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MUNDIAL DE FÚTBOL VIAJE

Berlín, siempre mundial

Si hubiera una ciudad campeona de historia durante el siglo XX, sería la capital alemana: la guerra, el nazismo, el comunismo, el muro, la reunificación, la transformación arquitectónica y la vitalidad creativa y multicultural de sus habitantes la han convertido en única. Berlín era ya mucho Berlín antes del fútbol

Lola Huete Machado

Si alguien le dice que el fútbol es el deporte nacional en Alemania, no lo crea. Le están metiendo un gol. En Berlín, donde se jugará en julio la final del mundial, los más practicados son otros bien distintos: el arte de la barbacoa en cualquier lugar en cuanto asoma un tímido rayo de sol (grillen lo llaman); el del despelote (freikörperkultur es el término), unido o no a lo anterior, y el de observar a los otros sin que parezca que observas, como que ni existieran, para poder así hacer luego lo que a uno le venga en gana sin preguntar, juzgar o pedir cuentas, y que a uno no le pregunten, juzguen o pidan cuentas. Es decir, hacer y dejar hacer. Ése es el quid de la cuestión berlinesa.

No es que aquí no importe el fútbol y en las otras 11 sedes del mundial sí. No. Pero el berlinés auténtico nunca renunciará a su forma de vida ni aunque hasta el periódico más izquierdista (Taz, la voz de la escena alternativa) le haya dedicado al balompié un suplemento de 112 páginas que ha titulado 'Esto es amor'. "Esta ciudad soportó todo el siglo XX y va a sobrevivir a Klaus Wowereit [el actual alcalde, muy popular por declarar su homosexualidad y por participar incansablemente en todos los eventos], así que ¡podremos resistir el mundial!", bromea un grupo de mujeres en lo que parece ser Radio Energie, emisora tipo hits que escucha el taxista, un iraní apellidado Ghadamgahi. Queda un mes para que comiencen los partidos. Hinchas o no, lo de una pelota rodando y 22 jugadores detrás es ya el tema.

Veamos la estadística básica de la ciudad. Un total de 3.390.444 habitantes, un 50% de hogares monoparentales, 150.693 tilos, 79.567 camas hoteleras, 16.570 euros por persona de deuda (está arruinada), 5.900 hectáreas de agua (lagos, canales o ríos), 4.500 artistas, 2.498 imbiss (puestos de salchichas), 979 puentes, 421 canciones sobre ella misma, 182 embajadas, 47 teatros, 41 piscinas, casi un 20% de extranjeros (mayoría turca) en algunas zonas, 12 distritos, 4 prisiones, 3 aeropuertos, 2 torres de televisión… A estos datos, el Zitty, una de las dos guías del ocio imprescindibles (la otra es Tip) para orientarse entre la mastodóntica oferta cultural, lo denomina "typisch Berlin". La mayor responsabilidad sobre ese tipismo la tiene la historia del siglo XX, que se encaprichó sin remedio de esta ciudad situada entre el este y el oeste del norte de Europa y la sometió a toda clase de vaivenes sociales y políticos. La convirtió en única.

A esto hay que añadir además la impronta del berlinés auténtico (el que asegura haberlo vivido todo, todo), concepto que define a un ser independiente, abierto, tolerante y crítico que siempre esconde un artista en su interior; amante de la cerveza, las salchichas al curry y el donner kebah; charlatán, activo, bien preparado, depresivo cíclico, prusiano a su pesar, desaliñado en el vestir y sibarita en el vivir.

Un estilo de ciudadano que marca los hábitos de la metrópoli: gusta del paseo, la bici, el chapuzón, el bricolaje y el movimiento prolentitud de vida; trabaja lo imprescindible y consume lo justo, y, si es posible, en un segunda mano o un bioladen (tienda de productos ecológicos); protesta y se manifiesta con fruición (especialmente contra el presidente George W. Bush, los neonazis y durante el Primero de Mayo, porque es una tradición en Kreuzberg), y al momento toma un avión con destino a Mallorca. Llena teatros, óperas y galerías, de día; clubes de cualquier tendencia, género o estilo musical, hasta el amanecer (con esa luz tamizada, tan berlinesa), y los mercadillos tras el brunch, los domingos.

