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El inventor del futuro

Las curvas de la terminal de la TWA, en Nueva York, marcaron un hito en la historia constructiva del siglo XX. Un libro y una exposición itinerante celebran el genio de su autor, el finlandés Eero Saarinen. Un creador que cambió la cara a Estados Unidos

Anatxu Zabalbeascoa
Aeropuerto de Dulles, en Virginia.
Aeropuerto de Dulles, en Virginia.BALTHAZAR KORAB

El finlandés Eero Saarinen (Kirkkonummi, 1910-Ann Arbor, Michigan, 1961) cambió para siempre el paisaje norteamericano. No es extraño que ojos extranjeros levanten los monumentos de una ciudad. Basta pensar en la Ópera que el danés Jorn Utzon construyó en Sidney o en el Guggenheim que el norteamericano Frank Gehry dibujó para Bilbao. Lejos de ser atípico, es habitual que un arquitecto descubra su sello superada la cincuentena. Ni siquiera es raro que un proyectista muera sin culminar una obra maestra. Pero sí lo es que se den todos esos supuestos a la vez y que, además, el arquitecto desaparezca antes de que lleguen a construirse la mayoría de sus obras. Antes incluso de que algunas se hayan empezado a levantar. Eso le pasó a Eero Saarinen, un finlandés que llegó a ser el arquitecto norteamericano más importante de la segunda mitad del siglo XX. Con 51 años, en agosto de 1961 le detectaron un tumor cerebral. Dos semanas después moría sin llegar a ver los edificios que iban a transformar la identidad arquitectónica de Estados Unidos. Él los había dibujado.

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Con todo, Eero Saarinen no tuvo mala vida. Tras una infancia feliz, dos matrimonios y tres hijos, murió famoso y admirado. Logró dibujar una cara seductora para un país que estaba convirtiéndose en una gran potencia. En plena posguerra mundial, los primeros años cincuenta vieron cómo las ciudades norteamericanas heredaban el liderazgo económico, artístico y arquitectónico de las europeas. Nació entonces la América potente y feliz, la del ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra, la de los coches y muebles con aires de velocidad de línea stream line. Eran los tiempos en los que el progreso convivía con un fuerte racismo. Los años en que la imagen edulcorada que Norman Rockwell dibujaba en las portadas del Saturday Evening Post tocaba a su fin. El propio Saarinen ocupó, en solitario, la portada de la revista Time el 2 de julio de 1956. Un honor al que, desde entonces, pocas veces ha vuelto a acceder un arquitecto. "Fue el único talento de su momento", sentencia Kevin Roche, un proyectista americano que comenzó a trabajar con él y que, tras el paso de los años, se hizo con el Premio Pritzker. Cesar Pelli -el arquitecto argentino asentado en Connecticut desde hace décadas, autor de las Torres Petronas, el edificio más alto del mundo- también comenzó con Saarinen. "Nunca te hacía pensar que sólo él sabía la verdad", declara en la película de la exposición.

Porque Saarinen no tenía sólo una verdad. La perseguía tanto como se le escurría. Creía en un mundo plural y cambiante. Sabía bien de qué hablaba. Él mismo lo había conseguido cambiar. No hizo otra cosa en toda su vida: reinventar la arquitectura y hasta la profesión de arquitecto otorgando tanta importancia al diseño como a la comunicación de ese diseño. Fue esa transformación continua la que lo dejó sin escuela, y en ese legado ecléctico se cebaron sus críticos más acérrimos. Diez años después de la muerte de Saarinen, su obra había desaparecido de los libros de historia. Hasta el punto de que Kenneth Frampton, en su célebre Historia crítica de la arquitectura moderna, sólo lo menciona dos veces. Una para decir que hizo una buena embajada estadounidense en Londres, que ni muestra ni explica; la otra para nombrar a algunos que, como Roche, trabajaron con él. Es decir, explica su influencia, pero no su trabajo. Su huella ha reaparecido luego en los cánones arquitectónicos. Ha influido sobre nuevas generaciones de arquitectos y ha demostrado ser capaz de tener varias vidas. Tal vez el mayor sueño que un creador pueda imaginar.

