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Una tierra, tres mundos

Jerusalén, ciudad santa para judíos, musulmanes y cristianos, y espejo de un lugar donde la historia, casi siempre convulsa, acompaña al visitante. Templos y leyendas en una cita con el origen

Viajar a Israel y a los territorios palestinos es sumergirse en un baño de historia. De la más antigua data. Un torrente de reyes, profetas, emires, sultanes, imperios coloniales, santos, cruzados, militares, guerras, batallas, matanzas, mezquitas, iglesias, sinagogas, tumbas… Abruma, aunque sea lo que buscan quienes visitan estas tierras; la gran mayoría peregrinos, sobre todo mujeres, que desatan su fervor en lugares de culto venerados desde tiempos inmemoriales. Pero es también en Jerusalén, Belén, Galilea, Tiberiades, Hebrón…, donde se puede apreciar sin esfuerzo cómo se escribe hoy el guión de la historia -siempre trágica en Oriente Próximo- del mañana.

El ministro de Turismo israelí, Isaac Herzog, se quedó perplejo cuando escuchó la cifra de visitantes a las islas Baleares. Veinte millones al año, le comentó un concejal de un ayuntamiento balear en una reciente estancia en Israel. Se esfuerzan las autoridades hebreas por vender las playas mediterráneas de Netania o de Eilat, en el mar Rojo, aunque es fácil comprobar que los turistas que eligen estos destinos son nacionales. La gran mayoría de los dos millones de visitantes que en 2005 llegaron a Tel Aviv volaron, sin embargo, en busca de otros atractivos.

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En el corazón de los tres credos monoteístas, la influencia de la religión es inconmensurable. En casi cualquier rincón de la ciudad vieja de Jerusalén tendrá a la vista un templo musulmán, judío o cristiano. En el abigarrado laberinto de callejuelas, los puestos de los típicos falafel o humus marchan mal que bien desde que en 2000 estallara la segunda Intifada. Pero los beneficios de las tiendas de rosarios, tallas religiosas y demás recuerdos sufren de lo lindo. Cuando comenzaban a repuntar las llegadas de foráneos, la guerra de Líbano del verano pasado ha vuelto a pasar factura. Las cifras indican que el turismo ha caído el 92% desde agosto.

Diez veces ha cambiado la religión dominante en Jerusalén en los tres últimos milenios. De ahí que la lucha por cada centímetro de suelo no tenga cuartel entre organismos judíos, cristianos y musulmanes. Frente a la entrada al Santo Sepulcro se observa una escalera apoyada sobre unas ventanas. No se sabe cuántos años lleva ahí. Existen grabados de 1842 que ya la muestran en ese lugar. La escalera se usaba desde la Edad Media para introducir la comida a los frailes, que no podían abandonar el mausoleo. Es intocable. Los cristianos armenios la colocaron para apuntalar su derecho a efectuar unas reparaciones y, de paso, apropiarse de un lateral del templo. Pero años después, el sultán otomano estableció el reparto del espacio entre las diferentes sectas cristianas: greco-ortodoxos, católicos, coptos, siriacos, armenios. No ha variado un ápice. Cualquier cambio, por pequeño que sea, debe ser pactado por los diversos credos cristianos, que se distribuyen minuciosamente las capillas y el tiempo disponibles para el culto. Hubo, y hay, enormes recelos, que alcanzaron incluso a la posesión de las llaves del templo. Un sultán otomano forzó una solución salomónica: decidió entregarlas a dos familias musulmanas. Cada día siguen abriendo una de las puertas del Santo Sepulcro. La segunda está tapiada desde que, en 1187, Saladino rindiera Jerusalén. "Para los cristianos que van a quedar es suficiente", dijo el líder árabe.

La belleza o fealdad de Jerusalén (construida, por imperativo legal, con piedra blanca) y sus monumentos es irrelevante para sus visitantes. Lo trascendental es su simbología, que en tan pocas hectáreas concentra el recuerdo de la historia de las tres religiones. No existe pueblo que tenga una memoria tan enraizada como los judíos. Tal vez por ello el frenesí en la actividad arqueológica a la búsqueda de vestigios que muestren, según sus descubridores, la vida y hazañas de tal o cual rey judío, siempre cerca de la Explanada de las Mezquitas -llamada el Monte del Templo en boca de un judío-. A los pies de las mezquitas de la Cúpula Dorada y de Al Aqsa (tercer lugar sagrado del islam tras La Meca y Medina), el Muro de las Lamentaciones (donde lloran los judíos la destrucción del templo) no deja de ser una pared de la que brotan hierbajos. Pero es el centro del mundo para los judíos. El visitante escuchará que ahí se alzaba el templo de Salomón, e incluso verá detalladas maquetas de un edificio que fue derruido hace miles de años; que la ciudad de David se halla a escasos metros; que Nabuconodosor arrasó el templo; que el romano Tito hizo lo propio en el siglo I; que Cristo expulsó a los mercaderes; que Mahoma voló al cielo desde el Domo de la Roca; que Saladino conquistó la ciudad a los cruzados…

