Rebelión de los jóvenes amish
Sin coches ni electricidad ni teléfono. Los amish viven en EE UU como si fueran un pueblo del siglo XIX. Cuando los jóvenes cumplen 16 años cruzan al otro lado para ver el mundo moderno. El choque es brutal. Un 10% decide no volver a la comunidad. Tres de esos chicos cuentan su experiencia.
Nada más dejar la carretera comarcal de Goshen, en Indiana (Estados Unidos), uno se encuentra con un grupo de casas modulares construidas por piezas. No se le podría llamar barrio; no es más que una carretera pavimentada flanqueada por casas idénticas situadas a varios metros de distancia. Acaba de anochecer y reina la soledad. Un Camaro salpicado de barro, el emblema de la testosterona adolescente de clase media, está aparcado a la entrada de una de las casas. La puerta principal está abierta. En su interior, el olor a rancio es insoportable. Todas las cortinas están corridas y la sala de estar completamente a oscuras. El gigantesco televisor de pantalla plana de 52 pulgadas domina la estancia y ofrece una teleserie que nadie está viendo. Hay tres butacas de cuero en las que se han quedado dormidos sendos hombres, totalmente vestidos. La cocina está nueva, reluciente, a estrenar. Los ceniceros están plagados de colillas consumidas y nadie se despierta ante la presencia de un extraño. No hay ruido ni prisa ni sentido del tiempo. Aquí es donde Gerald Yutzy vive en el limbo.
Gerald, de 24 años, fue educado como amish. En Goshen vive una amplia comunidad amish y el monocromático mundo religioso en el que nació existe en un salto en el tiempo no mecanizado. Conviven con el mundo moderno, cuyos ciudadanos adoptan con avaricia accesorios y posesiones materiales y no consideran pecado utilizar un lavavajillas o un ordenador; gente más o menos como nosotros.
El aparcamiento del almacén Wal-Mart local dispone de plazas para los caballos y carros amish. Se les puede ver en los pasillos, vestidos con ropa sencilla hecha en casa, las mujeres con vestidos grises y gorros blancos, los hombres con sombreros de fieltro negros, tirantes y barba sin bigote. Cuando un hombre amish se casa se deja barba -el bigote recuerda demasiado a los militares-, y así sigue, haciéndose más larga a medida que pasan los años. En Estados Unidos, los amish siguen siendo idealizados en gran parte como un pueblo amable y discreto que porta la antorcha de un pasado poetizado. Llevan una existencia típica del siglo XIX y creen en valores sencillos orientados a la familia. Son muy reservados, no hacen proselitismo y tampoco pretenden formar parte de una cultura en la que el progreso tecnológico y la prosperidad engendran orgullo, poder y estatus, y conducen a la ruptura de las relaciones.
Los amish, cuyas raíces se encuentran en el movimiento anabaptista, huyeron de Alemania hacia Pensilvania en el siglo XVIII. No poseen coches, electricidad ni teléfonos en casa. Son educados con los ingleses, pero inaccesibles e inabordables; no hacen fotografías y no les gusta que otros se las hagan. Creen que sus hijos sólo deberían ir a la escuela hasta octavo curso (a los 14 años) para evitar que se vuelvan "demasiado orgullosos". Su fe se centra en la humildad y se reafirma en la Iglesia, la familia, la comunidad y un estilo de vida sencillo basado en la agricultura y la carpintería. Es de esta forma de vida de la que Gerald ha querido aislarse.
Cada parroquia decide qué acepta y qué no acepta, no existe una única figura dominante. La Iglesia prosigue en el hogar. Los amish de la vieja guardia son más ortodoxos que los de la nueva, en la que se permiten actividades como utilizar un tractor. Pero independientemente de la parroquia u orden amish, hay un principio inquebrantable según el cual los padres no obligan a sus hijos a adoptar su fe. Los anabaptistas creen que el bautismo es una decisión voluntaria que debe tomarse en la edad adulta.
