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CRÓNICAS
Columna
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Un hombre feliz

Juan Cruz

En los tiempos malos, y también en los tiempos buenos, Juan García Hortelano era siempre un síntoma de esperanza, en la vida, en el género humano. Estaba educado, decía Manuel Vicent, para ser de izquierdas, pero convivió con todo el mundo con el alimento más preciado de su carácter, la tolerancia; nunca le vislumbramos ninguna de las características propias del rencor, el odio, la envidia, el desdén o el resentimiento, que en la España de su tiempo, y en ésta, sustentan con tanto ahínco como maldad la convivencia cotidiana.

Manuel Vázquez Montalbán recordaba recientemente en Jerez (en los debates sobre narrativa organizados por la Fundación Caballero Bonald, donde Vicent hacía también aquella consideración) el esfuerzo literario con el que el Hortelano de El gran momento de Mary Tribune se opuso al acoso que su modo de concebir la escritura sufrió cuando en España parecía que sólo se podía experimentar. Nunca sufrió por eso: demostró que también podía experimentar, pero siguió tan campante, haciendo sus libros y su vida, dividiendo perfectamente las obligaciones de la vocación literaria y las obligaciones de la vida personal, que residían en su concepto de amor y de amistad, de amor a su familia y de irreprimible amistad hacia los que le tuvieron, siempre, muy cerca.

Recuerdo la desolación de amigos suyos (Caballero Bonald, Benet, Oliart, Ángel González, Jaime Salinas, Rosa Regás, Javier Marías, Martínez Sarrión, tantos) cuando desapareció de sus vidas este punto de referencia moral, cultural y vital que siempre parecía disponible, a cualquier hora, en cualquier circunstancia, no sólo para reír o condolerse, sino también para reflexionar y para vivir con los otros como si él, su propia vida, no importara nada. En los momentos malos de sus últimos años no fue capaz de trasladar, no quiso, el dramatismo de su situación; al contrario, siguió conciliando su dolor con el silencio y abriendo nuevas puertas a la amistad, a la noche y a la risa, haciendo del amor por el gin tonic y por la conversación una manera de juntar los tiempos felices con estos otros instantes, ya fatalmente duraderos, de incertidumbre.

Ahora que se han cumplido 10 años de su fallecimiento (3 de abril de 1992, a los 64 años), su viuda, María Ampudia, y su hija Sofía han pedido expresamente en la prensa que dejemos de hablar tanto de la bondad de Hortelano (ellas le llaman Hortelano) para empezar a hablar de su obra otra vez. Tienen razón: eso se debe hacer. Lo que ocurre, sin embargo, es que sigue siendo tan extraña, tan poco abundante, esa capacidad de encantamiento con que Hortelano trataba a las personas como tales que es imposible no volver a ese hecho principal de su vida, la generosidad, su manera de ser. No fue, ni mucho menos, un hombre bueno a la usanza de los blandos; tuvo una enorme dosis de ironía y de mala leche, que está en sus novelas, en sus cuentos y en sus bromas (había que verle pelear con Benet y con Jesús Aguirre); ridiculizaba a todo bicho viviente, y lo hacía con una alta estima de lo que suponía el insulto culto, la broma con circunloquio. En las tertulias (que para él eran tan importantes como los libros) tenía siempre la mejor anécdota, y mejoraba, con la complicidad de Benet, muchas veces, las maldades que a ambos se les ocurrían. No sé si fue él, pero estuvo muy cerca de quienes inventaron aquella organización llamada Rumor, que fue la que puso en circulación la especie -entre otras- de que Jesús Aguirre iba a ser duque de Alba.

En aquella intervención en Jerez, Vicent dijo del adiós de Hortelano: 'Se fue sin molestar a nadie, dando con la muerte una última lección de hidalguía. Cuando la inteligencia va unida a una gran bondad siempre produce una carga de ironía'. Así fue, no se puede decir mejor. Por eso, porque dejó esa carga de profundidad humana llena de los recovecos de su risa, que era ensimismada y como asmática, este hombre siempre superará en los demás los deseos de hablar de sus libros porque él abarcaba, en su propia personalidad, la identidad de lo que escribió, como si escribiera para esperar a sus amigos. No fue así, claro, escribía con una contundencia extraordinaria; era, como dijo Caballero Bonald en el homenaje que esta semana le dedicaron en Madrid, 'diablo cojuelo en ejercicio'. Para recuperar esa pasión literaria que nos dejó yo me permitiría un consejo: sírvanse un gin tonic, rescaten de las estanterías El gran momento de Mary Tribune y disfruten leyendo o releyendo al mejor Hortelano. Como si le estuvieran oyendo contar. Era un hombre feliz.

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