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El último místico

De Cristino de Vera dicen que es un gran artista secreto. Pero es también el último místico de la pintura, un hombre que vive en un permanente estado de humildad y que ha hecho de la soledad, la lejanía, el tiempo y la muerte los protagonistas de su obra

Juan Cruz

Cristino de Vera (Tenerife, 1932) vive en Madrid desde hace más de 40 años; se crió en Santa Cruz de Tenerife, allí aprendió a pintar, y luego en Madrid consolidó su aprendizaje del arte con el maestro Daniel Vázquez Díaz. Ahora es el últim o místico de la pintura. Su infancia fueron veranos en el sur espartano de la isla, en el Médano, y su memoria está impregnada de la Montaña Roja, una especie de puñetazo suave que sobresale de las arenas salvajes de aquella zona de Tenerife. De su padre, que era representante de productos farmacéuticos y desratizó los pueblos tinerfeños en la posguerra, heredó una ingenuidad de acero, y la capacidad para preguntar, o responder, como aquel personaje de la película Bienvenido, míster Chance que protagonizó Peter Sellers. Desde que contaba al menos 40 años, tiene un diálogo perplejo con la vida; creyó muy pronto que iba a morir enseguida o que iba a enloquecer, como algunos de sus parientes; cuando cumplió los 60 envió a sus amigos una convocatoria para una cena de cumpleaños, que él presumía que sería la última, y lo hizo en un soporte que le es muy propio: una postal que representaba un esqueleto. Pero ahora, casi 15 años más tarde, sigue con la misma hipocondría, pero con la salud de siempre. Se queja de algunos dolores de espalda, y desde hace años anota obsesivamente en cajas de fósforos los vasos de vino que consume. Durante un tiempo, en medio de una depresión de la que le salvó su mujer -la sin par Aurora Ciriza, también psicóloga y compañera del pintor-, sólo comía patatas fritas, ketchup y manzanas. Esa mano de Aurora le salvó de esa deriva en la que estaba su vida, y desde entonces no ha dejado de pintar sus bodegones de soledad, que están hechos con la precisión medieval que alienta sus pinceles.

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Sus temas son, en efecto, la soledad, la lejanía, el tiempo y la muerte, y es un artista implacable: en ningún caso -aunque a veces adorne con alguna flor sus lienzos- deja que entre en sus cuadros aliento alguno de optimismo; él creció sabiendo que alrededor la soledad es la constante, y, como hubiera dicho el vasco Jorge Oteiza acerca de los triunfos, no piensa empañar sus obsesiones con ninguna ilusión falsa…

Hay muchas leyendas en torno a Cristino, y la mayoría son verdad: es cierto que durante años paraba a los transeúntes para preguntarles si hacían el amor -si lo hacían aún y cómo-, es cierto también que inquiría a las taquilleras del cine qué recordaban al final del día -"bocas, bocas, fila 12, fila 13"-, y no es mentira que llamara a sus amigos más cercanos a la medianoche, precisamente cuando estaba por acabar la película de la tele, para darles cuenta de cualquier achaque de su salud… Es verdad: luego confesaría que lo hacía para interrumpirles en lo mejor del filme que él presumía que estarían viendo.

Le entrevistamos en su casa, rodeados de sus cuadros místicos, en un momento de gran soledad de su vida, que fue efímero, pero que él consideraba que iba a ser eterno; vivía su drama con una tristeza que tiñó algunas de sus respuestas, y nos recibió con un texto que había escrito para que lo reprodujéramos, y que se parecía a una carta desesperada que ahora ya queda para sus memorias, porque algo después Aurora le ayudó de nuevo a sobreponerse, recuperó el ánimo, y ya el esfuerzo que hacía para sobrellevar sus malos presagios forma parte de la historia de que están hechos sus sueños y sus pesadillas, de las que también nos habló ese día. Le vimos algo después, en una cena con el presidente del gobierno de Canarias, Adán Martín, y le estuvo explicando al político de qué están hechos el marxismo, la música y los cuadros. Cristino de Vera, otra vez, el místico que siempre vistió como un existencialista, de oscuro riguroso, y que cada vez se parece más a su autorretrato: enjuto, casi un suspiro enflaquecido, dispuesto alguna vez a levitar para parecerse a las figuras volátiles de sus cuadros. ¿De dónde vienen las obsesiones de este hombre saludable que ha tenido la enfermedad, y la soledad, como un horizonte?

Dígame una imagen poderosa de su niñez, algo que le vuelva siempre.

