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Reportaje:

El Concordato que nadie quiere festejar

Se cumplen 50 años de la firma en Roma del pacto que consagró el nacionalcatolicismo español

En agosto de 1953, caluroso como el de este año según las hemerotecas, los españoles estaban de estreno. La ONU había revocado las sanciones impuestas al régimen franquista por su hermandad con Hitler y empiezan a regresar a Madrid los embajadores de casi todos los países. Llega también el cinemascope. España ingresa en la Unesco y Sautier Casaseca lanza la radionovela Lo que nunca muere. Además, el Gobierno permite por fin la distribución de Coca-Cola y ya se puede importar tabaco rubio. Acaba el racionamiento del pan. La Seat fabrica el primer coche en Barcelona, Alfredo Di Estefano ficha por el Real Madrid y Estados Unidos decide instalar varias bases militares en territorio español a cambio de leche en polvo y algún crédito industrial. Se acabó el aislamiento, proclaman a diario los periódicos.

"Los obispos llevaron bajo palio a Franco, y el 'Boletín Oficial' acogió a la Santísima Trinidad"
"Franco hablaba de Dios y de la Iglesia, y los obispos y los curas hablaban de política"

Todo había empezado en Roma "en el nombre de la Santísima Trinidad". Así rezaba la primera línea del Concordato ultimado aquel agosto de 1953, que el Boletín Oficial del Estado publicó el 19 de octubre. "En el nombre de la Santísima Trinidad", decía el preámbulo del texto legislativo. "Si los obispos habían entronizado en sus catedrales bajo palio al dictador en plena Guerra Civil, era bien justo que el BOE también acogiese a la Santísima Trinidad", ironizó el historiador Josep Maria Piñol, autor de La transición democrática de la Iglesia católica española.

Fue el teólogo José González Ruiz, autor de Otra Iglesia para otra España, quien acuñó el neologismo de "nacionalcatolicismo" para denominar el maridaje entre la espada y la sacristía que gobernó España con mano de hierro. El vocablo estaba cargado de "socarronería y sarcasmo, porque proponía una llamada subliminal tendente a poner el maridaje entre la Iglesia católica y el franquismo en relación con el naciaonalsindicalismo español y el nacionalsocialismo hitleriano", dijo Casimir Martí, ordenado sacerdote en el Congreso Eucarístico de Barcelona de 1952.

Aquella exhibición religiosa de Barcelona en torno a la eucaristía, mimada por Franco como si se tratase de un plebiscito internacional, fue el primer hito del deshielo que ansiaba el dictador. No iba descaminado. Un año más tarde, el 27 de agosto, Roma firmaba el Concordato con el ministro Alberto Martín Artajo, en nombre de Franco, y el cardenal Domenico Tardini, en nombre de Pío XII, como principales protagonistas. Era el gran triunfo de la dictadura, la culminación de una larga batalla para ganarse el perdón por sus relaciones con Hitler y Benito Mussolini, sus padrinos, además de la jerarquía católica, en la guerra contra la República. Y todo sin ceder ni un ápice en sus posiciones, a pesar de los conflictos que un régimen totalitario suscitaba ya ante numerosos prelados eclesiásticos.

Para empezar, las negociaciones del Concordato habían sido tormentosas en algunas ocasiones y se prolongaron durante 14 años, a veces al borde de la ruptura total, incluida la retirada de embajadores. En 1941, fecha del primer acuerdo del régimen con Roma, el ministro de Exteriores español, Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco, se presentó a la firma frente al cardenal Gaetano Cicognani vestido con camisa azul y abundantes correajes.

Aquellas exhibiciones fascistoides incomodaron al Vaticano, pero había motivos más profundos para la desazón. Franco quería el concordato y estaba dispuesto a dar lo que le pidieran -dinero sin cuento, privilegios y la definición de la Iglesia como una "sociedad perfecta"-, pero ningún poder que no pudiera controlar. Y exigía ser correspondido con igual generosidad: las mismas prerrogativas que disfrutó el rey Alfonso XIII, sumisión del clero a sus políticas y tanta parafernalia como fuese necesaria, se tratase de desfilar bajo palio rodeado de obispos o del nombramiento de prelados a su conveniencia, previa selección exhaustiva por el régimen. El ambiente lo resume el obispo Alberto Iniesta, emérito de Vallecas (Madrid). "Como se decía entonces, en aquellas ocasiones Franco hablaba de Dios y de la Iglesia, y los obispos y los curas hablaban de política. ¡De política del Movimiento, naturalmente!".

Aún quedan activos seis de aquellos obispos concordatarios: el cardenal de Barcelona, Ricard Maria Carles, nombrado en 1969 para la diócesis de Tortosa; el arzobispo de Mérida, Antonio Montero, designado auxiliar para Sevilla en 1969; el arzobispo castrense, José Manuel Estepa; el obispo de Canarias, Ramón Echarren, y el prelado de Orihuela-Alicante, Victorio Oliver, nombrados auxiliares de Madrid para el cardenal Tarancón entre 1969 y 1972; el obispo de Mondoñedo-Ferrol, José Gea Escolano, auxiliar de Valencia en 1971, y Antonio Dorado, actual obispo de Málaga, nombrado en 1970 prelado de Guadix-Baza. Carlos Amigo Vallejo, prelado de Sevilla, es arzobispo desde 1974, pero inició su carrera en Tánger muy joven, a los 37 años, fuera por tanto de la jurisdicción del dictador, y no llegó a la sede hispalense hasta 1982.

