El pasado cruel del buen zapatero
Las víctimas argentinas de Ricardo Taddei, sus conocidos en Madrid y la policía cuentan las dos caras del ex militar
Las manos de Ricardo Taddei, argentino de 63 años, estaban marcadas por el rigor del trabajo de zapatero remendón. Durante años trabajó en un pequeño taller de reparación de calzado y duplicado de llaves, en la calle del Capitán Blanco Argibay, de Madrid. Con las mismas manos con las que supuestamente participó en 161 casos de secuestros y de torturas durante la dictadura argentina, pegaba tacones o recosía los zapatos de sus vecinos del barrio de la Ventilla. "Era un buen trabajador y buena gente, pero yo no tengo nada que ver con él", recuerda el joven que atiende el negocio, poco dispuesto a hablar de Taddei.
El ex militar y ex policía bonaerense espera desde el viernes en prisión a que se decida sobre su extradición a Argentina, donde sus víctimas -las que viven- esperan volver a ver la cara del hombre que los secuestró y torturó en tres centros de detención ilegales: Club Atlético, El Banco y el Olimpo, donde le llamaban El Padre.
"Era el Padre, el jefe. Claramente, la persona que lideraba el grupo que me secuestró en junio de 1978. Fue él quien me encañonó con un revólver y me metió en el coche hasta El Banco", recuerda Rufino Almeida, bonaerense de 49 años. "Lo catalogaría como de los duros. El más duro de todos, el que daba las órdenes a los otros torturadores", añade Mario Villani, víctima de Taddei en los tres centros de detención ilegales en los que trabajó el ex militar.
El negocio en el que trabajaba ahora es un pequeño local repleto de maquinaria de reparación de calzado, cordones, betún. Tiene un pequeño local adjunto, de dimensiones aún más reducidas, pero sin duda mayor que las celdas en las que encerraba a sus víctimas en Argentina, llamadas tubos por su estrechez. "Aquí trabajó hasta hace dos años, pero ya no, porque se montó un negocio el solo... Pero no le puedo decir nada ni le puedo atender", aseguró el encargado de la zapatería, llamada Suelas, antes de arrancar una pulidora de ruido ensordecedor. La policía, sin embargo, insiste en que ese era su lugar de trabajo. El miércoles fue detenido en sus inmediaciones, pero ni el encargado de la tienda hindú de al lado ni del bar de enfrente lo recuerdan.
Sí se acuerdan de él sus clientes del negocio que montó en la calle de Francisco Silvela, donde solía acudir con su mujer. "Me he quedado de piedra. Era una persona estupenda, tanto él como su mujer, muy amable y desde luego muy buen zapatero", recuerda una de ellas. "Es que no te puedes creer que ese hombre, que a lo mejor no te cobraba un pequeño parche para lo del niño, que hablas con él y es encantador y formal, sea esa persona que dicen que es", subraya.
"Una vez en el centro de detención, nos desnudaban, nos vendaban los ojos, nos ataban y nos enviaban a la máquina (picana eléctrica). En aquel lugar, al que llamaban quirófano, nos propinaban descargas eléctricas en las zonas más sensibles: ojos, oído, genitales, la planta de los pies..., durante horas. Pero peor que caer en aquel lugar, era caer con un ser querido. Mientras me interrogaban, trajeron a mi novia, Cecilia. La habían violado y arrancado buena parte del cuero cabelludo", afirma Rufino Almeida.
Taddei caminaba por la calle cuando fue abordado por agentes españoles de Interpol y del Grupo de Localización de Fugitivos de la policía, una pesadilla para quienes esperan que sus crímenes se olviden en España. Iba vestido con pantalón y camisa vaquera, camiseta negra y una chaqueta tipo chándal, una colombiana como también se la llama, de color azul. Llevaba puestas unas gafas de sol. No nadaba en la abundancia.
Los policías lo localizaron una vez que se reactivó la orden internacional de detención que había cursado contra él el juez federal argentino Daniel Rafecas. Los agentes comprobaron que Taddei vivía legalmente en Madrid, que había renovado su tarjeta de residencia y que se había empadronado con su mujer, Lucrecia María, y su hijo, Bernardo. Entonces, le tendieron la celada.
El truco de torturar a la esposa, al hermano o al amigo, a veces conseguía que los interrogados decidiesen colaborar. "Muchos se rendían al ver sufrir a seres queridos", explica Rufino. "Entonces salían en un coche con los torturadores y tenían que marcar, es decir, señalar a sus compañeros desde el vehículo. Lo llamaban salir de caza".