Cuando Gerald cumplió 16 años, se le animó, al igual que a cualquier otro chico o chica amish, a explorar el mundo inglés antes de decidir si se "unía a la Iglesia" o no. Se espera que esto les ayude a tomar una decisión con fundamento. Durante este tiempo, pueden experimentar las libertades del mundo moderno -citas, fiestas, beber, conducir, llevar vaqueros-, y generalmente durante varios años. Algunos se quedan en casa, pero muchos deciden huir de la intensa supervisión de sus padres y alquilan su propia residencia. Los padres no siempre aprueban las decisiones de sus hijos -especialmente en lo relativo a comprar coches e independizarse-, pero las toleran. La nueva vida de Gerald es un testimonio de su independencia, pero puede regresar a casa siempre que quiera. Y si finalmente se bautiza, todos los pecados le serán perdonados automáticamente y quedará limpio.
La mayoría regresa cinco años después, generalmente cuando están listos para formar una familia. En el caso de Gerald ya han pasado ocho años. Su reticencia a volver es comprensible. Si lo hace, se incorpora a la Iglesia, es bautizado, y luego cambia de idea y renuncia a sus costumbres amish por las de los ingleses, sus acciones tendrán una recepción mucho peor. La práctica amish del rechazo -una severa expulsión- es el precio que deberá pagar. La puerta de su familia quedaría entonces cerrada para siempre.
El índice de regresos es elevado. Aproximadamente un 90% rehúsa el mundo moderno y todos sus alicientes. Pero un grupo reducido, al igual que Gerald, no desea abandonar su recién estrenada libertad. Así que, ¿están bien preparados los jóvenes amish para emprender el viaje a un mundo para cuyo recorrido no tienen conocimientos ni dotes sociales?
Inician este viaje con solvencia, ya que han trabajado desde los 14 años y han reunido muchos ahorros, pero con una educación limitada. Llegar de una vida joven que consiste prácticamente en trabajar, acostarse pronto y leer la Biblia, arropados por estrictas normas familiares, y cruzar la calle a un mundo de sexo, drogas y gangsta rap puede provocar un estrés enorme. ¿De verdad es sorprendente que tantos huyan del terrible y vacío mundo de los ingleses hacia el santuario de su familia amish?
Gerald, despierto ahora en su casa de la solitaria calle frente a la carretera, con el Camaro aparcado en la puerta, pertenece al 10% aproximadamente que ni está bautizado ni ha sido rechazado. "No he renunciado a ser amish", afirma en voz baja. Se sienta ante una mesa camilla con cristal. Ha estado durmiendo y sale como nuevo de una ducha de 45 minutos, oliendo a champú y luciendo sudadera con capucha y pantalones anchos.
Sus padres todavía le presionan para que vuelva, pero como ya no pasa demasiado tiempo en casa, no es algo que considere una prioridad. Ahora su vida consiste en trabajar y dormir en su pequeña habitación, que parece una cueva. Tiene chicas desnudas en la pantalla del ordenador, televisión con mando a distancia y algo de marihuana sobre la cama.
La habitación contigua a la suya pertenece a su amigo Jonás, y hace gala de una limpieza obsesiva. Más tarde, Jonás explicará que es su novia quien la mantiene tan limpia.
Jonás se acaba de levantar y se relaja viendo la televisión. Tiene seis hermanas y dos hermanos y trabaja en una fábrica que produce vehículos recreativos. No va a la iglesia y no piensa renunciar a su coche porque le gusta la velocidad. Tiene 23 años y dice que a los 17 ya sabía que no volvería. Se ha levantado a las seis de la mañana para ir a cazar.
Gerald no es cazador. Es tranquilo, sensible y parece de una irresponsabilidad contenida. Toda la semana trabaja con su padre amish en la fábrica, desde las cuatro y media de la madrugada hasta el mediodía. Habla con sensatez. A diferencia de la mayoría de niños amish, que asisten a un colegio de una sola aula, Gerald fue a una escuela normal, pero sólo hasta los 14 años. También se crió en una familia relativamente pequeña, con sólo un hermano y dos hermanas; la mayoría de las familias amish cuentan con once o doce hijos. Tiene teléfono móvil y suena varias veces. "Es mi padre", dice, y hace caso omiso, explicando que han tenido una gran discusión porque fuma marihuana.
