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Reportaje:

11-S en Kabul: ¡Enhorabuena!

Los árabes evacuaron Kabul el mismo día del atentado, pero los seguidores de Bin Laden tardaron días en conocer su magnitud

De pronto irrumpió la hija sudanesa de una vecina. Fue la primera en decírmelo: "Mamá dice que hay que irse ahora", me lanzó. Fui a ver a su madre. Vivíamos en el mismo edificio en el barrio de Koulala Bouchta. La madre me lo confirmó. Había sucedido algo gordo en América y debíamos marcharnos. No recuerdo la hora. En Kabul vivíamos al ritmo de las oraciones. Recuerdo, eso sí, que lo supe entre la del Asr, a primera hora de la tarde, y la del Magreb, más bien a última hora.

No me sorprendió mucho el anuncio de la evacuación. Tres o cuatro días antes ya nos habían dicho a todos los árabes que preparásemos un equipaje ligero. Supusimos que podía estar relacionado con la muerte del comandante Massud [líder de la Alianza del Norte, enfrentada a los talibanes, muerto en un atentado el 9 de septiembre de 2001]. Pero no era ese el motivo.

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Al poco rato llegó a casa Karim, mi marido. Mis hijos ya habían vuelto del colegio. Nos contó a todos que en EE UU había pasado algo increíble, pero tampoco lo sabía con precisión. En Afganistán no había televisión. Sólo algunos responsables tenían permiso para utilizar parabólicas y estar así informados de la actualidad.

Los árabes deben evacuar la ciudad enseguida, recalcó Karim. Temíamos represalias. Recordábamos los bombardeos que ordenó Bill Clinton sobre Sudán y Afganistán después de los atentados contra las embajadas de EE UU en Nairobi y Dar Es Salam. Aquella misma noche del 11 de septiembre el aeropuerto de Kabul ya fue atacado por la Alianza del Norte. Preparé unas bolsas de viaje con pocas pertenencias. Estaba convencida de que, en cuanto pasase la tormenta, volveríamos Kabul.

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Ya de noche, un autobús nos vino a buscar a casa. Fuimos de los primeros en subir. Los hombres también viajaban a bordo. Recorrimos otros barrios para recoger a otras familias. Nos cruzamos con otros vehículos que transportaban a otros hermanos. Mabruk [enhorabuena] se decían los hombres al tiempo que se abrazaban, aunque tampoco sabían muy bien qué había ocurrido. El ambiente que respirábamos era una mezcla de alegría, por lo que intuíamos que había podido pasar, y de aprehensión por nuestro porvenir.

En calles y carreteras los talibanes habían erigido controles. Nos paraban. Los hermanos que hablaban pastún les explicaban que a bordo había mujeres y niños. Entonces renunciaban a registrar el vehículo y los equipajes. Despejaban el camino. A bordo del autobús algunos intentaban captar emisoras de radio en onda corta. La emisión en árabe de La Voz de América era aquel día la que mejor se oía, pero no nos fiábamos.

No circulamos durante mucho tiempo. Al cabo de un rato llegamos a Loguer, un antiguo cuartel soviético a unos 40 kilómetros de la capital. Aquel sí era el Afganistán ascético que me había imaginado antes de conocer Kabul. El edificio estaba casi en ruinas, carecía de electricidad y de agua corriente -solo disponía de una cisterna-, de baños e incluso de cristales en las ventanas. Supe que las íbamos a pasar moradas.

Nos dieron para dormir cojines y mantas y nos proporcionaron también comida rica y abundante. Después, poco a poco, hicimos algunos arreglos para mejorar nuestra existencia. Los hombres cavaron, por ejemplo, una zanja sobre la que colocaron unas tablas de madera sujetadas por los casquillos oxidados de obuses soviéticos. Era nuestro inodoro. Delante pusieron una cortina para preservar la intimidad del que lo utilizaba.

Las mujeres fuimos colocadas con los niños más pequeños en un ala del edificio y los hombres en otra. Ambas estaban separadas por sábanas colgadas. Durante los 10 días que pasamos allí no vimos a nuestros maridos. Mis hijos, Ilyas y Adam, tenían suficiente discernimiento como para estar con su padre. Si hubiesen sido más chicos se habrían quedado conmigo. Cuando Karim, mi marido, quería hablar conmigo, el más pequeño de mis hijos, Adam, se acercaba a la sábana que servía como cortina. Me llamaba Oum Dachada, el nombre de una de las esposas del profeta que yo utilizaba entonces como apodo. Al oír mi alias me aproximaba a la sábana. Ésta me separaba de Karim, con el que conversaba sin verle.

Las mujeres nos repartimos las tareas. Unas cocinaban, otras lavaban, otras se ocupaban de los niños. Éstos eran felices. Disponían de un gran espacio para correr además de juguetes un poco especiales como cascos, cartucheras, etcétera, abandonados allí por el Ejército soviético. El espacio era amplio, pero no había que franquear ciertos límites porque más allá había minas. Recuerdo que un día lavé uno de mis chadores y lo colgué. El viento lo hizo caer e Ilyas se fue a recogerlo. Un hombre empezó a gritarle que no avanzara. Estaba a punto de entrar en un campo de minas. Al final tuvo que descolgarse desde un muro, pero sin llegar a tocar el suelo, y así atrapó la prenda. Durante nuestra estancia sí se produjo una explosión, que nos asustó, pero no fue la de una mina. Fue una olla exprés que estalló sin herir a nadie.

El momento supremo de nuestra estancia tuvo lugar dos días después de instalarnos en el cuartel. Vinieron entonces unos hermanos que nos pusieron un vídeo, que hicieron funcionar gracias a la batería de un coche. Primero lo vieron los hombres y después nos llegó el turno a nosotras. Entonces sí supimos con precisión que las Torres Gemelas habían sido derribadas y que el Pentágono estaba seriamente dañado. Parecía una película de ciencia-ficción. No teníamos dudas de que Al Qaeda era la autora. Estábamos a la vez sorprendidas y orgullosas. ¡Habían golpeado el Pentágono, objetivo militar número uno! Nos hacíamos también muchas preguntas. ¿Cómo han podido lograrlo? Queríamos volver a ver el vídeo. Nos lo pusieron hasta tres veces y no lo hicieron una cuarta porque se les acababa la batería.

Mis palabras pueden parecer crueles. Por fin, pensaba en aquel momento, el enemigo experimenta el sufrimiento que tantos musulmanes padecen a través del mundo, empezando por nuestros hermanos los palestinos.

Nuestra alegría ante esas imágenes estuvo algo mitigada por la preocupación por nuestro porvenir. Sabíamos que el Afganistán apacible y cálido en el que habíamos vivido se acababa. Íbamos hacia la guerra. Una mujer iraquí, que padeció los bombardeos norteamericanos sobre Bagdad durante la guerra del Golfo, estaba sobrecogida. Nosotros aún no sabíamos lo que eran los bombardeos. No sabíamos que eran terroríficos.

Fatiha Mejjati muestra en Casablanca las fotos de su hijo Adam vivo y muerto. A su lado, su hijo Ilyas.
Fatiha Mejjati muestra en Casablanca las fotos de su hijo Adam vivo y muerto. A su lado, su hijo Ilyas.I. C.

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