Mario Villana y Rufino Almeida perdieron sus nombres durante el tiempo que estuvieron secuestrados. "Era parte de la tortura, anulaban tu identidad, pasabas a ser una letra con un número. Durante los tres años y ocho meses que estuve retenido nadie se dirigió a mí como Mario. Yo era X-96".
- "Control de extranjería, documentación por favor", le dijeron los policías a las 14.15 del miércoles.
- "¿Ricardo Taddei, verdad?", le insistieron.
- "Queda usted detenido", le dijeron antes de informarle del motivo de su detención, y de sus derechos.
Él jamás fue tan escrupuloso con sus víctimas. Con Osvaldo Sivak, por ejemplo. Taddei fue involucrado en el secuestro y extorsión del empresario Sivak, el 7 de julio de 1979. Ese día, dos individuos le abordaron en la calle a punta de pistola. Poco después, contactaron con la familia para pedir un rescate de dos millones de dólares. Cuando la familia acudía a entregar el dinero, la policía detuvo a dos subcomisarios compañeros de Taddei. Sivak fue secuestrado de nuevo en julio de 1985. A pesar de que la familia pagó, fue asesinado de un tiro en la nuca. Taddei huyó ese año.
"Le gustaba alardear de hombre culto e informado. Hablaba con nosotros de política y se tachaba de nazionalista. Admiraba a Hitler y en el centro había símbolos nazis", recuerda Villana.
Taddei ingresó en la Policía federal Argentina en 1961. Alcanzó el cargo de Principal, similar a un capitán del Ejército o al de inspector jefe de policía en España. Lo suyo fue la lucha antisubversiva. En 1976 pasó a ejercer sus funciones en el Comando del Primer Cuerpo del Ejército, en Buenos Aires. Entre ese año y 1979, cuando se incorporó al Ejército como coronel, supuestamente cometió la mayoría de sus crímenes en Club Atlético, Banco y Olimpo.
Hubo más de 300 centros de este tipo en Argentina. En todos se cometieron atrocidades, vejaciones, torturas y hasta robos de niños. "Una compañera, Lucía Rosalina, llegó embarazada y le retiraron el bebé. Se lo quedaron los torturadores. Ella lo sigue buscando", asegura Almeida.
Taddei entró legalmente en España en 1985. Entró legal y seguía legal. Siempre vivió en Madrid, por el barrio de la Ventilla. Nunca dio un problema. No tenía antecedentes en España. Tras ser detenido, estuvo conversando con sus captores. El ex militar dijo ser víctima de una venganza política. "Es que los que entonces corrían ahora están en el poder", dijo.
Los agentes recuerdan que Taddei gesticulaba profusamente con las manos, pero poco a poco vieron que con esos gestos intentaba ocultar el temblor que se apoderaba de él. A los policías les contó que, desde 1985, jamás había vuelto a Argentina, donde aseguró que tampoco le quedaba nadie, porque su familia estaba en España. Ahora le esperan sus víctimas. El viernes se negó ante la juez de la Audiencia Nacional Teresa Palacio a aceptar su extradición voluntaria. Ahora está en prisión.
Los centros del horror
Los centros de detención clandestinos fueron la cámara de los horrores de la dictadura argentina, entre 1976 y 1983, donde los torturadores sometían a sus víctimas a todo tipo de vejaciones. Y a la muerte.
En Club Atlético, uno de los primeros centros activos, había cuatro mesas: tres para realizar las descargas eléctricas a los torturados y una para que los torturadores jugaran, en sus ratos libres, al pimpón. Estaba en un sótano. La temperatura superaba los 45º grados en verano. Se calcula que pasaron por él cerca de 1.800 personas en un año.
Al mando de estos centros se encontraba un jefe de campo, que podía ser militar o policía, mayor del Ejército o comisario de policía. Bajo sus órdenes, el grupo de oficiales, que tenía la finalidad de custodiar e interrogar a los detenidos, y por debajo, los grupos de tareas, también llamados patotas, que tenían la misión de ejecutar el secuestro y trasladar a los detenidos.
Los torturadores eran los guardias, que aseguraban a sus víctimas que iban a preferir morirse y que, en cualquier caso, ellos eran los dueños de sus vidas y tomarían la decisión.
Ricardo Taddei fue jefe de al menos de tres de estos centros del horror.
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