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Columna
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El gallo de Steiner

Vicente Molina Foix

Da reparo, por la mala fama abusiva del término, llamar a George Steiner 'reaccionario'. Yo lo intenté la semana pasada al salir de la conferencia que el crítico dio en un abarrotado Círculo de Bellas Artes, de Madrid, y dos amigas dudaron entre reírme la supuesta boutade dadaísta o golpearme seriamente con el bolso. Sin embargo, el término, según la Academia, sólo designa a quien trata de 'restablecer lo abolido' o se opone a las innovaciones, y cualquiera de las dos acepciones le cuadra bien a Steiner, al Steiner de los últimos 15 años. No al avanzado sabio que, por poner un ejemplo significativo, fue el primero en llamar la atención sobre la grandeza real de Thomas Bernhard en un momento en que sólo pequeños círculos en Francia y Alemania sabían algo de él, sino al sabio asustado que algo más de una década después abandonó al novelista alemán, no encontrando ya en su obra esa responsabilidad (answerability) moral que, a partir de Presencias reales, Steiner considera ineludible en el arte.

Decir que Steiner se ha hecho reaccionario y doctrinario no significa tampoco quererle mal. Le debo muchos descubrimientos (al de Bernhard añado, por citar sólo un ejemplo en las antípodas, el del extraordinario Diario, de Jules Renard, a quien yo creía sólo el empalagoso autor de Pelo de zanahoria), muchas aperturas inteligentes a senderos que ignoraba, muchos juicios en los que yo he basado después los míos. Ha sido durante casi 30 años el crítico literario más dotado de autoridad que conozco, siendo además prodigiosa su cultura en diferentes artes y bellísimo su inglés.

Obsesionado siempre por el contrato que la palabra literaria suscribe con el mundo real en el proceso de hacer un poema, una pieza teatral o una novela, Steiner observó, sobre todo leyendo a Derrida y asistiendo después al espectáculo de la pedante ciudad secundaria de los críticos (y autores) derridianos y deconstructivistas, la ruptura moderna de dicho compromiso. El creador -y la cosa empezó en Mallarmé, en Rimbaud- renuncia a mirar en sus obras la cara divina de la trascendencia, de la inteligibilidad, y no se siente a disgusto actuando como 'animal lúdico' más que como 'animal de discurso'.

Es cierto que en el bifurcadísimo campo de las artes actuales hay muchos más jugadores (tramposos) que artistas y la misión de los sabios intransigentes es decirlo. Pero a mí -que aún creo en el sentido de la palabra por encima del truco de los efectos especiales- me desconsuela el estilo de propagandista de la fe que Steiner ha adquirido y pudo desde luego comprobarse en la predicación evangélica que nos largó en Madrid.

Steiner se ha hecho un apocalíptico, pero está encima muy religioso. Sacerdotal. Eso explica quizá la ñoña blandura, sorprendente en él, de alguna de las fórmulas utilizadas en la conferencia, como esa llamada a 'hacer una huelga del alma' para combatir la creciente vulgarización mediática. Exageradamente volcado en la sagrada tradición hebraica,lo más moderno que cita es Primo Levi y parece compartir el lugar común de que el holocausto nos ha quitado la voz narrativa. Artaud, Pessoa, Beckett, Bernhard, poetas de la decepción y el apocalipsis, nos han anunciado el acabamiento del mundo, pero su palabra, trascendente como una biblia atea, no nos reprende, nos azuza. Claro que ellos eran artistas y Steiner, lo recordó con modestia, sólo es un postino; un correo que trae, diría yo, cartas con fecha caducada.

En su libro Pasión intacta hay un interesantísimo texto titulado Dos gallos en el que Steiner, a partir de la figura simbólica de los gallos que Sócrates y Jesucristo nombraron en sus momentos finales, compara la muerte de los dos profetas. Ambos aceptaron morir conscientes del valor pedagógico de su sacrificio, pero con pretensiones distintas. Cristo confía no únicamente en la compensación celestial, sino en el dogma establecido por su evangelio. Sócrates, escéptico, elegante en el triclinio, sólo especula con lo poco que lega: la mundana virtud de la verdad intelectual. Los dos han alcanzado la trascendencia, pero uno resucitó grandiosamente para seguir castigándonos con sus rígidas normas de metafísica, mientras que el filósofo griego dejó el futuro abierto a las incertidumbres del hombre de razón.

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