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Edward Hopper, un americano cautivado por la luz de París

La obra que el pintor realizó en la capital francesa se expone en Giverny

Pintor del tiempo detenido, de la luz que ilumina pero no calienta, Edward Hopper es el pintor estadounidense de la Depresión, el artista que reflejó "el caos de la fealdad americana", tal y como él mismo dijo. En Giverny, en las cercanías de París, en el Museo de Arte Americano, se presentan, hasta el próximo 4 de julio, 40 obras realizadas por el pintor en el transcurso de sus tres viajes a la capital francesa: en 1906, 1909 y 1910.

De esas breves estancias parisienses -la más larga dura ocho meses- aprendemos que buena parte de los elementos que van a constituir su mundo ya están ahí: la ausencia o despersonalización de los personajes, el encuadre privilegiando el vacío, la sensibilidad para captar la dimensión arquitectónica del espacio, su personal manera de tratar la luz.

Cuando llega a París para instalarse en el 48 de la Rue de Lille, Hopper (Nyack, EE UU, 1882-Nueva York, 1967) tiene 24 años y lleva tiempo estudiando dibujo y pintura para poder trabajar como ilustrador. En París no se interesa por la última vanguardia o por conocer lo que hacen los fauves; vive ajeno a la decadencia del puntillismo y no se entera de que Matisse o Picasso han descubierto el llamado "arte negro". Hopper sólo tiene ojos para el Louvre y el Sena.

De su deambular solitario por los quais del río nace una serie de pinturas dedicadas a la sucesión de puentes: el Royal, el del Carrousel, el des Arts, el Pont Neuf o el de Saint Michel. Y, omnipresente, el gran museo, ese Louvre que impresiona por su tamaño pero también por los saberes que encierra. Hopper, modesto, se limita a rendirle homenaje, a presentarlo casi como una fortaleza bañada por el sol.

Al aire libre

De esos años, Hopper recuerda que "me bastaba dar unos pocos pasos para ver el Louvre al otro lado del río. De la esquina de la Rue del Bac y de la Rue de Lille podía verse el Sacré-Coeur: flotaba en el espacio como una visión inmensa situada por encima de la ciudad". Es una anotación que nos conduce a lo que de verdad le interesa: pintar al aire libre, al plein air de los impresionistas, para encontrar un estilo personal confrontándose con lo que otros miles han pintado antes que él. Es un problema de visión, una lenta decantación a favor de las composiciones horizontales, una manera propia de tratar la figura humana, de descubrir la belleza y la especificidad de la luz. "La luz de París no se parecía a nada de lo que había conocido antes. Las sombras eran luminosas, luz reflejada. Incluso bajo los puentes" constata este americano solitario que visita la ciudad sin apenas dejar nunca la orilla izquierda del Sena.

La vida cotidiana, la más humilde, aparece reflejada en ciertas opciones arquitectónicas. Por ejemplo, al escoger como tema los lavaderos del Pont Royal o al mostrar a dos mujeres a la izquierda del cuadro titulado Le Bistro, en el que ellas parecen refugiarse en la sombra para escapar a la desolación que imponen el sol y el viento, o al presentar por enésima vez el Louvre como una mole que se dibuja detrás de los árboles con una modesta barcaza en un primer plano.

Cuando Hopper llega a París en 1906 lo hace becado y dispuesto a descubrir la vieja Europa. Su curiosidad de turista silencioso le lleva a Londres, Amsterdam, Berlín y Bruselas a visitar los grandes museos de cada una de esas ciudades. Su segundo viaje, en 1909, lo centra en París y sus alrededores, con el Sena como eterno compañero y guía, mientras que la tercera y última visita, la de 1910, se cierra con una escapada hasta Madrid y Toledo, con el Prado y el Greco como objetivos. Luego, en 1912, ya en Nueva York, trabaja como ilustrador al mismo tiempo que sigue pintando. Sus telas parisienses las expone en repetidas ocasiones y en distintos lugares entre 1912 y 1926, pero la vida americana va cobrando más y más protagonismo en sus obras.

En 1923, a raíz del éxito de una presentación de sus acuarelas en Nueva York, de las que vende 15, Hopper abandona su trabajo como ilustrador comercial para consagrarse a su obsesión de cronista visual de un país en pleno periodo de morosidad económica, una época en la que la vida le puede a todos los sueños. Más tarde, una vez fijada la base veraniega en Cape Cod, Hopper comenzará a viajar por EE UU, a recorrerlo en toda su extensión siempre en coche, y de ahí los bares nocturnos, los moteles miserables, la soledad... El reconocimiento oficial, las antológicas y las medallas, las selecciones para bienales oficiales, se suceden desde mediados los años treinta y hasta la muerte del pintor en su taller neoyorquino.

<i>Escalones en París</i> (1906), de Edward Hopper.
Escalones en París (1906), de Edward Hopper.
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