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Un relato de EDUARDO MENDOZA

EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos

Resumen. Calmados los ánimos tras el incendio, Horacio intenta aclarar los sucesos ocurridos en la estación espacial Derrida, empezando por la desaparición del Gobernador de Fermat IV, que estaba dedicado a averiguar los secretos de la estación. El delincuente Garañón, a su vez, dice ser el hijo de la duquesa, y confiesa que fue él quien acabó con la vida del abate de un disparo.

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Domingo, 22 de junio (continuación)

Muy sorprendidos se quedaron el gobernador y Garañón cuando la duquesa les reveló que su marido, el avieso duque, nos tenía preparada una trampa mortal.

Preguntada por la índole de dicha trampa, la duquesa dijo haber oído a su marido hablar con el chambelán, con quien al parecer estaba confabulado, de un siniestro total y de cobrar una póliza de seguros y de cómo el duque había previsto fugarse de la estación espacial en nuestra propia nave, de la que planeaba apoderarse mediante un golpe de ingenio y audacia.

Ante semejante revelación, decidieron regresar a la nave, llevando consigo a la duquesa, para avisar del peligro a los mandos y a la tripulación. Pero cuando llegaron a la nave, la encontraron completamente vacía, porque ya para entonces el duque había conseguido con engaños y falsificaciones, encerrar a todos los ocupantes al duditorio.

Esperaron el desarrollo de los acontecimientos y, cuando vieron elevarse una columna de humo sobre el frontispicio del Auditorio Real, comprendió de inmediato la duquesa cuál era el espeluznante plan de su marido.

Deliberaron los tres y, después de rechazar varias propuestas inviables, la duquesa tuvo la feliz idea de provocar una inundación, para lo cual, dada la disposición radial de la estación espacial, sólo tenían que destapar todos los aljibes de la nave y dejar que el agua allí almacenada invadiera los corredores de dicha estación espacial y fuera a desembocar en el Auditorio Real, emplazado en el centro geométrico de la misma. Y así lo hicieron, con los resultados ya descritos en este grato Informe.

Finalizado este relato, recrimino a Garañón su conducta, puesto que ha tomado innumerables decisiones sin pedir la debida autorización, pero añado que, en reconocimiento por habernos salvado a todos de una muerte horrible, no formularé cargos contra él ni haré una anotación negativa en su expediente.

Me da las gracias con una humildad insólita en él, que atribuyo a su evidente estado general de abatimiento.

Preguntado al respecto, confiesa estar atravesando una crisis personal por el asunto de la duquesa, la cual, pese a su insistencia, persiste en negar rotundamente ser su madre. Le prometo ocuparme del asunto en el ejercicio de mis funciones y le ordeno regresar a su lugar de reclusión reglamentario.

Acto seguido invito a comparecer a la duquesa y aprovecho la ocasión para darle la bienvenida a bordo de la nave y preguntarle si el alojamiento que se le ha proporcionado le resulta confortable y placentero.

Responde no tener queja alguna del camarote y la piltra, pero lamenta no disponer de agua para el baño. Le pido disculpas, pero le señalo cortésmente que fue ella quien tuvo la idea de vaciar los aljibes de la nave, que en estos momentos navega sumida en la más rigurosa aridez. Acto seguido, considerando cumplida mi misión, nos despedimos y se retira.

Salgo en busca de Garañón con objeto de informarle del resultado de mi entrevista con la duquesa, pero no está en el sector de los delincuentes, como le correspondería. Hago indagaciones y me informan de que, por causa de su decaimiento, ha decidido aislarse de sus compañeros.

Acto seguido voy en busca de la señorita Cuerda. Tampoco está en el sector de las mujeres descarriadas, las cuales, a mis preguntas responden que la han visto hace un rato hablando con Garañón y que, compadecida de su desdicha, se ha ido con él para prodigarle sus consuelos, en vista de lo cual regreso a mis aposentos, donde ceno solo y sin vino, pues en mi ausencia ha desaparecido misteriosamente la última botella de Sancerre.

Martes, 24 de junio

La navegación prosigue sin incidentes dignos de mención, pero sometida a muy duras condiciones por la carencia de agua. A quienes vienen a quejarse aprovecho para recordarles sus críticas cuando disponíamos de agua pútrida a la clorofila y no les parecía lo bastante buena para ellos. Ante este argumento irrebatible, se van derrotados, pero no contentos.