Lo apuntó ya el escritor Theodor Fontane en el siglo XIX con mucha visión de futuro: "Ante Dios, todos los seres humanos somos berlineses". Y lo somos: en ella está representada la humanidad entera.

"Aquí no es como en el resto de Alemania. Aquí se sabe disfrutar de la vida", asegura el taxista Ghadamgahi, casado con una alemana desde hace dos décadas y, por tanto, experto. Mientras conduce su Mercedes va señalando las novedades, porque intuye que sabemos que Berlín es siempre intangible y móvil. Por una de esas novedades circulamos: el túnel de la Hauptbahnhof, la nueva estación central, que transcurre bajo el barrio gubernamental y desemboca en la Potsdamer Platz, esa amalgama de rascacielos, restaurantes y centros comerciales donde difícilmente, salvo que se celebre el festival de cine, se topará nadie con un berlinés de los antes citados. "Es la más grande de Europa. Mírela", dice el taxista-guía. Y miramos. Donde antes existía una vieja estación de cercanías (sbahn) de ladrillo llamada Lehrter Bahnhof se ve ahora un complejo de 85.000 toneladas de acero y mucho cristal, construido en 13 años por el arquitecto Meinhard von Gerkan no sin disgustos, porque él quería hacerla aún más larga y espectacular. "Un lugar por el que pasan 300.000 personas al día tiene la obligación de representar a la arquitectura alemana", dijo.

El edificio debe contemplarse desde su interior, desde los andenes, mientras los encargados de limpiar el vidrio se cuelgan por fuera en lo alto con arneses y simulan ser Spiderman. Es bajarse de un convoy cualquiera y apreciar al instante su alto grado de evocación casi pictórica: el cielo, allí en lo alto, con Dios o sin él; el poder político (el Parlamento alemán o la Cancillería, donde despacha ahora la popular y conservadora Angela Merkel…), de frente; los barrios desolados y turcos de Moabit y Wedding, detrás; el hospital de la Charité y la Friedrichstrasse, a un lado… Hay algo más. Al girar lo vemos: un anuncio gigante y bien rojo de Coca-Cola, una de las 15 marcas patrocinadoras del evento futbolístico: "Si nos atenemos a la estadística, Alemania siempre fue campeona… en Alemania". Da ánimos.

La superestación se suma a las muchas edificaciones levantadas en Berlín en los noventa. Donde antes había descampados de frontera se alzan rascacielos, donde se caían las fachadas hay avenidas de moda, por donde discurrían los canales del Spree se pisa tierra firme. Otra cicatriz cosida. Y otro de esos rincones que se convierten en símbolo. Rezuman historia. Para apreciar esta sensación, quizá se deba practicar alguna de estas recomendaciones:

01 Seguir el rastro de los 150 kilómetros del famoso muro de Berlín en bicicleta, en patines o andando. Cuesta creer que todo ese paisaje grandioso (sobre todo en el extrarradio) estuviera 28 años separado.

02 Visitar la llamada Gleis 17 en la estación de cercanías de Grunewald, desde donde enviaban a los judíos hacia los campos de exterminio. Uno de los monumentos más impactantes y desconocidos sobre las víctimas del nazismo. Los datos grabados sobre las vías indican día, lugar de origen y de destino (Theresienstadt, Auschwitz…), y número de viajeros.

03 Recorrer la avenida del Kudamm, con sus tiendas de marca, sus cafés, las fachadas de sus casas señoriales; es el Oeste más burgués, rico y ostentoso. Un Berlín de ayer y de hoy. Luego subirse al metro y aparecer en Marzahn, barrio del Este: decenas de bloques inmensos idénticos, casas colmena modelo socialista y puestos de salchichas en los cruces de las calles.

04 Acercarse al monumento soviético en el parque de Treptow por la liberación de Berlín en 1945: los rusos de la ciudad lo siguen honrando cada año, con disparos al aire incluidos. Aunque se lo ofrecieron, el soldado que sirvió de modelo nunca quiso nacionalizarse alemán.