Hijo del arquitecto más famoso de Helsinki -Eliel Saarinen-, Eero nació el mismo día que su padre, el 20 de agosto, 37 años después. Corría la primavera de 1923 cuando desembarcó en Nueva York de la mano de su madre, la escultora Loja Gesellius, y de su hermana Pipsan. En Chicago les esperaba su padre. Eliel, el Saarinen padre, había dejado construido en Helsinki el Museo Nacional de la ciudad. Lo firmó con sus socios Herman Gesellius y Armas Lindgren, con quienes vivía en villa Hvitträsk, una gran casa a orillas del lago con el mismo nombre, a pocos kilómetros de la capital. En esa comunidad de arquitectos de aire romántico creció Eero, rodeado de escultores, pintores y artistas como el compositor Sibelius o el escritor Maxim Gorki, que cenaban habitualmente en la casa. El ambiente era el de una burguesía culta que buscaba recuperar con su trabajo retales nacionales en contraposición a la arquitectura imperialista que empujaba desde Rusia. A principios del siglo XX, Finlandia era territorio ruso. Y el grupo de Saarinen padre comenzó a despuntar cuando, siendo estudiantes, firmaron el pabellón finlandés en la Exposición Universal de París de 1900. Anatole France hizo una crítica elogiosa. Y el proyecto logró la medalla de oro del certamen. Tenían futuro común. Pero esa perspectiva duró poco. Cuestiones familiares aconsejaron la independencia. El padre de Eero se separó de su primera mujer, que terminaría casándose con su socio Gesellius, para desposarse, él mismo, con la hermana artista de su socio.

En 1904, Eliel se había presentado en solitario al concurso para levantar la estación ferroviaria de Helsinki, todavía hoy uno de los más notables edificios de la ciudad. Ganó el concurso y perdió el estudio. Decidieron separarse y, sucesiva y civilizadamente, fueron ocupando la antigua casa del lago Hvitträsk. Hoy, Laja Gesellius, la madre de Eero, y su padre, Eliel Saarinen, que pasaban todos los veranos allí, están enterrados en el jardín.

¿Por qué emigró a América el arquitecto más famoso de Finlandia (Alvar Aalto era entonces apenas un joven recién licenciado)? Un segundo puesto en uno de los concursos de arquitectura más legendarios de todos los tiempos, el del edificio del periódico Chicago Tribune, le abrió la puerta a Estados Unidos. Tras realizar un diseño para la orilla del lago Michigan y trabajar como profesor, un encargo le hizo quedarse. El padre de uno de sus alumnos le pidió que construyera la Academia de Arte de Cranbrook en su pueblo, Bloomfield Hills (Michigan). Luego lo nombró director del centro. Entre encargo y encargo fueron pasando los años, y así, al cumplir los 30, el finlandés Eero Saarinen pasó a ser también americano. Desde Michigan, Saarinen hijo viajó a París para estudiar escultura. Su padre había preferido la pintura, y él, que siempre se mantuvo muy cerca de su progenitor, empezó así, con una elección sencilla, la construcción de su propia vida.

