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Columna
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Un mundo con-sin fronteras

Le Monde y France Culture crearon en Montpellier hace 20 años un espacio de debates, Encuentros de Petrarca, que se ha convertido en la cita estival de la intelligentsia mediática francesa. Durante el mes de julio, un millar largo de personas se congregan en el Claustro de las Ursulinas para analizar un tema de actualidad. En esta ocasión, la sabiduría de Laure Adler ha elegido la frontera, uno de los principales referentes de nuestra contemporaneidad, a consecuencia de la multiplicación de los procesos mundializadores y de la exacerbación de tantas identidades de la más diversa condición: geopolíticas, religiosas, culturales, sociales, étnicas, etcétera. Entre estas últimas, los enfrentamientos en Francia de las comunidades judía y árabe y el diktat de Sharon que conmina a los judíos franceses a emigrar a Israel han relanzado el viejo antagonismo semitismo-antisemitismo.

Las fronteras las tenemos hoy sobre todo con el Sur y funcionan como dispositivos de exclusión y clausura, como armas totales frente a quienes creemos que quieren disputarnos nuestros privilegios. La frontera es así un mecanismo de discriminación, un muro de la vergüenza, un no-lugar en cuyo vacío acampa el horror y cuyo único destino posible es la violencia. Sangatte, Brindisi y, para nosotros, Ceuta y Melilla, con su doble barrera de acero, hormigón y alambradas de más de 12 kilómetros y su importante arquitectura de televigilancia y represión, o Gibraltar y el Mediterráneo, con la pesca cotidiana de ahogados, sólo en busca de una vida mejor. Patrick Weil no quiere cuotas que tan mal funcionan, según él, en Estados Unidos, y otras voces, con Michel Rocard entre ellas, sostienen, rebosando sentido común, que Europa no puede acoger toda la miseria del mundo. Lo que es obvio. Y en el entretanto seguimos amontonando cadáveres en nuestras playas e intentando resolver los conflictos que plantean las fronteras étnicas a golpe de bombas y de efectos colaterales (léase OTAN y antigua Yugoslavia), al igual que pretendemos tapar con la manta de la libertad y los derechos humanos la búsqueda exclusiva de nuestro enriquecimiento empresarial y personal (léase clan Bush e Irak). Más allá de los útiles efectos social-paliativos de los actores de la solidaridad mundial, es evidente que la varita mágica del todo "sin fronteras" no puede salvar las salvajes diferencias, que son injusticias programadas entre el Norte y el Sur (léase deuda, sida, tráfico de órganos, comercio prostibular), que encuentran en la injerencia humanitaria negadora de la autonomía de los Estados su coronación más discutible y celebrada.

Pues no cabe olvidar que, hasta que tengamos un verdadero orden mundial que funcione, la ciudadanía pende de la nacionalidad, los derechos cívicos sólo tienen verdadera efectividad si están reconocidos y garantizados por una legislación nacional, y sólo se es ciudadano en el marco institucional de un estado-nación. Hoy por hoy, esos vectores de nuestra esperanza que son las Declaraciones de Derechos Humanos -la norteamericana, la francesa, la de Naciones Unidas- no logran atravesar las fronteras de los Estados, en particular de los grandes (léase China, Rusia, Estados Unidos, Arabia Saudí, etcétera). Lo que crea esa conciencia generalizada de vulnerabilidad, de individuos amenazados, de comunidades sitiadas, que la guerra imperial contra el terrorismo ha generalizado produciendo la ideología del peligro unánime y el negocio de la seguridad: cámaras de vigilancia en las calles, las escuelas, los centros comerciales, las estaciones, los medios de transporte, con la privatización de las tareas de control y de policía, la proliferación de milicias privadas, la interpenetración de las funciones militares y policiales, el protagonismo de los servicios de inteligencia. Todo pagado al altísimo precio del empequeñecimiento de nuestras libertades, de nuestro enclaustramiento defensivo. Todos encuclillados tras las fronteras del miedo, huidos de la vida que nos puede matar, pero que es lo único que nos hace vivir.

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