No hubo ningún momento concreto en que dejara de considerase amish. Fue algo gradual, recuerda. Ya no piensa en ello, y afirma, varias veces y con convicción, que no lo echa en absoluto de menos. Aun así, dice que sigue creyendo en Dios y en el paraíso y que el modo más sencillo de entrar en él es siendo amish.
El año pasado quería ver la película 'La pasión de Cristo', de Mel Gibson, pero no pudo hacerlo porque se habría sentido demasiado culpable. Tiene la libertad para hacer y pensar lo que quiera, pero su conducta sigue estando mediatizada por su educación. Esta confusión es manifiesta cuando habla sobre una reciente experiencia, en la que uno de sus amigos murió asesinado durante un robo.
"Cuando era más joven nunca hubiera imaginado que alguien sería capaz de hacer algo así. No tiene sentido", afirma. A los niños amish se les enseña a confiar y a creer en la bondad de la gente. Cuando ocurren cosas malas dentro de la propia comunidad -enfermedades mentales, abuso de drogas o incesto, acusaciones que se han publicado recientemente en la prensa-, su planteamiento es llevarlo con discreción, proteger a los suyos y solucionarlo ellos mismos.
También está enraizado en la idea amish de la gelassenkeit o sumisión. Las esposas obedecen a los maridos, los hijos a sus padres, y los amish consideran pecado negar el perdón. A Gerald le resulta difícil comprender algo como un acto de violencia aleatorio, debido a su educación enclaustrada. Suspira: "Con el tiempo, llegas a un punto en el que ya no te sorprende. A veces creo que ya no le pasan cosas buenas a la gente".
Es difícil decir si su cinismo es el resultado de vivir en el mundo inglés o si forma parte del proceso natural y orgánico de madurar.
Han pasado algunas horas y Gerald acepta salir a cenar. Lo de comer fuera no es algo que él y sus amigos hagan a menudo. No hay demasiadas opciones, aparte de la comida rápida, y hay días en que incluso se olvida de comer. Tampoco hay mucho que hacer en Goshen. El pueblo tiene una sala de billares, un cine y una bolera, pero la mayoría de las noches él y Jonás se quedan en casa.
Jonás se niega a moverse de su butaca. Suelta como disculpa: "Ya saldré mañana".
Gerald es de modales circunspectos, así que cuando reacciona con una sacudida mínima de emoción, se nota. Nos sentamos en un reservado de un falso restaurante italiano; pide una cerveza y come con desgana la "interminable" ensalada. Le sorprende oír que el 90% opta por regresar y unirse a la Iglesia. "¿Noventa?". Pone los ojos en blanco. "Es mucho más que eso. Diría que es un 99,9%".
La apatía y el sopor le hacen sentirse prisionero; podría ser la marihuana, o quizá el aburrimiento mortal de la América profunda, o a lo mejor que su infancia nunca le preparó para pensar en la independencia, la ambición y la vida fuera de la familia y la Iglesia. Ahora ocupa el lugar entre esos dos mundos, una pauta constante de ir a la deriva y dormir.
"Nada me emociona. Ahora mismo soy una persona sin metas. Y ahí está el problema, necesito tener algún objetivo y ponerme las pilas. No tengo ambiciones. Me limito a ir a trabajar, volver a casa, ir a trabajar y dormir". Toma un trago de cerveza. "Sé que no puedo vivir así para siempre". Habla sobre su deseo de viajar, pero el interés se nota distante. Fue a Florida y vio el océano. Ha estado en Nueva York. ¿Y qué sintió? "Estaba bien, pero a veces es mejor quedarse en casa, ¿me entiendes?".
¿Y qué hay de sus padres? Les resulta difícil aceptar la decisión que parece haber tomado. Quieren que regrese, le piden un motivo por el que no lo hace. Pero no tiene ninguno. Para Gerald y para muchos jóvenes amish sus costumbres son, más que la religión, su estilo de vida. De modo que cuando le pregunto qué es lo mejor de su nueva vida, hace una importante puntualización: "No es mejor. Pero me gusta".