A la carestía de agua se une la de los productos farmacéuticos, de los que pensábamos surtirnos en la estación espacial Derrida, de infausta memoria, pues no sólo no pudimos reponer las existencias, sino que salimos de allí más necesitados de medicinas que al llegar. Los que sufrieron quemaduras en el pavoroso incendio son los que más padecen, seguidos de los que sufrieron fracturas, dislocaciones, contusiones, heridas y otros daños, así como los ancianos improvidentes, siempre necesitados de algún remedio para sus achaques. Sólo el portaestandarte parece haberse beneficiado de lo sucedido, pues del susto se le curó el acceso de vómito verde que tan molesto resultaba para sus compañeros, pero al que él ya se había acostumbrado.

En el ejercicio de mis funciones, visito a diario las dependencias de la nave para conocer de cerca los padecimientos de la tripulación y del pasaje, a fin de paliarlos en la medida de lo posible, y, cuando no es posible, para levantar con mi presencia la moral de todas las personas a mi cargo.

En general, imperan la sensatez, la camaradería y la templanza, como suele ocurrir en tiempos de crisis, sobre todo al principio.

Las mujeres descarriadas, habituadas a los reveses de la fortuna y a los ultrajes de la reprobación, son las que mejor sobrellevan la indigencia, aunque su feminidad se resiente al no poderse asear y acicalar. Por fortuna, están desbordadas de trabajo, porque de resultas del pavoroso incendio, la cantidad de ropa que hay que lavar, planchar y zurcir es inconmensurable. Esto las tiene entretenidas todo el día y llegan a la noche demasiado cansadas para protestar.

También en el sector de los ancianos improvidentes, en contra de lo previsible, hay serenidad e incluso un cierto afán de plantar cara a la adversidad, que se manifiesta de muy variadas formas: florecen como antaño las tertulias, se organizan juegos de salón y concursos de habilidad e ingenio, e incluso algunos, más cultos y emprendedores, han empezado a editar una revista titulada Matusalén que, si bien dedica un espacio excesivo a meterse conmigo, no carece de calidad ni de interés.

Los delincuentes, aun siendo en teoría los más avezados a la vida dura, son, en cambio, los que peor soportan las incomodidades, pues su idiosincrasia los lleva a atribuir cualquier contrariedad a la incompetencia o al capricho de quien tiene el derecho y el deber de reprimirlos. Todavía no dan muestras de agitación, pero tengo por cierto que pronto surgirán problemas en este sector, y entonces la situación se puede complicar enormemente, porque la mayoría de las armas se perdieron durante el incendio, cuando los miembros de la tripulación que las llevaban se desprendieron de ellas y las arrojaron lejos de sí para evitar que la pólvora les explotara encima. Como los misiles de uso externo se perdieron tiempo atrás, al dispararlos contra los balastos, el arsenal de la nave se compone de unas cuantas pistolas descontroladas y poca cosa más. Este inconveniente, sin embargo, viene compensado por el saber que, desprovista de armas, no es probable que la tripulación se me amotine.

Mientras tanto, nos dirigimos a la estación espacial más próxima, que se encuentra a nueve días de navegación, aunque este cálculo, en la zona helicoidal, está sujeto a muchos errores. Aunque por ahora no hay indicios de agitación, estoy convencido de que ni la tripulación ni el pasaje resistirán tanto tiempo en condiciones tan malas sin provocar disturbios. Además, es muy probable, según me informa el doctor Agustinopulos, que tengamos un número considerable de bajas por diversas causas.

Preguntado el primer segundo de a bordo, a cuyo cargo está la navegación, si no habría forma de llegar antes, responde que en la zona helicoidal todo aumento de velocidad supondría un aumento proporcional de la distancia que nos separa de nuestro objetivo.

Preguntado si no podríamos tomar una ruta que soslayase la maldita zona helicoidal, responde que no lo sabe. En la Academia de Mandos donde cursó sus estudios sólo le enseñaron a navegar por la zona helicoidal. Le agradezco el informe y se retira.

Continuará

www.eduardo-mendoza.com

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