05 Sentarse en uno de los muchos cafés en cualquier esquina de Kreuzberg, Prenzlauer Berg o Mitte y dedicarse a mirar durante una mañana entera. Quien lo desee, que hojee la prensa: parecerá berlinés. Programar una visita a un club cada noche, necesitará más de cien.

06 Pasar, sin dudarlo, a todos los patios encadenados que encuentre. Esconden algunas sorpresas. La configuración interna de los edificios berlineses de principios del siglo XX (los llaman kasernen: cuarteles) es una metáfora de la ciudad: hay mucho dentro, pero a veces no se ve.

07 Visitar algunas ciudades vecinas como Potsdam o Köpenick y algunos de sus lagos. Súmese a uno de los recorridos en barco desde el Nikolassee. Allí se ven las hermosas villas construidas a la orilla del agua. Mucho de la guerra se decidió allí.

08 Para descansar, coger un autobús urbano -el 100 o el N29, por ejemplo-, acomodarse en la parte alta y dejarse llevar.

La historia. ¡Uf! ¿A quién le importa ahora, si habrá jugadores e hinchas por todos lados y Nike ha colocado sus graffitis con los colores de la selección brasileña y el lema "Joga bonito" hasta en el mismísimo Tacheles, el centro artístico okupa más famoso? La historia más reciente de Berlín se podría contar estupendamente a través de él, levantado como centro comercial en 1907, ocupado por un grupo de artistas en 1990 y vendido ya a una inmobiliaria.

Pero vale también usar como referencia el nacimiento de la revista antes citada, Zitty. Vio la luz en 1977, en un tiempo en que Berlín eran dos mitades y esa parte occidental y capitalista disfrutaba de grandes privilegios occidentales y capitalistas. Ante todo, políticamente, no convenía que la ciudad, una isla en tierra comunista, quedara deshabitada.

Cuestión de imagen. Como lo fue en 1969 la construcción de la torre de la televisión de Berlín Este, en la Alexanderplatz. Su silueta destaca más hoy porque Telekom, otro patrocinador, la ha transformado en balón de fútbol rosa. El pirulí del régimen era prueba de la potencia y el buen arte de construir socialista: 368 metros y un café giratorio en lo alto que aún conserva su estilo retro. Las vistas, espectaculares, lo han convertido en uno de los edificios más visitados. En un día claro se puede abarcar el todo Berlín: un paisaje sembrado de edificios, el verde claro de los parques cercanos y el más oscuro de los lejanos bosques; hasta Brandeburgo y el azul de los lagos parecen marcar el horizonte. Las colas para ascender son de horas. Algo similar a lo que ocurre para subir a la cúpula del Reichstag, del arquitecto británico Norman Foster, uno más de los muchos nombres internacionales que han diseñado y diseñan el nuevo Berlín.

Pero volvamos a la historia.

Hasta finales de mayo se ha celebrado la IV Bienal Berlinesa de Arte Contemporáneo. Sus escenarios son una sola calle de Mitte: Auguststrasse. Se pueden ver obras en patios y galerías, en la antigua escuela judía de niñas, en una iglesia, en pisos privados y hasta en un contenedor metálico instalado a la altura del número 52. Una de las piezas es Kiss (Beso), del británico Tino Sehgal, en la sala de los Espejos de la Ballhaus Mitte, un salón de baile abierto en 1913 por el que pasó hasta Franz Biberkopf, el protagonista de Berlin, Alexanderplatz, de Alfred Döblin.

Dos bailarines se mueven lento, se besan suave, se tocan, se tumban una y otra vez uno sobre otro, se incorporan, y giran y giran mientras los visitantes deambulan alrededor de ellos, en una coreografía de círculos y gestos infinitos en un espacio de espejos empañados con la pátina del tiempo, cristales avejentados, estucos, zócalos… Aquí están las huellas del Berlín de principios de otro siglo, aquel que se disolvió entre guerra, odio, dolor y mucho amor al arte, a la música; mucho fanatismo.