Una vez me llevaron al Lazareto y allí embalsamaban a un capitán de barco. Querían conservarlo para llevárselo a su tierra. Se reían de él. Le perdieron el respeto. Yo era muy pequeño, tenía 14 años. Y aquello me produjo una gran ansiedad, allí vi la crueldad humana.

¿Qué le hizo concebir, de niño, que iba a ser un artista?

Una vez estaba en el mercado de Santa Cruz. Iba para el instituto, a clase, y había estado enfermo. Pasé por el mercado y vi a un tipo que pintaba flores a la manera impresionista. Me fascinó la combinación de colores, la luz. Y también me fascinaba un chico que se llama Lorenzo; iba al instituto y dibujaba gatos de memoria. A veces, yo le decía: "Lorenzo, dibuja un caballo". Y dibujaba caballos. Murió joven.

¿Y qué hizo que su pintura adquiriera esos tintes melancólicos que siempre tuvo?

La muerte prematura de dos de mis tíos; estaban en el manicomio. A mi tío Manolo le recluyeron a los 19 años porque vino la guerra y él no quería ir; murió 10 años más tarde. Esas cosas supongo que me llevaron a la melancolía.

¿Y qué hizo que su pintura fuera tan mística?

Te estoy dando pistas del dolor, el dolor humano, que siempre nos parece injusto. El contacto con el dolor te va produciendo una herida. Y contra el sufrimiento, el único antídoto que tienes es la contemplación de la belleza de la naturaleza. Cuando te haces mayor, la ecuación que haces con el dolor y la belleza te lleva al misticismo.

Pero usted ha tenido momentos de plenitud en la isla, en la playa… Yo le he visto pasear en bañador hacia el mar, en Santa Cruz, con una toalla blanca, muy atlético…

Claro que sí, momentos muy bellos. Pero siempre acecha el accidente. En la juventud tuve crisis muy fuertes, eso me vino de familia. Un día iba por Playa Chica, en el Médano; iba corriendo por la calle, y tropecé con una señora embarazada. Me dijo: "¡Ya me has matado al chico!". Al principio no le di importancia, pero al llegar a casa no pensaba en otra cosa: ya maté al chico… Y salía por las noches y por las tardes, pero nunca la volví a ver más. Fue un sentimiento de culpa terrible…

Le estaba preguntando por lo bueno que le había sucedido…

En medio de ese sufrimiento, a veces caminaba hasta el muelle de Santa Cruz, miraba los barcos y miraba las estrellas. Yo hubiera tenido que terminar astronomía para hacer aeronáutica. Pero después me vino esta pasión por la pintura.

¿Y cuándo supo usted que era este misticismo el estilo de su vida?

Una de mis impresiones más grandes fue cuando vine al Prado. Yo ya estaba estudiando bellas artes, pero no había visto la obra de Zurbarán. Aquellos cuadros grandes, aquella serenidad, la tranquilidad que lograba transmitir gracias a la luz. Luego fui a Italia y descubrí a Piero della Francesca, a Giotto. De ahí viene el estilo, de la contemplación de la luz y de la belleza, en contraste con el sufrimiento.

Usted pinta como un místico, pero ha vivido los mejores momentos de la bohemia madrileña.

Pero una bohemia muy ligada a un estado místico y existencial. Con Caneja, Juan Benet…

¿Cómo era ese mundo?

Había de todo. Y también mucho sufrimiento. Éramos extraños en aquel mundo; había comunistas, represaliados, bohemios de verdad… Íbamos a comer a los mismos sitios, y yo recuerdo aquel mundo, aquellos personajes, con algo de desesperación; la que se vivía aquellas noches era una alegría como desesperada, había tristeza en el fondo de aquella lucha contra la noche.

Se cuenta que uno de esos personajes, el pintor Grandío, tenía un perro que, cuando enterraron a su dueño, se fue a morir al cementerio.

Cómo era Grandío. Se parecía mucho a Clark Gable. Tuvo un coche que no usaba nunca. Lo aparcaba delante de la policía; yo creo que lo hacía para que se lo cuidaran. De vez en cuando llevaba a alguna chica, a algunas las traía a mi casa; ponía velas en el suelo, apagaba las luces y les hacía creer que las había llevado a un palacio… Cuando intuyó que iba a morir se fue rápidamente a su pueblo, en Galicia; los gallegos siempre se van a morir a su tierra. Se comprende, porque la tierra es muy acogedora… Yo fui a verle al cementerio, me acuerdo de la lluvia. Estábamos el perro; Carlos Orosa, el poeta, que ya había vuelto a Galicia, y no había más gente. Grandío había encargado que fueran 10 gaiteros a su entierro, y allí iban tocando mientras se celebraba el entierro… Y el perro se quedó allí hasta que murió, supongo que lo enterrarían junto a él. Era un perro grande, alsaciano, bellísimo. Se murió de tristeza. Lógico.