Y también le contarán que a las puertas de Al Aqsa fue asesinado en 1951 el rey Abdalá de Jordania, con Husein como testigo, o que la visita a la explanada de Ariel Sharon desató en 2000 la segunda Intifada. O no. Dependerá del guía -son poquísimos quienes visitan Tierra Santa a su aire- que el turista se lleve una impresión parcial de lo que sucedió siglos atrás y de lo que ocurre cada día. Porque las agencias israelíes se están adueñando de un sector en el que apenas pueden competir los guías palestinos, sean cristianos o musulmanes. Muchos, encerrados en Belén tras el muro de hormigón, han perdido sus empleos. El Gobierno de Israel les impide salir de su ciudad, siempre unida económica y espiritualmente a Jerusalén.

La Ciudad Santa está inundada de lugares de culto cristianos. Casi todos se verán dando una vuelta a las murallas, paseo que servirá, a su vez, para contemplar las puertas de la ciudad. Las más hermosas y bien conservadas: las de Damasco y Jaffa (llamada Bab el Jalil, la puerta de Hebrón, por los palestinos). Y mirando al este desde la puerta de San Esteban o de Los Leones se contemplará el Monte de los Olivos, con la moderna iglesia de Getsemaní a sus pies, donde miles de peregrinos acuden en Jueves Santo a las misas nocturnas que rememoran la pasión de Cristo.

En pocos lugares como en la antigua Palestina se puede sentir con claridad el avance de la historia: cómo se escriben los renglones de los que nacerán nuevas disputas, cómo el urbanismo presta servicio al expolio de tierras, cómo se degrada la triste y deprimida Jerusalén árabe y cómo se construye y expande la alegre y activa Jerusalén judía; hasta qué punto está dividida -social, económica y psicológicamente- una ciudad que los israelíes consideran "capital unida e indivisible" y en la que conviven mundos que se odian -judíos y musulmanes- y otros que parecen anclados en diferentes épocas: judíos laicos y religiosos. Las zonas residenciales modernas son un abismo respecto a Mea Sharim, el barrio ultraortodoxo judío por excelencia, donde impera un estilo de vida más próximo al del siglo XIX que al del XXI. Casi todos los hombres y niños visten trajes negros, sombrero negro y largos tirabuzones; las mujeres, faldas hasta los tobillos y la cabeza cubierta. Caminan por unas calles muy deterioradas, algunas con el acceso prohibido a los "no judíos". Los semblantes son sombríos. Nada que ver con la mediterránea Tel Aviv, fundada en 1909 y tan carente de ruinas como imbuida de un espíritu moderno. Otro mundo, en realidad el mismo de antaño, porque el desierto de Judea, que marca la personalidad de Jerusalén, siempre ha vivido de espaldas a la costa mediterránea. Ese ambiente puede contemplarse también en Hebrón, a unos 60 kilómetros al sur de Jerusalén, donde se venera la tumba de Abraham (Ibrahim para los palestinos). Medio millar de colonos judíos radicales se han adueñado de parte de la ciudad. Junto al mausoleo de Abraham se multiplican los controles militares ante un fantasmal escenario de comercios árabes cerrados. Es la ocupación en estado puro.

A las puertas de Belén se eleva imponente el muro de ocho metros de hormigón que mantiene enclaustrada a su población, cada vez con menos cristianos. Huyen de una ciudad a la que no ven futuro. Más del 90% de las tiendas y talleres de artesanía ha cerrado desde 2000. Los guías aguardan a las puertas de la basílica de la Natividad a la caza del turista suelto. De los que había antes. Porque ahora sólo acuden grupos organizados que cuentan con su propio guía, casi siempre israelí. La basílica de la Natividad se alza en el centro. Es necesario agacharse para entrar, por el reducido tamaño de la puerta. Son tres las que ha tenido en diferentes épocas el santuario. La última, en periodo otomano, se construyó tan pequeña para impedir la entrada a saco de la caballería del sultán. Los restos de un mosaico bizantino dan la bienvenida a un templo lúgubre, en el que se repiten las pugnas entre franciscanos y greco-ortodoxos a la hora de gestionar y mantener el santuario. Paradójicamente, cunde la sensación de dejadez en el lugar en el que nació el cristianismo, un lugar que alcanza su cenit en Nochebuena. En el cercano Campo de los Pastores se celebran hasta 34 misas en infinidad de idiomas durante la jornada.

