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Columna
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Y Buda quedó hecho polvo

Andrés Ortega

Las dos enormes estatuas de Buda que habían sobrevivido 15 siglos en Bamiyán, en Afganistán, han quedado convertidas en polvo. Con calculada frialdad, se ha ejecutado el edicto del líder de los talibán, el mulá Mohamed Omar, contra los 'dioses falsos' o los 'ídolos de los infieles'. No es probable que este talib ('estudioso') ignore que ni Buda ni sus estatuas son dioses (salvo para algunos que han convertido en tal la representación de quien era un a-teo) pues el budismo es una religión -si acaso- sin dios.

La presión internacional, incluida la de la UNESCO -cuyo director general ha calificado lo ocurrido de 'crimen contra la cultura', no tipificado- y del propio mundo islámico, no ha evitado las voladuras de estas estatuas por parte del más extremista de los fundamentalismos islámicos, un régimen que cuenta con un Ministerio para la Promoción de la Virtud y Lucha contra el Vicio, que ha sometido totalmente a la mujer, que impide a los niños jugar a la pelota o volar cometas, prohíbe las películas, y el baile, y hace obligatoria la barba. Un régimen que no deja espacio entre lo obligatorio y lo prohibido.

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Pero hay más. Aunque la destrucción de símbolos infieles se remonta a tiempo atrás, y los talibán la vienen llevando a cabo de forma desigual, algunos analistas apuntan que estas voladuras tienen una dimensión geoestratégica: son también una manera de llevar soldados, y marcar terreno, en esa región de Afganistán antes de la prevista ofensiva de primavera por parte de la guerrilla anti-talibán dirigida por Ahmed Shah Masud, apoyada por Rusia, Irán e India. Pues los talibán han generado unas no tan extrañas alianzas, como la reflejada la semana pasada en la visita del presidente iraní, Jatamí, a Moscú, todos temerosos de la extensión de ese tipo de fundamentalismo en la zona, mientras Francia sí ha realizado algunos gestos de acercamiento a Kabul.

La voladura de las estatuas no ayudará al levantamiento de las sanciones económicas impuestas por la ONU contra Afganistán, que entraron en vigor el pasado 1º de febrero, ante la negativa de Kabul a extraditar al saudí Osama bin Laden, al que EE UU acusa de fomentar graves actos de terrorismo. Y quizás esta fechoría cultural, que ya se planteó en 1997, y varios siglos antes en esta zona tan cargada de historia, haya sido un pataleo vandálico por las sanciones.

Los talibán intentan ganar respetabilidad de otra forma. Afganistán era el mayor productor de opio del mundo. Los talibán afirmaron oficialmente el 22 de febrero que en el territorio que ellos controlan (un 90%) ya no se cultivaban amapolas, algo que, al menos en parte, han comprobado algunos observadores independientes, aunque en tal extensión es difícil confirmarlo. Como indican algunos expertos en narcotráfico, un efecto indeseado de esta situación puede ser que la presión para este cultivo se traslade al Triángulo Dorado en el sureste asiático y a Colombia, ya inmersa en un inmenso lío de por sí.

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La supresión del cultivo de droga está también en consonancia con, al menos, el puritanismo fundamentalista islámico wahabí de países como Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, únicos Estados que han reconocido y apoyado al régimen de Kabul, junto a Pakistán, que es quien impulsó el surgimiento de los talibán y más influencia ejerce sobre ellos.

Las sanciones pueden empeorar la ya mala situación de una población de 26 millones de habitantes empobrecidos. El flujo de refugiados puede aumentar, generando un nuevo desastre humano, al tiempo que el número de testigos independientes de organizaciones humanitarias o de medios se reduce. El equipo de la BBC acaba de ser expulsado por no informar de las 'realidades' de la vida en aquel país, que se va a convertir, desde el punto de vista de la información, en otro agujero negro; no, precisamente, el Nirvana.

aortega@elpais.es

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