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En la retaguardia

La guerra civil inédita Ésta es una selección de imágenes nunca vistas de la guerra española. Una aportación de 'El País Semanal' al finalizar el año del 60º aniversario del inicio de la contienda. Estas 11 fotografías aparecieron en una caja junto a más de 800 negativos. Han tardado en reconstruirse más de una década. Ahora salen a la luz

David Trueba
Un artillero y un grupo de Milicias Vascas Antifascistas, defensores de Madrid, retratados en el barrio de Argüelles (invierno de 1936-1937).
Un artillero y un grupo de Milicias Vascas Antifascistas, defensores de Madrid, retratados en el barrio de Argüelles (invierno de 1936-1937).

La historia es terca. Por más que quieras transformarla, olvidarla, repeinarla, sigue allí. Observándonos desde el pasado. Nos queda su huella, su herida al aire. Es posible que podamos superar algún día una guerra tan cruel como la española. Pero no es fácil. Está en la lucha política de a diario, pero también ejemplifica un enfrentamiento civil, social, económico e ideológico que partió por la mitad un país; en muchas ocasiones, familias. Pero lo que partió, y ahí no caben medias tintas, fue la vida de mucha gente. Es precisamente la vida lo que nos interesa. Lo que tiene el pasado de soplo humano, no de necrofilia ni de ajuste de cuentas. Por eso la justicia sólo puede nacer del conocimiento, de sumar todo lo que sabemos, todo lo que se cuenta, todo lo que se vio y vivió.

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Mitos, martirologios, banderas, símbolos y discursos pierden su fuerza ante la cruda verdad. Los cuerpos de los muertos, los recuerdos familiares, las imágenes de quienes eran niños entonces y vieron desgarrarse sus presuntos paraísos a raíz de un golpe militar y una resistencia inesperada e insospechada. Entre las fotos de la época, con toda seguridad el material más valioso junto a las cartas personales y los expedientes de la represión, uno descubre la guerra. La guerra en todo su esplendor. El bombardeo sobre los civiles, sobre los lugares cotidianos, sobre la calle y el parque, la puerta del teatro, la iglesia. Y la terquedad de la supervivencia, de la rutina diaria; del comer, crecer, amar. Aquello que el maestro Fernán-Gómez describe con la entereza moral que proporciona el recuerdo juvenil en una sola y sugerente frase: las bicicletas son para el verano.

Los ladrones de bicicletas, entonces, robaban a los pobres para dárselo a los ricos. Y el atraso moral y social tras cuarenta años de victoria no podía dejar indiferentes a los que vinieron detrás. Perder la memoria no tiene nada que ver con perder la guerra. Algunos utilizarán las deformaciones del tiempo para vendernos guerrillas cotidianas, pero lo que nos interesa es mirar atrás con los ojos limpios de la lente fotográfica. En estas fotos se percibe la mirada humilde de quien se sabe sólo un testigo anónimo de un momento histórico, un momento para siempre. El Madrid bombardeado, la capital acosada y herida. Las brechas, los socavones, los muros ametrallados, los escombros, el desahucio sobre un paisaje que no nos deja indiferentes porque es el paisaje que conocemos, que pisamos hoy. Aquellas calles son nuestras calles y aquellas casas son nuestras casas. Y muchos de los rostros que apenas entrevemos contienen rasgos de nuestros rostros de hoy. ¿Cómo no va a merecer la pena detenerse y mirar lo que fuimos si hay en ello tanto de lo que somos?

La deuda es con quien se tomó la molestia de dejar constancia. Hacerlo sin firma y posiblemente sin mayor ambición que la del inventario al despertar de una noche de sirenas y bombardeos, paseos y miserias. Recorrer la ciudad en un coche requisado de la brigada móvil de transporte, con un carné de fotógrafo, en busca de lo que queda en pie o de lo que ha sido arrasado, y seguramente hacia el mediodía buscarse el comedor o el taller donde sirvan algo caliente. No es la escalera para hacerse con un nombre famoso ni un sitio en la historia de la literatura. Es la vida cotidiana en las condiciones más extremas, esa a menudo despreciada forma de heroísmo. Porque todas las guerras se parecen, y si no díganme si no ven sombras en estas fotos de hace setenta años de las fotos que nos llegan de lugares de Oriente o Centroeuropa hoy mismo.

