escaños está en manos de legisladores que todo lo observan bajo el prisma de los libros sagrados. Lo que no significa que en el derechista Likud, en el gobernante Kadima e incluso en los partidos de izquierda no militen políticos creyentes hasta el tuétano.

Entre los fieles hay sectores reformistas, que aceptan el rabinato de mujeres, ofician matrimonios de homosexuales, conducen coches en shabat o promueven una conversión sencilla al judaísmo. Otro grupo, los conservadores, transigen con el rezo conjunto de ambos sexos en las sinagogas, aunque no que ellas sean rabinas. Pero casi una cuarta parte de los 5,5 millones de judíos que viven en Israel son fanáticos religiosos que tratan de imponer sus hábitos. En los últimos años han florecido las líneas de autobús en las que los hombres van delante y las mujeres detrás. En alguna ciudad hay aceras separadas por sexos. Hay cajeros automáticos para ellos y para ellas. En la mediterránea Ashkelon, una comisaría de policía se dedicará en pleno a los ultraortodoxos. Y por supuesto, en la mayoría de las sinagogas y en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén se reza por separado. Su pujanza y su elevadísimo índice de natalidad tienen indudable influencia en las tácticas comerciales. Hay ofertas especiales de las compañías telefónicas para quienes desconectan el móvil en shabat. Incluso empresas que ofrecen móviles que no pueden recibir ni enviar mensajes. Abandonar este mundo supone una tragedia, porque quienes lo hacen sufren para adaptarse a la vida moderna. "Algunas personas dicen que su hijo ha muerto, cuando simplemente han roto todo contacto con él porque ha abandonado la religión", asegura la doctora Siebzehner.

Yoav Peled, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Tel Aviv, no quita hierro a la influencia de los sectores religiosos. "El 40% de la población es muy religiosa. El riesgo es evidente, pero tampoco es complicado acabar con el enorme poder que atesoran los rabinos. Por ejemplo, son ellos quienes firman los certificados que acreditan que un joven está estudiando en una yeshiva, lo que es suficiente para eximirle del servicio militar. Cuando pierdan esos privilegios, la gente comenzará a abandonar los núcleos religiosos. Lo que ocurre es que el Estado se niega por la coalición entre los religiosos y los fanáticos liberales". El primer ministro, Ehud Olmert, sin ir más lejos, mantiene excelentes relaciones con los ultraortodoxos desde que fuera alcalde de Jerusalén.

"Del Jerusalén divino ya han tenido bastante. Es necesario introducir el Jerusalén terrenal en su mundo" (1949), escribió en su diario Nahum Levin, el funcionario encargado de los colegios en los campos de acogida a los inmigrantes que aterrizaban en Israel, muchos de ellos llegados desde Yemen. Venían con sus arraigadas tradiciones religiosas a cuestas, en tiempos en que se pretendía forjar un Estado guiado por el laicismo y los ideales socialistas. "Todas las concesiones a los sectores religiosos fueron impulsadas por Ben Gurión, fundador del Estado", opina la profesora Siebzehner. "Creía que el país tendría un proceso de secularización. Estaba equivocado".

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