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Reportaje:

La guerra audiovisual de Bush

Hollywood y la televisión cumplen las consignas del Pentágono tras el 11 de septiembre

Asia ha sido tradicionalmente una reserva privilegiada de maldad para el imaginario popular occidental, con malvados geniales de la talla de Fumanchú o el Doctor No. Y el cine de Hollywood, controlado mayoritariamente por capitales de origen judío y coronado por correligionarios tan ilustres como Steven Spielberg (véase An empire of their own. How the jews invented Hollywood, de Neal Gabler), se había explayado ocasionalmente acerca del peligro árabe para Occidente. En el declive de la guerra fría y buscando nuevos antagonistas, Robert Zemeckis había hecho de los terroristas libios del coronel Gaddafi los malvados de Regreso al futuro (1985). Y en vísperas de la tragedia apareció polémicamente Estado de sitio (1998), de Edward Zwick, que mostró una cadena de devastadores atentados palestinos en Nueva York, seguidos de grandes redadas policiales e incluyendo la advertencia de una posible infiltración árabe en la CIA. Y tras la ficción irrumpió estruendosamente la historia.

Bush anunció que la guerra era militar, política, financiera y diplomática. Le faltó añadir que también sería mediática
Hollywood tuvo que acomodar su imaginario y sus estrategias a la era del terrorismo global

El presidente Bush anunció pronto que la guerra que se iba a librar era militar, política, financiera y diplomática. Le faltó añadir que también sería mediática. De hecho, la catástrofe paralizó inmediatamente el estreno de algunas películas potencialmente inconvenientes, como Daño colateral, de Andrew Davis y con Arnold Schwarzenegger en el papel de un bombero vengativo tras un atentado terrorista, y Big trouble, de Barry Sonnenfeld, comedia acerca de una maleta perdida con una bomba dentro. Pero pronto se armó una estrategia mediática diseñada desde el poder.

El 11 de noviembre de 2001, Karl Rove, el influyente consejero político de Bush, se entrevistó en Hollywood con la cúpula de los estudios cinematográficos. Aunque se dio muy parca reseña de lo tratado en la reunión, pudo inferirse que en ella se transmitieron tres consignas a la industria: la de no revivir el trauma nacional en la pantalla, la de exaltar el poder militar norteamericano y afianzar el sentimiento de seguridad nacional, y la de no criminalizar a los musulmanes. La única muestra visible de lo acordado fue el documental de cuatro minutos titulado The spirit of America, montado a partir de fragmentos de películas (de Frank Capra, John Ford, etcétera), para exaltar la democracia y el poderío estadounidenses y que se exhibió como preámbulo de los largometrajes. También de esta reunión salió un acuerdo previsible, el de organizar visitas y recitales de personalidades del mundo del espectáculo a los combatientes en Afganistán.

La consigna de no criminalizar a los musulmanes era vital para los intereses globales de Washington, pero la individualización visual a que obliga la imagen cinematográfica puede convertir la cuestión en espinosa, cuando los malvados tienen tez oscura, barba cerrada y cabello rizado. En diciembre, Bush nombró a la veterana publicista Charlotte Brees subsecretaria de Estado para propaganda en el mundo árabe. Y, en efecto, se fichó al famoso ex boxeador musulmán y objetor de la guerra de Vietnam Mohamed Alí (ex Cassius Clay) para explicar a las audiencias árabes que en Estados Unidos reina la libertad religiosa y que su país no está en guerra contra el islam. Pero el programa de inserciones publicitarias en lengua árabe en las televisiones locales -con un coste de 15 millones de dólares- sufrió pronto tropiezos y varios países (como Egipto, Jordania y Líbano) las prohibieron, alegando que era propaganda de un Gobierno extranjero.

En el frente interno, las cosas fueron más fáciles. La CIA y el Pentágono pidieron ayuda al ingenio de algunos guionistas de Hollywood (Steven DeSouza, Joseph Vito, David Engelbach, Randall Kleiser) para imaginar escenarios de prevención y guerra antiterrorista. Así, en octubre de 2001 se celebraron varias conferencias entre responsables del Pentágono y guionistas, en el Institute for Creative Technologies, creado por el Ejército en la University of Southern California para simular por medios informáticos situaciones extremas de riesgo para la seguridad nacional. Paralelamente a estos ejercicios de realidad virtual, el Pentágono incentivó o asesoró nuevas series de televisión, que constituirían de hecho publirreportajes pronto definidos como militretainment (militretenimiento). En este renglón exhibió la CBS JAG, que escenificó el juicio en un barco de guerra de un terrorista de Al Qaeda ante un tribunal militar, y la serie Piloto de combate americano. La ABC difundió en 13 capítulos Perfiles desde el frente, docudrama sobre las tropas norteamericanas en el exterior, que compitió con Diarios militares, con imágenes grabadas por los soldados con pequeñas cámaras digitales.

Y, claro está, Hollywood diseñó historias que hablaban oblicuamente de los nuevos peligros y de la cruzada contra el terrorismo. En Señales (2002), de Night Shyamalan, se desplegaba de modo paranoide y en clave fantacientífica la silenciosa, insidiosa e invisible penetración enemiga en la apacible sociedad norteamericana, parangonada con la peste (el ántrax, la viruela) que aspira a destruirla, por obra de otra raza externa, a la que se combatía con el agua (símbolo de pureza), cerrándose el drama colectivo con un mensaje religioso. Señales demostró que el enemigo fuera de campo es el más temible, ilustrando el miedo a lo desconocido. Orson Welles lo había demostrado en 1938 con su emisión radiofónica, pues el pánico histérico que produjeron sus invisibles marcianos no se repetiría ante los japoneses ni ante los soviéticos perfectamente visibles algo después.

De la misma hornada fue Pánico nuclear, de Phil Alden Robinson y sobre una historia de Tom Clancy, que forzaba una alianza triunfal entre Estados Unidos y Rusia para hacer frente a un grupo terrorista y comunista dotado de armamento atómico, mientras que en xXx, de Rob Cohen, la misma alianza política tenía que hacer frente a un devastador grupo anarquista. Tras este mensaje funcional para la nueva amenaza global, en Minority report, de Spielberg, su brigada policial precrimen constituyó una maqueta doméstica del principio de la guerra preventiva. Entretanto, a Spiderman, que exaltaba a un superhéroe que protege nuestros sueños, se le habían borrado digitalmente las Torrres Gemelas (algo a lo que no había llegado a tiempo Spielberg en Inteligencia artificial), mientras que la pelea final de Men in black 2 tuvo que ser trasladada al edificio Chrysler de Nueva York. También se eliminaron las infaustas torres del videojuego Flight simulator 2002, con cuya edición anterior, se dice, se había entrenado el piloto suicida Mohamed Atta. De manera que Hollywood tuvo que acomodar su imaginario y sus estrategias a la era del terrorismo global. Sin criminalizar a los musulmanes, en la teleserie The west wing, el presidente norteamericano (encarnado por Martin Sheen) autoriza el asesinato de un gobernante extranjero que apoya el terrorismo. Mientras que en The recruit, con Al Pacino, y The Agency, con Beau Bridges, se exalta la guerra sucia de la CIA contra los enemigos del país. Quien quiera entender, que entienda.

Tom Cruise y Samantha Morton, en una imagen del filme <i>Minority report</i>, de Steven Spielberg.
Tom Cruise y Samantha Morton, en una imagen del filme Minority report, de Steven Spielberg.

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