Grandío era un conquistador…

Le gustaba mucho pasear con chicas, sí.

¿Y usted también era un conquistador?

No, en todo caso tendría otro estilo. Conocía chicas a las que les gustaba la pintura, en el Museo del Prado, en sitios donde veíamos arte. El Museo del Prado era un sitio confortable. En verano íbamos a refrescarnos y en invierno íbamos a calentarnos. Antes, al Prado no iba nadie. Ahora está siempre lleno.

¿Quiénes eran sus amigos de entonces?

Iban y venían. Muchas veces estuve con Juan Benet, qué joven tan inteligente. Una noche íbamos en su coche y me dio el volante, él iba fumándose un puro. "¡Juan, que no sé conducir!". "¡No importa, coño!". Y me iba indicando, "¡izquierda, derecha, coño!". Qué locura… De todos aquellos, Caneja era posiblemente el hombre más puro. Era como un chamán. Íbamos Juan Benet y yo a verle, y cuando salíamos, Juan decía: "¡Cuánto hemos aprendido de Caneja!". "Pero si no ha hablado", le decía yo. Y Juan exclamaba: "¡Pero cómo transmite!". Y lo que transmitía era bondad, no tenía rencor. Era un comunista puro. Ser comunista para él era como una religión. Cada cuatro años iba a la Unión Soviética; le gustaba que le pusieran en una habitación en la casa de otro pintor.

¿Y Benet?

Era muy complejo, muy fuerte, una fortaleza a prueba de bomba. Nos íbamos de juerga, nos acostábamos todos a las cinco de la mañana, pero él se levantaba a las siete menos cuarto para hacer su carrera de ingeniero. Iba a su empresa. Tenía una energía terrible, y era muy alegre, muy distinto al Benet final. La enfermedad le entristeció. Me acuerdo ahora de una noche con Caneja y Gabriel Celaya. Habían estado en la cárcel, compartieron celda, y Celaya me decía: "Éste es el hombre más bueno del mundo". Después de unas copas le dije a Caneja que su pintura era mística. Se quedó parado y me dijo: "Cristino, no me digas esas cosas. Son místicos los que tienen una vocación, y depende de la pureza con la que pintes". Luego me estuvo hablando de la religión: soy ateo, soy agnóstico, soy laico, qué sabemos…, decía.

¿Y usted qué es?

Cuando me he visto en momentos de apuro he mirado hacia el cosmos; cuando sufro invoco a un dios, a una energía.

Panteísta…

De todo. El universo es infinito, pero tú puedes ver lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Vas al campo, miras y ves hormigas. Goethe coleccionaba hojas porque ninguna es igual que otra. Y los humanos, que somos innumerables, también somos todos distintos. Iba a Canarias, en avión, y le señalé a una señorita: "Mire, que a lo mejor nunca más va a ver una puesta de sol así". Íbamos a 10.000 metros. ¡Cuánto hubiera dado Leonardo por ver una cosa así, ver la Tierra desde arriba! Todo el mundo se acostumbra a todo, y todo le parece una chorrada. Cuando Armstrong pisó la Luna, yo estuve toda la noche despierto. Estaba en Hamburgo, y escuché a Armstrong decir aquellas obviedades: "Ahora el pie derecho, ahora el pie izquierdo"… ¡Pero, hombre, que está usted pisando por primera vez la Luna!

¿Había otros compañeros en aquella bohemia madrileña?

Había visibles e invisibles. Cuando uno se mete en una profesión tiene más maestros y más compañeros invisibles. Están Van Gogh, Cézanne, Modigliani… En todo caso, nosotros éramos pequeños personajillos que nos estábamos colocando. En España, las cosas estaban muy tranquilas, demasiado; los que nos dedicábamos a la pintura sabíamos que hacíamos una cosa muy rara. Se podía vivir, se sobrevivía. Había un compañerismo, una hermandad. No era en absoluto como ahora.

Ahora hay más competencia, más rivalidad. ¿Cómo le afecta eso a la creación artística?

El ser humano lo complica todo. Los bancos no dan nada por los pequeños ahorros, así que quedan el ladrillo o el arte. Y han surgido los managers, los galeristas, las ferias…, y lo que antes se hacía en silencio, para ir tirando, ahora está marcado por las leyes del mercado, y todo es un espectáculo de codicia.