Aun así, cree que la libertad de la que goza no es buena, y, curiosamente, a pesar de lo que le aporta, se considera un desfavorecido. Resulta sorprendente que reconozca que la vida que rechazó es una vida privilegiada: "Al ser amish estás vinculado a una comunidad. Harán cualquier cosa por ayudarte. Todo el mundo colabora". Se encoge de hombros ante su decisión actual de rechazarla. "Ni yo mismo lo entiendo", confiesa.
Quizá sea en parte porque Gerald es una persona solitaria y odia los "contratos" de cualquier tipo, ya sean religiosos o de otra clase. La libertad personal significa que le dejen en paz. Tuvo una novia formal, pero le traicionó (no habla del tema), y desde entonces no ha mostrado demasiado interés en salir con nadie. Podría si quisiera -aunque no se fija en las chicas que le miran al pasar-, pero reconoce que ahora mismo no tiene libido y no se imagina casándose.
Hace unos años le pidieron que asistiera al famoso programa de televisión de Oprah, pero se escabulló en el último momento porque se sentía extraño. Luego, al ver el programa, se disgustó porque consideraba que retrató a los amish como habitantes de la Edad de Piedra y a sus mujeres como simples criadoras de hijos. Cuando habla sobre el tema, queda claro que todavía se siente leal, protector y a la defensiva cuando tocan a su antigua comunidad. ¿Duda sobre su actual decisión de abandonar la Iglesia? Niega con la cabeza. "Sé que no he cometido un error, sé que no sería más feliz siendo amish porque no me gusta serlo, pero, a la vez, sería mucho más sencillo y mejor para mí".
Las carreteras que rodean Goshen están flanqueadas por carteles que muestran torsos escuálidos. El titular dice: "Los estragos del cristal". La metanfetamina (más comúnmente conocida como speed, velocidad) es una droga popular en esta región del país y una de sus características más insidiosas es que destruye paulatinamente la parte del cerebro que gobierna la experiencia del placer. La memoria emocional y la capacidad para recordar el placer quedan dañadas. Esto también dificulta el disfrutar de la vida una vez que uno recupera la sobriedad. Se considera al speed la droga más adictiva porque aumenta la producción de dopamina en el cerebro, inundándolo pero asfixiando irrevocablemente su fuente hasta que ya no produce suficiente como para mantener una existencia emocional sana. Reduce la capacidad cerebral para recrear el placer, y por eso la recaída es tan frecuente; los reincidentes lo consumen para regresar a un estado de euforia que ya no existe.
Resulta difícil no especular sobre si el letargo, la inusitada carencia de excitación alimentada por las hormonas, la falta de ambición, o sencillamente de iniciativa en el círculo de amistades de Gerald, tendrá algo que ver con la cultura de la droga en esta pequeña comunidad. La impoluta habitación (la limpieza y orden obsesivos a veces son el resultado del ímpetu producido por el speed), las excesivas horas de sueño, el anquilosamiento de su existencia pueden ser indicios.
Si la metanfetamina se fuma, la consecuencia es la llegada instantánea de una dosis al cerebro; el subidón va seguido de la capacidad para mantenerse despierto hasta 36 horas seguidas. A los trabajadores de las fábricas se les paga por piezas, de modo que, cuanto más tiempo puedan mantenerse despiertos, más dinero podrán ganar. El crank -o arranque, la forma calcárea de la metanfetamina- es más accesible que el cristal (también conocido como ice o hielo), y pueden comprarse los ingredientes en una tienda de alimentación. Un proveedor de tratamientos para adictos del centro de rehabilitación local afirma: "Cualquiera con una educación de octavo curso puede fabricarlo".
