Sin archivos, no hay historia
En España se está hablando por fin de la Guerra Civil y de la dictadura de Franco. Ésa es la afirmación que se lee y escucha en muchos medios de comunicación internacionales y son bastantes los ciudadanos españoles que parecen pensar lo mismo. ¿Qué pasa en España? ¿Por qué existe ahora, casi de repente, ese desbordado interés por mirar al pasado más reciente, a la Guerra Civil, a la dictadura y a sus víctimas? Son preguntas que se han hecho en los últimos meses periodistas alemanes, holandeses, belgas, franceses o ingleses. La sociedad española, dicen, se está liberando de la amnesia y del pacto del olvido que la atenazaron durante las dos primeras décadas de democracia.
Algo de verdad hay en esas afirmaciones. La historia de la Guerra Civil y de la dictadura ha dejado de ser un territorio exclusivo de los historiadores y han aparecido cientos de ciudadanos que quieren abordar ese pasado en términos políticos y, en el caso de los herederos de las víctimas del franquismo, éticos. Han comenzado a abrirse fosas en busca de los restos de los asesinados que nunca fueron registrados y se han elaborado magníficos documentales que desentierran las partes más ocultas de ese pasado. Se trata de una nueva dimensión social de la historia, con el testimonio como principal protagonista. Pero los hechos más significativos de la Guerra Civil y de la dictadura habían sido ya investigados con anterioridad y las preguntas más relevantes están resueltas. Y eso es el fruto de una labor rigurosa de decenas de historiadores que desde las últimas cuatro décadas han investigado de forma constante en archivos, hemerotecas y bibliotecas. Sin todos esos miles de documentos y libros, porque son miles y miles, poco sabríamos de esa historia.
Un buen ejemplo de todo ello lo constituyen las investigaciones sobre la violencia franquista durante la guerra y la inmediata posguerra. Las síntesis que sobre ese tema elaboramos varios historiadores hace unos años, tituladas Víctimas de la Guerra Civil y Morir, matar, sobrevivir, sólo pudieron hacerse gracias a los datos fiables que habían sacado a la luz numerosos estudios desde mitad de los años ochenta. La mayoría de los 100.000 "rojos" que se llevó a la tumba la violencia militar y fascista durante la guerra y de las 50.000 personas que fueron ejecutadas en los 10 años que siguieron al final oficial de la guerra, durante la paz incivil de Franco, están identificados, tienen nombres y apellidos y, aunque con muchas anomalías y falseamientos sobre la causa de la muerte, constan en los registros civiles de cientos de localidades que han sido rastreados por los historiadores.
A otras miles de personas, es cierto, nunca se las registró y esos datos son los que se están ahora buscando en las numerosas fosas comunes que se cavaron en los cementerios y fuera de ellos durante el terror caliente del verano y otoño de 1936. El número de víctimas sin registrar puede llegar, como mucho, a 30.000 en toda España, "paseadas" la mayoría de ellas en los primeros meses de la guerra. Son, no obstante, estimaciones imprecisas que no pueden añadirse todavía al cómputo fiable que los historiadores hemos realizado ya sobre más de la mitad de las provincias españolas. Al margen de las cifras, lo que resulta realmente primordial es constatar que, durante un largo periodo, la violencia franquista no necesitó de procedimientos judiciales ni de garantías previas. Por mencionar sólo un caso ilustrativo: únicamente 32 de las 2.578 víctimas de la represión en la ciudad de Zaragoza durante 1936 pasaron por consejos de guerra.
Por eso es tan importante recopilar y preservar todos los documentos y testimonios de ese pasado. Sin embargo, los archivos no suelen aparecer en el debate sobre la bien o mal llamada memoria histórica. Y aunque los tiempos han cambiado y ha llovido mucho desde la muerte de Franco, persisten algunos vicios en la gestión pública de los documentos escritos. Se le da más importancia a la propiedad que al valor de uso, de forma que algunas instituciones y personas consideran los documentos suyos, y bastantes archivos y hemerotecas, como bien saben y denuncian los profesionales que trabajan en ellos, poseen recursos y medios muy insuficientes.
Ese archivo de la historia y de la memoria de la Guerra Civil que pretende consolidarse en Salamanca debería reunir los documentos dispersos por todo el mundo, desde Standford, en California, a Moscú, pasando por Roma o Amsterdam, y tendría que incorporar como propiedad pública los fondos documentales de la Fundación Nacional Francisco Franco, gestionados ahora por la ultraderecha y la familia del dictador, circunstancia que sería impensable en Alemania o Italia. Un primer paso para poner en marcha ese gran archivo histórico sería nombrar a un equipo de investigadores y archiveros que trabajasen en la búsqueda, catalogación, conservación y digitalización de documentos.
La lucha por la información, la verdad y el rechazo del olvido deben ser, como lo han sido en los últimos años, señas de identidad de nuestra democracia. Pero además de difundir el horror que la guerra y la dictadura generaron y de reparar a las víctimas durante tanto tiempo olvidadas, hay que convertir a los archivos, museos y a la educación en las escuelas y universidades en los tres ejes básicos de la política pública de la memoria. Más allá del recuerdo testimonial y del drama de los que sufrieron la violencia política, las generaciones futuras conocerán la historia por los documentos y el material fotográfico y audiovisual que seamos capaces de preservar y de legarles. Ésa es
la responsabilidad de los políticos que nos gobiernan y de los que, desde la oposición, se niegan a gestionar ese pasado de muerte y de terror. Porque sin archivos no hay historia.
Julián Casanova es Hans Speier Visiting Professor en la New School for Social Research de Nueva York.
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