¿Afecta al arte?

Claro, hay artistas, pero detrás hay ejecutivos promocionando unas cosas u otras. Un espectáculo de codicia.

¿A usted no le ha afectado?

Sí, pero hace tiempo que me aparté de eso. No era el camino que me iba. Hay un factor en todo esto, que es el tiempo, y yo soy lento, la mía es una lentitud espiritual. Mira la lentitud que tenía Juan Rulfo para escribir. Juan Ramón Jiménez corregía constantemente.

Usted tuvo un marchante, Agustín Rodríguez Sahagún, político de Unión de Centro Democrático…

Sí, se dedicó a la política [fue ministro de Defensa, alcalde de Madrid…] y lo dejó todo. Era una buena persona. También fue escritor de joven, y pintor. Se hizo político. ¿Qué tiene la política que atrae tanto?

Hablábamos de Grandío, pero sobre usted también hay leyendas. Hablaba con cualquiera, siempre.

En aquella época de Madrid iba bastante descolocado; me gustaba observar, y cuando viajaba en metro me fijaba en aquella gente cansada, amodorrada. Veía rostros tristes y extraños, y a veces les hablaba.

Y le sucedieron muchas cosas extrañas…

Si observas, siempre te pasan cosas extrañas. Te enseña hasta un rostro que no te dice nada. Eso en el cine lo ha entendido muy bien Bergman. El rostro es una película que siempre te dice algo. Ahora estoy aprendiendo a ser viejo, a saber qué es la muerte, tan próxima.

Decía usted que han destruido el arte.

No, eso no es posible. Siempre queda algo, gente que hace cosas; están como escondidos en la selva, hacen su trabajo. No todo lo que se hace tiene que destacar. Brillará con el tiempo.

¿Ha visto algo que brille últimamente?

Ahora estoy apartado, porque salgo poco. Antes veía artistas nuevos, pero ya viajo menos. Hay un escultor que me gusta mucho, Miquel Navarro; hace como laberintos de Borges. Y me gustaba Rothko, un pintor fascinante; con dos tonos logra tanta belleza como Piero della Francesca.

Llegó a Madrid cuando esta ciudad era oscura. ¿Cómo han evolucionado esta ciudad, este país, el mundo?

Yo no creo en las evoluciones. El hombre repite las mismas crueldades, las guerras, los enfrentamientos. Lo que pasa es que el hombre lo adorna todo. Dice que ha superado la esclavitud, y hay continentes que se están muriendo de hambre, de sida, y crece y crece el armamento.

Lo cierto es que se vive mejor en democracia que en dictadura…

Sí, algunos vivirán bien, pero tampoco está muy claro por dónde van las democracias.

¿Por dónde cree que va la nuestra?

Los humanos trabajamos en círculos, y siempre acaban los mismos haciendo las mismas cosas. No sé por dónde va el círculo de España. Somos bastante pequeños en la Tierra, y todos somos destructivos, así que no se puede decir por dónde vamos, todos somos tan distintos.

Si tuviera que hacer de algún artista su dios, ¿quién sería?

La energía creadora del universo infinito, la energía que ha creado los ponientes y las albas de la Tierra; nunca una es igual a la otra. Hay cuadros de Monet donde se ve. Turner también lo hace. Es el creador de los creadores.

Caneja reaccionaba extrañado cuando le decían místico. ¿Y usted cómo reacciona cuando decimos que es un místico?

Yo lo agradezco. Pero el misticismo tiene muchas vías. Es un estado de elevación, un estado de humildad, refleja lo grande que son las cosas y lo pequeño que eres tú. El misticismo es lo que mantuvo todas las religiones humanas. Los místicos eran los perseguidos. El Quijote se hizo desde la cárcel, san Juan de la Cruz escribió encerrado, Goya y sus grabados son la expresión de un país de garrote vil. Tenemos cosas buenas y también cosas terroríficas. El mundo es así, y nosotros estamos en España, una partícula muy pequeña del mundo.

De Cristino de Vera se dice que es un gran artista secreto. Pero es también el último místico de la pintura, un hombre que vive en un permanente estado de humildad y que ha hecho de la soledad, la lejanía, el tiempo y la muerte los protagonistas de su obra.
De Cristino de Vera se dice que es un gran artista secreto. Pero es también el último místico de la pintura, un hombre que vive en un permanente estado de humildad y que ha hecho de la soledad, la lejanía, el tiempo y la muerte los protagonistas de su obra.BERNARDO PÉREZ

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