_
_
_
_
_

Estación de transbordo

Los cambios que suceden en los momentos clave de la vida tienen un precio. Y no es otro que el transbordo hacia nuevos destinos por los que transcurre nuestra existencia. Aquello que nos parecía fundamental a los 18 resulta impensable a los 25, y así sucesivamente. Es el incesante viaje hacia la última estación

Con independencia de su edad y momento vital, la mayoría de las personas son capaces de expresar cómo les gustaría que fuese su vida: su trabajo, su pareja, su familia, su entorno, su dinámica diaria…

Cada cierto tiempo creemos saber qué es lo que queremos. Hacemos planes y nos formamos una idea de cómo será nuestro futuro. Podrá pasar un tiempo antes de que nos decidamos a dar los pasos necesarios y de que logremos forzar cambios en algunas facetas de nuestra vida, pero tarde o temprano esos cambios van llegando.

Antes de que se produzcan esos cambios, una curiosa creencia arraiga en nosotros: si logramos ese anhelado cambio, si llegamos a la situación personal deseada, pensamos que ya no harán falta ulteriores cambios. Tendremos aquello que deseábamos y lucharemos por mantener lo logrado.

Más información
¿Por qué siguen sin bajar los pisos?

Imaginemos que, en un asunto determinado, hemos conseguido lo que deseábamos: ese puesto de trabajo, esa pareja estable, el modo de vida familiar esperado… ¿Va a permanecer todo así? No. Al cabo de unos años, de pronto, comenzaremos a poner en duda alguna faceta de la vida que antes era incuestionable. ¿Quiero realmente este trabajo? ¿Es en esta ciudad donde quiero vivir? ¿Estoy realmente a gusto con la gente que me rodea? ¿Puedo tener una vida familiar más rica? Tan pronto como alguna de estas preguntas acuda a la cabeza, empezaremos a verle rápidamente defectos a ese presente que, tiempo atrás, tan perfecto era. Y, sin darnos cuenta, estaremos imaginando otra vida y sondeando otras posibilidades que nos permitan cambiarla. Estaremos ya en pos de un futuro que creeremos (erróneamente) que esta vez sí que va a ser definitivo.

¿Por qué aquello que nos parecía ideal lo tiñe el tiempo de insuficiente? Un conjunto de factores explica este comportamiento de cambio e insatisfacción permanente. Por un lado, la tendencia del hombre a no contentarse con las cosas, a buscar siempre lo mejor. A veces puede tratarse de un simple aburrimiento, de la necesidad de nuevos estímulos. También, de las desenfocadas expectativas. Esto es muy habitual cuando una persona alcanza el éxito laboral. Cuando lo logra, se da cuenta de que su vida personal está por los suelos y prefiere perder proyección profesional y ganar en tiempo para los demás o para sí. Pero detrás de estos motivos hay uno más profundo y universal: a medida que pasan los años, las prioridades de una persona se van modificando. Lo que a los 18 años era fundamental, a los 25 se torna secundario, y lo que a los 25 es incuestionable, a los 32 no tiene sentido… y así sucesivamente.

¿A qué edad se detiene esta rueda? ¿Cuándo, por fin, nos parece que ya todo está bien, o, por lo menos, ya no lo cuestionamos? Evidentemente, siempre hay excepciones. Pero, en general, la respuesta es nunca. Este desvestir un santo para vestir otro y desvestirlo al cabo de unos años se produce, de forma aproximada, cada siete años sin excepción de edad. Cada siete años, algún nuevo objetivo. Y durante siete años, a luchar para introducir los elementos necesarios que transformen parte de nuestra vida.

Eso significa que, desde los 18 años, aproximadamente, hasta los 76, para los hombres, y los 83, para las mujeres (cifras de la esperanza de vida en España), nos enfrentamos a unas ocho o nueve decisiones clave -la mayoría, profesionales, geográficas, sentimentales o relacionales-. Decisiones que son fundamentales. Podemos establecer una analogía e imaginar que vamos en un tren. Circulamos por una vía en dirección a una estación determinada, pensando que estamos en la línea correcta. Pero no, en realidad vamos siempre, incluso cuando hemos llegado a los setenta, hacia una estación de transbordo. El magnífico Paul Auster describe de manera magistral en su novela Brooklyn Follies este hecho. Un hombre, ya jubilado y separado de su familia, regresa a su barrio natal, Brooklyn, sin más intención que dejar pasar el tiempo y esperar allí la muerte. Pero poco a poco irá provocando que las personas que conoce y algunos familiares lejanos le necesiten, hasta tal punto que se tornará en imprescindible para ellos. Cuando su vida estaba ya finiquitada, el protagonista es capaz de configurar una nueva, demostrando que nunca es tarde. El libro finaliza el penoso 11 de septiembre de 2001 a las ocho de la mañana, con el protagonista paseando por Nueva York, pensando que, por fin, su vida es estable y plena, y que nada va a cambiar…

Somos, como dice un buen amigo mío, pasajeros en tránsito. Vamos de estación en estación para hacer transbordo y tomar otro tren que, en realidad, nos llevará hasta otro andén donde, de nuevo, haremos transbordo y cambiaremos de dirección.

Es, por tanto, fundamental concederse el permiso de bajar del tren cada, más o menos, siete años. No se trata de que cometiésemos un error, sino de que las circunstancias han cambiado y que el destino hacia donde nos dirigíamos ya no está de moda en el insondable país de nuestros deseos.

Nunca hay que pensar que nos hemos equivocado porque, de regresar siete años atrás, en las circunstancias que nos rodeaban, con toda probabilidad habríamos decidido lo mismo y nos hallaríamos en el mismo tren del cual nos disponemos a apearnos. Esa actitud flagelante de "como decidí esto, ahora apechugo con mi decisión" responde en realidad a un complejo de culpabilidad infundado, así como a un excesivo sentido de la responsabilidad. Irresponsable no es aquel que cambia de opinión, sino aquel que cambia de opinión sin responsabilizarse de las consecuencias. Los cambios tienen un precio, es el precio del transbordo. Es más irresponsable quedarse en el mismo tren que no cambiar pagando el precio. Porque el precio del transbordo no es un castigo, sino el único modo de llegar a la estación final disfrutando de la vida.

Los ancianos dicen que cuando uno llega al final de sus días y mira hacia atrás, se da cuenta de algo que no debemos olvidar: reconoce que su vida ha estado llena de cambios, a veces bruscos; de errores en los que era imposible no incurrir… Pero están seguros de otra cosa. De que, a pesar de haber dado tantas vueltas, no había un camino más directo para llegar al punto al que llegaron. En efecto, la combinación de transbordos que realizaron era la única para llegar a ese punto de destino final, a la última estación. Ya me entienden.

Fernando Trías de Bes es profesor de Esade, conferenciante y escritor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_