Vivió Berlín entonces el esplendor artístico de los años veinte, el horror del nazismo en los treinta, el exterminio de los judíos, los bombardeos de castigo, el suicidio de Hitler… Sufrió la agonía de la derrota tras 1945, la partición de su territorio entre rusos y aliados -"para mí, el Este; para vosotros, el Oeste"-, el furor dictatorial de comunismo, la aparición del muro: calles, familias y vidas rotas durante tres décadas en ese permanente estado de susto que fue la guerra fría. Cientos de muertos por intentar saltar la valla. Miles de víctimas por secuelas. También es estadística. Lo que nunca se tabuló quizá debidamente es el peso de la culpa por esos 12 años de dominio nazi y los 60 millones de muertos en todo el mundo.

Nadie se ha olvidado. Pero han pasado seis décadas. Es otra generación. No hay país que haya hablado y hable tanto de sí. Que se analice y obsesione. "Miremos hacia adelante, hacia los retos del futuro", se lee en un especial de Spiegel titulado 'Los alemanes'. "Hagamos vacaciones de nosotros mismos", recomienda el semanario Die Zeit ante la celebración del mundial. Aunque matiza, ojo, que un torneo deportivo no es un programa coyuntural o de gobierno… Pero, por primera vez tras la reunificación, ha crecido la ilusión conjunta, se ha hecho nacional. "Hemos dejado de hablar de la globalización, de política exterior e interior, de la UE, del paro, de la crisis económica, del pasado…". El magacín Max transmite el mismo sentimiento: "50 buenas razones para enamorarse finalmente de Alemania", titula en portada. Y allí aparece la actriz Nadja Uhl cubierta por una bandera alemana y afirmando: "Amo a mi patria".

Algo inimaginable hace nada. Algo imposible para los pobladores de aquel Berlín Oeste de los años ochenta. Ellos podían ser (eran) estudiantes universitarios eternos; fluían las subvenciones para no importaba qué; se ocupaban y reconstruían las casas con espíritu hippy y comunal; incluso podías no hacer la mili, y, de hecho, no se hacía. Todo el espíritu de Mayo del 68, del que luego crecieron tantos líderes izquierdistas y ecologistas (Joshka Fischer, el ex ministro de Asuntos Exteriores, es quizá el más popular), se cobijaba allí, puro, separado apenas por una pared del paraíso comunista de la República Democrática Alemana (RDA) desde el año 1961. Una paradoja. Ese ambiente bohemio y libertario no se ha esfumado aún, ahora que la ciudad ya es una, grande y libre desde hace tres lustros.

Los turistas se detienen y comentan bajo la cúpula multicolor del Sony Center, pasean por Potsdamer Platz, se acercan a los sufridos (no pueden más con tanta foto) restos del muro allí conservados. "¿Por dónde iba exactamente?", se oye preguntar a una española en grupo mientras la calle bulle con el ir y venir de un parque móvil de estética surrealista: autobuses y taxis, sí, pero también ejecutivos en bici, descapotables conducidos por jovencísimos turcos, motos con sidecar y copiloto con casco modelo guerra mundial, monopatines, patines, triciclos, autobuses descabezados cargados de extranjeros… El guía lo sabe: "Fíjese en el suelo, las hileras de adoquines señalan exactamente dónde". Dos mundos antaño separados: a este lado, el Este (vista hacia la Leipziger Platz, casi rehecha ya); al otro, el Oeste (y allí queda el Museo del Cine, la Filarmónica, la biblioteca de la ciudad que tan bien retrató Wim Wenders en El cielo sobre Berlín).

El muro se derrumbó hecho añicos en 1989, y la RDA y la República Federal de Alemania (RFA) se hicieron país completo y desigual. La RDA estaba desintegrada por la burocracia, la represión -las actas de la Stasi (la policía secreta), que ahora se pueden consultar, son la mejor prueba- y la desidia. Enfrente, una RFA democrática y ante todo capitalista. La reunificación apresurada en 1990 dejó agujeros físicos, económicos y psicológicos que aún no se han cerrado. Zanjas en el paisaje y en el hombre. Los alemanes descubrieron, tras la euforia inicial, el abatimiento en forma de crisis, de cinco millones de parados, de crecimiento económico congelado… Aún hoy, Alemania son dos países distintos, dos percepciones que han resumido bien los periodistas Angela Elis y Michael Jürgs en su libro Typisch ossi, typisch wessi (ossis son los del Este, y wessis, los del Oeste): "Tenéis miedo de la libertad, ossis", "Tenéis miedo de la unidad, wessis". Berlín, una vez más, sigue ahí, siempre en medio. Con sus infinitos mundos múltiples.