"La mayoría de la gente que ingresa aquí es remitida por los juzgados. No hay muchos que lleguen por motivación personal". Calcula que entre un 8% y un 10% son amish, y, teniendo en cuenta la rigurosa naturaleza conservadora de su vida, la mayoría de ellos debe de estar en su intervalo rumspringe (ese merodeo adolescente antes de bautizarse), ya que la propia comunidad impone la ley local sin demasiados problemas. Tampoco es inusual que los amish que se enganchan a las drogas regresen y se unan a la Iglesia como método de rehabilitación y recuperación. Julie Dijkstra, ayudante del sheriff del condado de Elkhart, afirma que los amish abordan los problemas de forma interna.
La noche siguiente, Lyndale Schmucker se apoya en su camioneta roja, que está aparcada en la puerta de la casa de Gerald y Jonás. Está marcando números en su teléfono móvil. Gerald está dentro, dormido en su habitación, y la puerta principal está cerrada. Lyndale espera a Jonás, que todavía no ha vuelto. El rechazo de Lyndale, de 23 años, al mundo amish es más profundo, más agresivo, que el de Gerald, y no siente ninguna lealtad hacia sus raíces. Mete las manos hasta el fondo de los bolsillos de sus vaqueros y mira hacia el suelo. Su voz es grave y explica que ya no se considera amish en absoluto. Para él, el rechazo es una reacción a la hipocresía. Sigue yendo a la iglesia y habla sobre la época en que llevaba pantalones caqui en lugar de ropa amish. "Yo les decía que era ropa sencilla, de vestir. Pero no les gustaba. Y les preguntaba: '¿Por qué os fijáis en la ropa de la gente?'. Todos estamos allí por el mismo motivo. ¿Estamos allí por la ropa? No lo entiendo". Cita una larga lista de incoherencias. Por ejemplo, que los amish no permiten tener teléfono en casa, pero utilizan las cabinas públicas. "No entiendo por qué no permiten tener teléfono. Es algo necesario. Los teléfonos pueden salvar vidas. ¿Pueden tener uno fuera, a dos metros, pero no dentro de casa? Y no quieren que tengamos vehículos porque está mal, pero luego quieren que les llevemos a todas partes".
"Le dije a mi madre", continúa, "que no pensaba unirme a la Iglesia hasta que pudiera explicarme la diferencia entre tener un teléfono en casa o a dos metros de la puerta. Me respondió: 'No lo utilizarás tan a menudo como si estuviese colgado de la pared'. Pero en cuanto necesites un teléfono, saldrás fuera y lo usarás". Acaba casi todas sus frases encogiéndose de hombros y con un: "No lo sé, es cosa mía". Su madre cree que sería más feliz si se uniera a la Iglesia, pero no está nada convencido. "Si vendiera mi camioneta y todo lo que tengo, ¿cómo iba a ser más feliz?".
Cuando se le pregunta sobre la transición, admite que no le resultó fácil: "Sufres mucho. Tienes que luchar. Cuando te vas a comprar tu primera camioneta, tus padres no quieren que lo hagas. Lloran porque está mal. Se hacen ilusiones. Para ellos es difícil ver que sus hijos no les obedecen. Ser amish te complica la vida. Siempre tienes que molestar a alguien para que te lleve a algún sitio, o debes ir en bicicleta a hacer una llamada si no tienes una cabina cerca. Ahora, si quiero ir a algún lugar, me subo a mi camioneta y voy". Mira a lo lejos: "No me imagino renunciando a mi camioneta, al teléfono, pasar a no tener nada".
En general, parece que los que deciden no regresar están en un dilema, pero no confusos. No se plantean el impacto psicológico ni las consecuencias espirituales de sus acciones, porque no cavilan sobre la elección entre el mundo amish y el mundo inglés. Sencillamente, se formulan la pregunta que ocupa la mente de cualquier joven: "¿Qué me hará más feliz?". Y no están convencidos de que amish sea la respuesta. Para quienes no regresan a la Iglesia, no suele tratarse tanto de una acción decisiva o una declaración de creencias, sino de darse cuenta de que sencillamente no desean lo que tenían antes. Renuncian a un estilo de vida más que a una religión. Poseer un coche les resulta mucho más atractivo que un caballo y un carro.