Sobre un asunto que levanta ampollas cada vez que aparece, que aún quieren capitalizar los dueños de la razón absoluta frente a la testaruda razón a ráfagas que nos ofrecen los testimonios, sólo queda una actitud posible. Mirar. Querer ver. Cuando hace 15 años cayeron en las manos del fotógrafo José Latova un puñado de carretes sin positivar, pasto de las termitas del olvido, sólo era posible mirar. Rescatar uno a uno los negativos, pasarlos por la escaneadora antes de que se convirtieran en polvo. Y entonces llega el asombro. Junto a amigos historiadores que precisaban datos, nombres propios, fechas, se colocan los ojos de un fotógrafo que busca los mismos lugares donde aquellas fotos fueron tomadas y la sorpresa de que la piel de serpiente de una ciudad cambia mucho más despacio que sus habitantes. Permanecen edificios, esquinas, calles, fachadas. Y el espanto de la guerra sobre ellos ahora ya en forma de esquirla, desconchado o de cicatrices ocultas. Para recordarnos lo que no queremos que vuelva a suceder. Hay que mirar.

Cuando tuve la fortuna de ver una a una las más de 800 fotografías que componen este magullado álbum sentía algo parecido a estar delante de una película emocionante y cercana. La sonrisa forzada, el paisaje roto, la sombra melancólica de la muerte te partían el alma. En algunos casos, una veladura parcial, un desenfoque, la lluvia de raspaduras sobre el material te devolvían al proceso manual de tomar las imágenes convirtiendo el legado en algo profundamente humano. Eso tan complicado que a veces sólo te transmite la humildad del trabajo bien hecho, la más absoluta falta de pretensiones catapultada a la eternidad frente a la grandilocuencia muerta y enterrada.

Aún no sabemos quiénes eran estos dos fotógrafos que trabajaron juntos, a veces con ligeras variaciones en la angulación de sus tomas. Ni quién era su chófer, seguramente adscrito al Ministerio de la Guerra. Los imaginamos compartiendo cigarrillos con cada uno de los trabajadores que se encontraban en la jornada; retratando a algún comisario político; buscando una foto útil, bien compuesta, que cuente casi todo sin decir casi nada. Presos de la edad de madurez del arte fotográfico, influido por el cine soviético y alemán, en busca de un valor de composición absoluto. Saben colocar las figuras y ensalzar el valor del trabajo, el esfuerzo y la organización incluso en las condiciones más deleznables. Quieren transmitir que la vida sigue, que los talleres trabajan, que el tranvía recorre aún la calle, que el escombro del edificio destrozado se amontona en la acera para ser recogido, que los niños juegan sobre la tapia que vio más de un fusilamiento.

Son fotos capaces de convertir a un hombre con un azadón al hombro en un ser heroico, de alcanzar poesía en el señor que repinta su coche, de devolver la grandeza a una imprenta arrasada por las bombas, de herirte con balcones arrancados de cuajo. Son imágenes que recomponen la arquitectura magullada de un tiempo tristísimo donde todos sonreían para la foto, con el cigarrillo entre los dedos o en la comisura. ¿Cómo permanecer ajenos a nosotros mismos?

Trabajan con película cinematográfica; primero, Agfa, y cuando los alemanes zanjan el suministro a la zona republicana se pasan a la Kodak. La recortan para introducirla en su cámara Contax, la competencia a la Leica 1, que tiene un visor de cuatro milímetros de pupila que a un fotógrafo no experto le complicaría mucho el encuadre. Trabajan mayoritariamente con un objetivo de 50 milímetros retráctil que pueden plegar para guardar en el bolsillo de su chaquetón. Sus fotos no llevan firma, no forman parte de un fondo organizado. Y los que las encuentran tanto tiempo después, ya en nuestros días, pelean por saber, porque quieren saber, que un miliciano lee en el periódico la noticia del asesinato de Lorca, o que el edificio del esquinazo que una bomba ha destripado es la Casa de las Flores, o que los bajos del hotel Palace donde se había instalado el hospital de sangre guarda el almacén de repuestos para vehículos, o que la iglesia del Buen Suceso no fue siempre ese aborto futuroide, o que el hotel Savoy era castigado a diario porque hospedaba a los pilotos de aviación. En fin, la guerra.

Mirar estas fotos y no sentir una punzada de dolor es ser incapaz de hacer el ejercicio de viaje en el tiempo que proponen. Nos iría mejor si fuéramos capaces de asomarnos a ese pasado tan poco glorioso con los ojos listos para ver y no tanto para dictar sentencias que aplaudan los fieles. Díganme los que aún escudan tras "es mejor no remover el pasado" su comodidad con las estatuas ecuestres y el santoral oficial, si no merece la pena echar un vistazo a lo cierto, dejarse transportar a los años en que vivir en Madrid era sencillamente sobrevivir. A nosotros nos toca, como tituló Ignacio Martínez de Pisón su estupendo libro, "enterrar a los muertos". Para ello hace falta reconocer los cadáveres; rescatarlos de cunetas, olvidos e injusticias, y tener más ganas de trabajar que de sentar cátedras. Mirar a los ojos del pasado, ese pasado presente en los detalles más frágiles y laterales de estas fotografías, y comprender que, por más que quieras mirar hacia otro lado, el pasado siempre está ahí, es eso, fuimos eso. Qué terca es la historia.

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