"Tenía la mentalidad de un escultor", continúa diciendo Pelli. "Trataba de llevar el carácter de la arquitectura a la identidad de los clientes", añade. Tal vez por eso la terminal de la TWA en el aeropuerto Kennedy -hoy monumento nacional- parece querer levantar el vuelo. "Cuando la diseñó, ya que nunca llegó a verla levantada", recuerda Pelli, "con los planos aprobados decidió que había algo que no le gustaba. Los retiró. Regresó diciendo que necesitaba un año más para trabajar el proyecto. Y lo consiguió. Le dieron el año. En esta profesión es impensable", sonríe Pelli. Esa terminal de la TWA es, para muchos, el proyecto más logrado de Saarinen. Su arquitectura integral se muestra capaz de contener todo en uno: un edificio en un asiento y hacer del propio edificio un asiento. El inmueble, que Saarinen nunca relacionó con el vuelo de un ave, fue bautizado por la revista Architectural Review como "pájaro de hormigón". Otra revista, Architectural Forum, publicó que buscaba "simbolizar de una manera suave y lujosa el paso del transporte terrestre al avión". Y el crítico Vincent Scully lo acusó de precursor de la arquitectura espectáculo con "una obra más cercana al marketing y a las relaciones públicas que a la arquitectura".

En cualquier caso, la terminal contenía tantas ideas como curvas: por primera vez, la facturación separaba pasajeros y equipaje, se llegaba a los aviones a través de fingers y se empleaban cintas rodantes para devolver las maletas. Tras ganar el concurso para levantar la TWA, Saarinen fue invitado a construir el aeropuerto de Atenas, un aeródromo que en 2001 fue sustituido por el nuevo aeropuerto olímpico. El tercero lo dibujó para Washington. Quería ser el mayor del país, y el más moderno. La crítica lo tachó de "hamaca de hormigón", pero Najeb Halaba (el padre de la reina Noor de Jordania) puso el dinero para su construcción. En medio de tanto revés crítico, un historiador, Henry-Rusell Hitchcock, escribió que arquitectos míticos, como Pier Luigi Nervi o Félix Candela, no lo hubieran hecho mejor. Saarinen no vería levantados ninguno de los tres aeropuertos.

Otro edificio que no vio, el arco de San Luis, le reportó tanta fama (aquella portada del Time, sin ir más lejos) como polémica. Y hoy es, para esa ciudad del oeste americano, su particular torre Eiffel, su símbolo urbano. Desde que en 1880 Chicago se convirtiera en la capital virtual del Medio Oeste, la ciudad de San Luis había entrado en declive. Los políticos decidieron revitalizarla encargando un parque para los ciudadanos y un monumento para los turistas. Optaron al concurso 172 proyectistas. Pero ni Walter Gropius, ni Charles Eames ni Isamu Noguchi se hicieron con el premio. Cuando la noticia del triunfo llegó a casa de los Saarinen, la familia entera brindó a la salud de… Eliel, el padre, que también había participado. Ese error en el telegrama -posteriormente corregido- forzó, con más de 40 años, la independencia física de su hijo.

A esa edad, Eero sintió la necesidad de abrir un estudio propio. Había firmado el proyecto ganador con su mujer, la escultora Lily Swan, y su paisajista de siempre, Dan Kiley. Y, de nuevo, la crítica lo golpeó. Los primeros artículos fueron unánimes: el arco de Saarinen era un edificio genial, un monumento al pasado hecho desde el futuro. Pero después de un mes llegaría la versión de las revistas especializadas. Scully lo tacharía de "formalismo impaciente", y Art News destapó la similitud entre el proyecto ganador y el que Adalberto Libera proyectara en 1942 para el barrio de EUR, en Roma. En medio de esa batalla mediática, Aline Louchheim, crítica de The New York Times, salió en defensa de Saarinen: "Los arcos parabólicos ya se popularizaron con la construcción de hangares en Orly, en la primera década del siglo". Saarinen había ganado con justicia, dijo. Luego quiso conocer al arquitecto y acudió a entrevistarlo a Bloomsfield Hills en 1953. Se enamoró de él. Tituló su reportaje para el suplemento dominical del Times: "Ahora, Saarinen el hijo". Y tras un año de correspondencia -en la que el arquitecto expresa su cansancio de tanto viaje y su pérdida de control en un estudio que llegaba a los 30 empleados- se casó con él y tuvieron un hijo, Eames.

