Robinson Crusoe
Nunca se llega a una isla desierta sin también querer dejarla. Desde la tierra firme, soñamos con partir, navegar más allá del horizonte, desembarcar allí donde no hay nadie y donde podremos reconstruir el mundo tal como se nos antoja, rigiendo despótica-mente un pequeño universo. Pero una vez en la isla, una vez rodeado de frío, hambre, miedo, aburrimiento y desolación, lo único que pedimos es que se nos saque de allí. Por eso, cuando le preguntaron a G. K. Chesterton qué libro llevaría a una isla desierta, respondió: "Un manual de construcción de barcos".
Nunca se llega a una isla desierta por primera vez. Aunque pensemos que ninguno antes haya puesto el pie en tal o cual playa, el acto mismo ya existe en los anales de nuestra memoria literaria. El pionero fue Robinson Crusoe, quien pisó la arena para siempre una mañana de octubre de 1659. Desde entonces, esperanzados, no hacemos más que repetir su gesto. Los Robinsones suizos, los repetidos náufragos de la isla de Gilligan, el séquito del Señor de las Moscas, los patéticos concursantes de la televisión-realidad, el entusiasmado Neil Armstrong dando su gigantesco paso sobre esa isla que es la Luna, todos siguen la coreografía inventada por Daniel Defoe para su pobre gentleman británico. Porque Robinson es un gentleman. No habla otra lengua que el inglés (nos cuenta que deja a bordo varios libros pertenecientes al capitán del navío porque están en portugués), no tiene otra religión que la protestante (también deja atrás ciertos libros papistas), cree firmemente que los que no son como él son todos salvajes (caníbales y además, negros) y se adapta sin mayores quejas a la tarea de civilizar el mundo más allá de las fronteras del Imperio (aunque ese mundo se reduzca a una isla rocosa). Todo lo sabe hacer: construir su casa, alzar una empalizada, dibujar mapas del territorio virgen, curtir la piel de cabra y hacerse un traje, plantar trigo, fabricar vasijas de barro, cocinar. ¡Tantas ocupaciones para la mayor gloria de su Majestad Británica y que nadie se entere!
Entonces Defoe introduce a Viernes. Sin Viernes, sin el inculto, primitivo, salvaje Viernes, las hazañas de Robinson serían tristemente secretas, no tendrían público. Sin su sombra (porque al fin y al cabo ¿qué es Viernes sino un Robinson sombrío, rústico, igual de solo y de desdichado?), Robinson se desvanecería, se volvería, como aquel precursor griego que erró de isla en isla durante diez largos años antes de volver a Ítaca, un Nadie. O ni siquiera Nadie, ya que, hasta la aparición de Viernes, Robinson carece de nombre puesto que carece de interlocutor, es decir, de diálogo, es decir, de lengua, es decir, de pensamiento. El cuaderno de notas en el que Robinson apunta sus reflexiones no basta para darle identidad: un escritor necesita de un lector para cobrar vida, ya que, como sabemos, la literatura es un arte binario. Tampoco son suficientes el perro, el gato, la cabra, el loro que sucesivamente aparecen en la vida del náufrago -animales de compañía, cierto, pero no de conversación, sólo de compartido monólogo-. Viernes, en cambio, tiene el don de la palabra y, con más talento que Robinson, quien no hablará nunca la lengua de Viernes, Viernes aprenderá la de Shakespeare para ser instruido por Robinson en la religión cristiana. No sabemos qué maravillosas creencias hubiera podido enseñarle Viernes a Robinson. Lo cierto es que Viernes es necesario para que Robinson exista.
Viernes, por su parte, existe en la imaginación de Robinson desde antes de quitar el puerto de Hull en Inglaterra. Previo al descubrimiento de la huella de Viernes en la arena, el salvaje ya es para Robinson aquel otro cuyo destino, por no ser inglés, no ser cristiano, no ser blanco, es el de servir a quienes sí lo son. Para Viernes, para los descendientes de Viernes, la Declaración de los Derechos del Hombre de algo más de un siglo más tarde, no tendrá peso alguno. La esclavitud será abolida, sí, pero la reemplazarán otros oprobios: dictaduras locales, explotaciones multinacionales, expropiaciones de tierras, genocidios, destrucción de los recursos naturales, hambrunas, éxodos, el exilio de los sin papeles. El destino de Viernes es ser, si no esclavo, entonces algo meramente inferior a Robinson. Su tarea es aprender, servir, atender, trabajar para satisfacer a sus amos, estar agradecido. Quizás para aprender esta lección de injusticia quiso Rousseau que Robinson Crusoe fuese para su Emile el libro de cabecera.
Mi madre solía cantar trozos de zarzuela bajo la ducha. Entre Un mantón de Manila y La chica del dicisiete, recuerdo uno que decía así: "Aquí estar negrito. ¿Qué manda el señor? / Que ser su perrito, su fiel servidor. / Volar si me llama, lo ve su mercé, / templarle la cama, soplarle el café. / Yo ser peluquero, yo darle jabón, / ponerle el puchero, fregar el fogón, / hacerle paella y fruta en sartén, / y de hombre o doncella servirle muy bien".
Babelia
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