En uno de ellos habita Steffen Kieslich, artista y literato autodidacto. El café Nolas ofrece una hermosa terraza con hamacas mirando hacia la pradera del parque Weinberg, en Mitte, el que fuera barrio judío, el de moda, el más querido hoy por solteros, diseñadores y turistas de compra selecta. Hasta aquí se acerca Kieslich para decirnos cosas de este tipo: "El fútbol y la historia no son tan distintos. Ambos, de un modo u otro, se toman la revancha". Ha venido vestido de traje, con corbata y en bicicleta. Es miembro de la Showband Mariatschis, que toca una música que él define como karpatenreggae. Y cuando no tiene actuación -hay que aclarar que aquí los escritores se reúnen en clubes bajo nombre artístico, tipo Lokalrunde, Sürfpoeten, Chaussee der Enthusiasten, Brauseboys, etcétera; programan giras cual cantantes de pop, y hasta se paga entrada por ¡escucharles leer sus textos!- completa sus ingresos como comentarista deportivo. "En Alemania no hay sentido del humor al narrar un partido", dice. Ellos -él y sus colegas de la Lokalrunde- van a solucionarlo. Los ha fichado ya Puma, dice, para el mundial; se les podrá ver y escuchar en el Kaffee Moskau. Kieslich debe marcharse porque tiene trabajo. Se ha citado en un club, el Roadrunners Paradise, aquí al lado. Hoy se juega la final de la Bundesliga. Se oye el estruendo al pasar frente a algunos bares. En el Roadrunners apagan el sonido del televisor, abren las cervezas y… comienza la función: un espectáculo de palabras y dobles sentidos sólo apto para nativos.

"¿Ganará Alemania?", preguntamos al taxista. "Pues claro", dice. "Bueno, o Irán", rectifica mientras pasamos ante el estadio portátil que la marca Adidas ha instalado frente a la explanada del Reichstag. "Impossible is nothing", dice su eslogan. Se han instalado también por la ciudad gigantescas botas de fútbol, balones, libros apilados bajo el lema oficial "Tierra de ideas". Alemania y sus esculturas de quita y pon. Construcciones que se levantan y otras que se destruyen. "Ésta es la Isla de los Museos", se escucha desde el puente de Palacio por la megafonía de los barcos turísticos que navegan por el Spree. "Aquí ven el Pergamon, la Alte National Galerie, la catedral, la avenida Unter den Linden, la Staat Oper…". La Isla de los Museos, la zona más clásica y comunista. Aquí se produce ahora mismo otra de esas escenas con carga de profundidad histórica: las excavadoras derriban el antiguo Parlamento de la RDA, el Palast der Republik. "Allí donde Honecker y los suyos decidieron el destino de muchos", dicen en el barco.

En los años noventa, el edificio quedó vacío, se usó como centro cultural alternativo y ha protagonizado hasta hoy uno de los debates más acalorados en la ciudad: "Palacio, sí; castillo, no". Una palabra, zweifel (duda), de tamaño gigante coronó el edificio durante meses. Sobre el espacio vacío se construirá el aristocrático y barroco castillo de Berlín (destruido durante la guerra y por la RDA). Será para 2012.

Hasta entonces, nadie sabe cuál será el uso del descampado. De momento se ha convocado un concurso de ideas. Die Zeit, tan serio él, ha aportado ya las suyas. Entre ellas, colocar un monumento en recuerdo del Palast der Republik; dejarlo como explanada para montar carpas y celebrar allí un relajado verano 2007 sin mundial, o instalar una noria para observar los trabajos de demolición y reconstrucción".

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Sobre la firma

Lola Huete Machado
Jefa de Sección de Planeta Futuro/EL PAÍS, la sección sobre desarrollo humano, pobreza y desigualdad creada en 2014. Reportera del diario desde 1993, desarrolló su carrera en Tentaciones y El País Semanal, con foco siempre en temas sociales. En 2011 funda su blog África no es un país. Fue profesora de reportajes del Máster de Periodismo UAM/El País

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