Al norte de Goshen, Mary Mosley está esperando en el McDonald's frente a la carretera. No sólo los chicos rechazan el mundo amish. Las chicas también, y por un motivo en apariencia más sólido. Las mujeres siguen estando mayoritariamente subordinadas a los hombres. Mary tomó la valiente decisión de abandonar el mundo amish y ahora vive completamente repudiada. Ha aceptado asistir a la cita para tomar un café y está sentada con las manos cruzadas, que reposan sobre la mesa frente a una bandeja de plástico con patatas fritas. Su voz es poco más que un susurro, pero está ansiosa por hablar y transcurren varias horas mientras cuenta su historia.
Mary fue criada como amish en el condado de Nappanee; comenzó a trabajar a los 18 años fabricando fundas de asientos para aviones. Todavía llevaba ropa amish, pero sabía que no se incorporaría a la Iglesia. Dice que lo sabía desde los 15 años, cuando fue lo bastante mayor para darse cuenta de que "dicen que ésas son las normas, pero no las cumplen".
Sí, los amish no tienen coche, pero no tienen el menor problema para montarse en uno. Su punto de vista es que sólo los ricos pueden permitirse tener un coche, y, por tanto, eso crea desigualdad y divide a la comunidad. Es una muestra de riqueza y estatus y un instrumento de división. Pero Mary no está convencida, cree que la desigualdad no se erradica prohibiendo ser propietario de un coche y que también hay esnobismo en la comunidad. En su caso, la sensación de desigualdad vino porque su familia era pobre. "No existe comunidad para la gente pobre". Cuando era pequeña, se reían de ella por el tejido de su ropa. "Si no comprabas ciertas telas, no ibas a la moda". Para su familia era difícil. Por ejemplo, aunque los amish no permiten tener vehículos a motor, un carro con cuatro caballos denota más riqueza que otro con un solo caballo. Y la raza también. "Existe mucha competencia con los caballos. Cuál es el más fuerte y todo eso. ¿Y por qué un chico puede comprarse un carro, pero una chica no?", se pregunta. Las expectativas de las mujeres amish no son negociables. No trabajan una vez que tienen hijos, no gozan de igualdad con su marido. A Mary esto nunca la convenció.
Pero también veía otras contradicciones. Explica que a algunas mujeres se les permite tener teléfonos móviles cuando están embarazadas y conservarlos en casa mucho después del parto. Y algunos de los amish del nuevo régimen permiten tener pequeños electrodomésticos o guardan herramientas eléctricas en el garaje. Cree que, a pesar de la máxima de igualdad, hay tanta competencia en el mundo amish como fuera de él, "sólo que no hablan de ello".
Vivió en casa hasta los 21 años, y cada vez estaba más desilusionada. "Veía el nombre amish utilizado en anuncios de pan y mantequilla de cacahuete". Pero la educaron para creer que si no era amish no iría al cielo. Se marchó, compartió un apartamento con una amiga amish, y trabajó de electricista. Su familia rezaba para que volviera. Regresó e hizo borrón y cuenta nueva. Pero poco después del bautismo sintió que estaba viviendo una mentira. No se encontraba cómoda y, lo que aún le inquietaba más, le disuadían de que pensara por sí misma.
Una vez que decidió que ya no sería amish, se sintió en paz. Dejó de llevar ropa amish y se sintió liberada. Ahora vive con su marido inglés, su hijo y su hijastra, y siente mucho más la pareja de lo que podría esperar con un hombre amish. "Me respeta, lo hacemos todo juntos. No me considero estúpida". Ya no se considera parte de la comunidad, y asegura que sólo echa de menos algunas cosas: "Añoro conducir el carro en una fría mañana de invierno y oír las ruedas crujir contra la nieve. Te daba sensación de paz".
Pero se trata sólo de un atisbo momentáneo de nostalgia. A sus 29 años ha hecho un cambio valiente, que le enorgullece y reconforta. Mira por la ventana el aparcamiento y aparta la bandeja intacta de patatas fritas. "Puede haber sencillez en todas partes".
© The Sunday Times Magazine.
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