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COLUMNISTAS

El principio de esto

Eran días de finales de noviembre en que el mundo aparecía erizado de cumbres políticas, y éstas, a su vez, erizadas de líderes de todo pelaje que realizaban sus emisiones de gas ilusión. A los hombres siempre les ha gustado mucho reunirse y discutir, y hacer ver que toman decisiones consensuadas que van a convertir el planeta en un lugar mejor. Luego viene la realidad, y les derrota. La realidad es eso que se deriva de la pavorosa lentitud de tal tipo de reuniones, de la inutilidad de los intercambios, del pomposo y pesado transcurrir de los pensamientos asociados a los participantes. La realidad es la consecuencia de actuar mal, de meter la pata históricamente y reaccionar sin talento y a destiempo. Pero, en la realidad, la gente muere deprisa; el hambre, el dolor y la desocupación se instalan con rapidez; las guerras estallan y se prolongan, y llega un momento en que ya nadie recuerda por qué las empezó. En la realidad, poco importan las buenas intenciones (si las hay) de los esforzados conferenciantes. El caos domina hoy día porque las contradicciones entre culturas y formas de vida son muchas y brutales. Y hay que plantarle cara con algo más que cuchipandas internacionales.

Eran días de noviembre macerados en cumbres, ya digo, y yo me encontraba en Londres, en el Imperial War Museum, viendo la exposición antológica sobre la vida y leyenda de T. E. Lawrence, el famoso Lawrence de Arabia. No se la pierdan si se acercan por Londres (pueden verla hasta el 17 de abril de 2006): lo de ahora (Palestina, Irak, el enredo de Oriente Próximo) empezó allí, y resulta fascinante contemplar las fotos, los objetos, los trajes, los tocados, las armas, las cartas, los manuscritos; hay incluso noticiarios Pathé. Sí, resulta asombroso contemplar todo aquello, tan auténtico, procedente de un mundo que iba a cambiar irremediablemente. Imágenes sincopadas muestran a los árabes avanzando ferozmente, Lawrence entre ellos (convertido en icono periodístico por un reportero de la época), a través del desierto, hacia el puerto de Akaba. La historia produce escalofríos. Los mandatarios de aquella época (I Guerra Mundial, 1914-1918) se reunieron no pocas veces para hablar de los árabes, y de cómo utilizarles: hasta meterse en un carajal que desde entonces no ha dejado de adensarse.

La personalidad torturada, austera en lo material e ilimitadamente ambiciosa en sus iluminaciones, llevó a este hombre culto e introspectivo a trabajar como enlace con las tribus de Arabia en la organización de su levantamiento contra la ocupación otomana. Al hacerlo, los árabes ayudaban a Gran Bretaña a ganar la guerra sobre los alemanes y sus aliados, los turcos, y se suponía que su premio sería la independencia. Sin embargo, los británicos utilizaron a los árabes, se repartieron los territorios conquistados, trazaron nuevas y falsas fronteras junto con los franceses e instalaron colonias y protectorados, o reyes nativos cuya fidelidad se aseguraron. Así fue el expolio de Oriente Próximo, basado en promesas de libertad e independencia, como ahora; destinado a rediseñar la zona para proteger los intereses petrolíferos del imperio, como ahora (aunque ahora el imperio es otro, y los ingleses son sus lacayos). El ejército británico entró en Mesopotamia como libertador, pero, al quedarse en calidad de administrador de la colonia, lo que recibió a cambio no fueron flores ni vítores, sino una encarnizada resistencia. Como ahora.

Conmociona ver en una vitrina el recorte de uno de los análisis que Lawrence escribió para The Observer, alertando sobre los errores cometidos por su país al meterse en el avispero iraquí. Si le cambias la fecha podría tratarse de la crónica de un profundo conocedor de la zona en estos tiempos. Podría tratarse de Robert Fisk, por ejemplo: su libro The great war for civilization (editado por Fourth Estate en el Reino Unido y por Knopf en Estados Unidos) explica cuanto necesitamos para saber que sobran reuniones cuando faltan acciones decisivas. Y a veces es tarde incluso para dichas acciones.

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