Saarinen tampoco vivió para ver el arco construido. Las obras comenzaron en 1962, cuando él ya llevaba más de un año muerto. En octubre de 1965, cuando se terminó, se convirtió en el monumento más alto de Estados Unidos, más incluso que la estatua de la Libertad. Aline Louchheim fue un apoyo crucial en la carrera de su marido. Viajaba con él. Discutía sus decisiones y continuaba su trabajo de reportera para Art News o para Vogue con artículos como Cuatro arquitectos ayudan a cambiar el aspecto de América, en el que desfilaban Philip Johnson y Mies van der Rohe, además de su marido.

Es evidente que esos escritos contribuyeron a difundir la fama de Saarinen, pero, es de justicia no olvidarlo, para entonces, él ya era tremendamente popular. Eero Saarinen fue un arquitecto ecléctico. Más allá del famoso, osado y monumental está el de aires cartesianos que firmó proyectos con su padre, como la fábrica IBM de Rochester. Fue también diseñador de sillas y mesas que figuran con letras mayúsculas en la historia del diseño. Su butaca Tulip (1956) todavía se produce, y su sillón Womb (1946) sirvió de asiento para Papá Noel en un anuncio de Coca-Cola de aquellos años. Tal era la fuerza de las imágenes que salían de la mano de este arquitecto. A Robert Venturi, otro de sus discípulos que, con el tiempo, se haría con el Pritzker, le tocó trabajar en los proyectos más cartesianos. "En una época en la que yo me sentía más cerca de Frank Lloyd Wright que de Mies", declara. De ahí que, entre sus ex colaboradores, Venturi se reconozca entre los menos tocados por la mano del maestro.

Durante la última década de su vida, Saarinen fue un auténtico personaje mundano. Recorrió Europa, América y Asia, y llegó hasta Australia. Cuenta la leyenda que se presentó con retraso a la reunión del jurado para decidir sobre la nueva Ópera de Sidney. Escarbó entre los proyectos desechados y rescató el de Jorn Utzon diciendo: "Caballeros, éste es el primer premio". Y lo fue.

También obtuvo el reconocimiento en su Finlandia natal, adonde llegó como una celebridad, un artista conocido y reconocido en un tiempo en que no existían todavía las estrellas arquitectónicas. Su funeral, en la hermosa capilla que él mismo había diseñado para el Massachusetts Institute of Technology, cerca de Boston, congregó a arquitectos como Louis Kahn o Charles y Ray Eames, y a escultores como Alexander Calder.

Hay un Saarinen diseñador, un autor de iglesias vanguardistas, un constructor de monumentos y un arquitecto innovadoramente moderno. Todo ese legado se ha revalorizado con los años. Y, frente a lo que parecía tras su muerte, cada una de esas vertientes del arquitecto ha dejado una escuela. Lejos quedan las críticas demoledoras que recibieron sus osados diseños. Cuando se cumplen casi 100 años de su nacimiento, las cosas han cambiado. Los noventa, con su sensibilidad curva, su afán escultórico y su gusto por el espectáculo, redescubrieron el glamour del diseño y la arquitectura de los sesenta. La terminal de la TWA tiene hoy un eco indiscutible en los trabajos de Calatrava, Gregg Lynn o incluso Rem Koolhaas. Otra vez aparece así el hombre de suerte que, en cierto modo, pudo ser Eero Saarinen: su centenario coincidirá con un nuevo reconocimiento a su trabajo. La Universidad de Yale, donde se formó como arquitecto, ha editado el estudio más profundo sobre su obra y su vida: Dándole forma al futuro. Y el Museo de Helsinki, la ciudad donde nació, ha inaugurado la exposición que, con el mismo nombre, viajará a Oslo, Bruselas, Detroit, Minneapolis, San Luis y Nueva York, donde se mostrará en el Guggenheim para conmemorar tanto el centenario de Saarinen como los 50 años del legendario museo de Frank Lloyd Wright.

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