Con esos mecanismo de selección de prelados, la sumisión de la Iglesia al dictador fue proverbial, pero hubo excepciones sonadas que sacaban de quicio al régimen, descubriendo sus verdaderas intenciones para con la Iglesia. La primera humillación la sufrió en 1941 el primado de Toledo, cardenal Isidro Gomá, entusiasta filofranquista de primera hora, pero asustado pronto porque Franco seguía matando y encarcelando tras la guerra con la misma tranquilidad que lo había hecho durante los años del conflicto fratricida.

El cardenal creía en 1941 que había llegado el momento de la reconciliación y el perdón, pero iba a enterarse pronto del carácter totalizador del dictador, que ya se había atrevido en 1937 a censurar a Pío XI, cuya encíclica Mit brennender Sorge

(Con ardiente preocupación) condenando el nazismo no pudo publicarse en España. Haría lo mismo, sin miramiento alguno, con la carta de Gomá Lecciones de guerra y deberes de paz. Y repitió el gesto autoritario con otras pastorales episcopales, secuestradas nada más salir a la calle. El conflicto más llamativo, por el protagonismo posterior del prelado que lo sufrió, se produjo en la diócesis de Solsona, ocupada por un obispo de 37 años llamado Vicente Enrique y Tarancón. El futuro cardenal publicó en 1950 la pastoral El pan nuestro de cada día. "No tan sólo la justicia y la caridad cristiana, sino la misma humanidad pide y exige que se atiendan los clamores de los que piden con angustia un pedazo de pan", escribió. En otro párrafo advertía de que la Iglesia no era cómplice "de una gran injusticia", y arremetía contra la mala administración y el enriquecimiento de algunos jerarcas del régimen con el estraperlo.

Conflictos al margen, el Concordato fue fruto de cesiones por ambas "Partes Contratantes", que ganaban más que lo que cedían. "La Iglesia defendió más sus propios intereses religiosos que los intereses sociales del pueblo", opina José María Castillo, autor de La alternativa cristiana.

Cincuenta años después nadie está interesado en celebrar -ni siquiera en recordar- el acontecimiento, ni la Iglesia ni el Estado, pese a que algunas ideas de aquel Concordato siguen vigentes por encima de la separación Estado-Iglesia que proclama la Constitución de 1978. Por eso la veintena de organizaciones que integran la Coordinadora Laicista reclama sin cesar al Congreso de los Diputados su "revocación definitiva, porque permanece vigente a través del Acuerdo de 1976 y de los cuatro Acuerdos de 1979, que hipotecan la Constitución sometiéndola a tratados internacionales y recortando derechos fundamentales".

"La carne de cura indigesta, Camilo"

Los obispos españoles, en su inmensa mayoría, permanecían en 1953 fieles a Franco, pero los papas Pío XI y Pío XII no respaldaron siempre a sus belicosos prelados durante la negociación del Concordato. Al nacionalcatolicismo franquista se le iba a torcer completamente el gesto cuando accedió al pontificado, en 1958, Juan XXIII, protector de no pocos exiliados españoles, en especial los democristianos del PNV.

Juan XXIII prohibió que en su presencia se pronunciara la palabra cruzada, por ofensiva para el espíritu cristiano. Franco lo sabía y durante el Concilio Vaticano II (1962-1965) se empleó a fondo para que sus prelados se opusieran con todas las fuerzas a, entre otras reformas, la declaración de la libertad religiosa como un derecho fundamental de la persona humana. También le irritó que el concilio suprimiera sin apelación sus prerrogativas para nombrar obispos, que se negó a ceder de manera extravagante, como dejó por escrito en sus respuestas a Pablo VI. Tal era el entusiasmo nacionalcatólico del caudillo que incluso llamó a Madrid a dos arzobispos para ver cómo iban sus interferencias conciliares en Roma.

Curiosamente, el general Franco no había sido especialmente religioso -"ni misas, ni mujeres, ni vino", dijo a su primo y biógrafo Francisco Franco Salgado-Araújo. Pero acertó al pensar que el abrazo eclesiástico sería la forma más directa para legitimarse ante las democracias occidentales.

Dentro de un orden, siempre. "No te comas a los curas, Camilo, que la carne de cura indigesta", aconsejó en 1969 a su ministro Alonso Vega. Se atragantaron los dos. A partir del Vaticano II, miles de sacerdotes y algún prelado se fueron alejando del nacionalcatolicismo con tal libertad que el régimen, para reprimirlos, además de multas por cada homilía que le disgustaba, habilitó una cárcel especial para curas en Zamora. El almirante Luis Carrero Blanco, segundo del caudillo, reprochó al cardenal Tarancón tanta ingratitud pese a la "constante generosidad del régimen". El recuento sumaba 300.000 millones de pesetas de la época, le dijo Carrero al cardenal.

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