Son cortas las distancias en Israel y Palestina. El Mar Muerto, el lugar más profundo del planeta -más de 400 metros bajo el nivel del mar-, se hunde a sólo media hora de Jerusalén, un trayecto durante el que uno podrá imaginar la dureza de la vida de los beduinos en el desierto de Judea. Los balnearios a la orilla del mar son otro de los destinos preferidos por los jerosolimitanos, que se impregnan el cuerpo entero del terapéutico barro negro del mar. En el extremo sur del Mar Muerto, sobre una colina, se alza Masada, la fortaleza en la que los judíos optaron por el suicidio colectivo antes de entregarse a las legiones romanas en los primeros años de nuestra era, un símbolo para los israelíes. Los restos de Masada no son tan espectaculares como la vista que se observa del mar más salado del mundo. Rumbo al norte, por una carretera hoy apenas transitada, se extienden los campos de cultivo a la vera del río Jordán, una mancha verde rodeada de arena. A un par de kilómetros al este de Jericó, a escasos metros de la desembocadura del Jordán en el Mar Muerto, se halla uno de los lugares del bautismo de Cristo. Porque al respecto también hay debate. Cuesta llegar al punto concreto, si no es con el acompañamiento de soldados israelíes. En la orilla jordana se levanta algún modesto negocio hostelero.

Alcanzar el extremo norte del país desde Jerusalén lleva tres horas. Acre, la ciudad de los cruzados, bien vale una parada para contemplar las murallas sobre el mar, el casco antiguo, el mercado, las ruinas de los conventos y edificios construidos por los templarios o los caballeros de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, los túneles secretos que parten de enormes salas abovedadas. Siempre fue rival de la ciudad libanesa de Tiro y alcanzó el estatus de principal centro comercial del Mediterráneo. Una ubicación estratégica que siempre le ha granjeado problemas. Saladino la tomó en 1291 y la destrozó hasta los cimientos. Pero ya antes, Julio César y Alejandro, y más tarde Napoleón, pugnaron por este enclave.

Sin embargo, no demasiados visitantes recalan en Acre. Más interesa al peregrino la carga simbólica y religiosa -los turistas se acercan a la novísima basílica de la Anunciación en Nazaret, aunque la localidad valga menos la pena- que la belleza de las ciudades. Junto al lago Tiberiades se encuentran varios de los lugares evangélicos más frecuentados. No corren buenos tiempos. "Qué hago aquí vigilando piedras, aunque sean piedras santas", comentaba en 2003 el fraile que custodia el santuario del Primado de San Pedro, en Taghba. "Hoy ha venido un peregrino", aseguraba. Hace tres años era la revuelta palestina la que frenaba a los turistas. Hoy es la reciente guerra contra Hezbolá. Casi 4.000 cohetes cayeron sobre esta zona, en la que se extiende el Mar de Tiberiades, o de Galilea. De aquí bebe Israel. De ahí el valor de este mar a los pies de la meseta del Golán, arrebatada a Siria en 1967.

En el extremo sur del lago, junto al kibbutz de Degania -el primero construido en Israel-, se ubica el segundo lugar del bautismo de Cristo, porque los textos sagrados dan para muchas interpretaciones. Es frecuente ver en una escalinata que se adentra en el río Jordán a los creyentes -muchos de ellos asiáticos- ataviados con túnicas blancas. Se bautizan de nuevo y se sumergen en las aguas en medio de oraciones y cánticos. En las orillas del lago, o a escasos cientos de metros, se levantan algunas iglesias modernas. En los lugares donde, cuentan los Evangelios, Cristo realizó, entre otros, el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, o en el Monte de las Bienaventuranzas. A Cafarnaún, casa del apóstol Pedro, fue a vivir Cristo para comenzar a predicar. Era hace dos mil años una ciudad con amplios vínculos comerciales y zona de paso de mercaderes con orígenes variopintos. Lo ideal para la predicación, lejos de la pequeña aldea que era Nazaret. Hoy son remansos de tranquilidad en un paraje de colinas suaves, aire limpio y pequeñas ruinas a la vera de la inevitable iglesia moderna. La cercana Tiberiades, por el contrario, se asimila más a Benidorm que a un centro espiritual.

Suelen ser breves las visitas a Israel y a la antigua Palestina. Algunos detalles pueden resultar desagradables, y la violencia política y religiosa flotará en el ambiente. Podrá percibir quizá como en ningún otro lugar cómo lo escrito o dicho por alguien hace decenas de siglos tiene consecuencias hoy. Acabará deseando volver o jurando que no regresará. Pero es seguro que no quedará indiferente.

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