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Mi amigo Vittorio

Rodé mi primera película italiana -hace de esto muchos años- bajo el ala protectora de Vittorio Gassman. La película se llamaba Una vérgine per il príncipe. El príncipe, naturalmente, era Gassman, y la virgen, aunque todos lo pusiéramos en duda, la muy preciosa Virna Lisi. A mí me tocaba interpretar a un frívolo, mundano y barbudo Cosme de Médicis que se pasó las horas metido en la cama de un palacio florentino en compañía de Esmeralda Rúspoli, una señora de gran belleza que, por haberse casado con un periodista perteneciente al PC italiano, había sido repudiada por su ilustre familia y por ende obligada a trabajar en lo único que sabía: de princesa. Yo le profesaba a Vittorio una admiración sin límites desde que le había visto interpretar en Roma los papeles de Otelo y de Yago, recitados alternativamente cada noche con otro extraordinario actor italiano, Salvo Randone, desgraciada e inexplicablemente desconocido fuera de Italia. Luego, en 1955, me había roto las manos aplaudiendo en el papel de Kean -más que de un papel se trataba de una reencarnación-, actuación que provocó en el público tal entusiasmo que un grupo de espectadores trató de sacarlo a hombros del teatro. Su matrimonio con la actriz norteamericana Shelley Winters hizo que Gassman, considerado en Italia como uno de sus más importantes intérpretes del repertorio clásico -Shakespeare, Ibsen, Alfieri y todos los grandes griegos-, fuera contratado por la Metro Goldwyn-Mayer, que sólo supo utilizarlo como latin lover en mediocres producciones que provocaron en el actor algo muy parecido al desprecio por el séptimo arte. El sueño americano de Vittorio Gassman fue en realidad una larga, penosa y decepcionante travesía del desierto. Afortunadamente, y ya de vuelta en Italia, rueda, bajo la dirección de Dino Risi, Il sorpasso, película que lo catapulta en pocos días a la celebridad. Los directores italianos se lo arrancan de las manos. Los americanos se dan tardíamente cuenta del error cometido con ese hombre convertido en el ídolo de Italia y le piden que vuelva a Hollywood. Pero, a pesar del dinero y de la fama que le aporta el cine, Gassman sigue siendo hasta la médula un hombre de teatro. En marzo de 1969, Vittorio inaugura -fue una creación exclusivamente suya- el Teatro Popular italiano. Fue la célebre aventura de la Tenda di Roma, la inmensa carpa trashumante que llevará las mejores obras del repertorio a los más recónditos lugares de Italia. Los millones ganados en el cine servirán para compensar las pérdidas de la heroica aventura. Como siempre ha hecho Gassman, había roto una vez más con los esquemas y las convenciones.

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Cuando le conocí en Roma, Gassman estaba todavía casado con la actriz francesa Juliette Mayniel, que lo había abandonado todo "por ese monstruo que me fascina cada minuto del día". En la casa que el matrimonio poseía en lo alto de una de las colinas romanas, los sótanos se habían convertido en un pequeño y maravilloso teatro al que acudíamos frecuentemente los amigos del matrimonio. Allí, frente a una docena de personas capaces de criticarle con sinceridad, Vittorio ponía a punto muchos de sus espectáculos. Siempre con la obsesión de romper con lo establecido. "Ionesco", nos decía, "tiene razón cuando afirma que la expresión establecida no es más que una fórmula disimulada de la represión". Gassman era ya un actor revolucionario que nunca quiso convertirse en actor oficial. Una noche, al acabar un monólogo de Luciano Codignola que nos había hecho reír a todos, Vittorio me cogió del brazo y, mientras nos dirigíamos al comedor, me dijo: "El teatro es el primer antídoto que inventó el hombre para librarse de la angustia de vivir".

Sam Johnson escribió lúcidamente: "Un hombre que nunca haya estado en Italia debe darse cuenta de su inferioridad". Gassman venía a menudo a España para subsanar ese fallo del que adolecen todavía muchos de nuestros compatriotas. Y lo menos que se puede decir es que siempre lo logró. Y no sin razón. Pocos eran los actores europeos -exceptuando quizá a Olivier- que podían haber realizado la extraordinaria hazaña de Gassman presentándose solo en un escenario limpio de todo decorado para cautivar durante dos largas horas al público hablándole en italiano, esa lengua-joya que muchos españoles creen comprender pero que muy pocos entienden, salvo quizá los catalanes.

Al abandonar ensimismados el antiguo cuartel del Conde-Duque, donde había actuado Gassman, el profesor Tierno Galván, aquel lince con aires sacerdotales, iba murmurando: "Puede ser verdad que sea un don de Dios...".

La angustia de vivir se apoderó de Vittorio siendo éste todavía un hombre joven. Cuando rodé junto a él El largo invierno, de Jaime Camino, Vittorio era ya un hombre taciturno y ensimismado. Nos sentíamos a gusto juntos porque ni al uno ni al otro nos gustaba hablar por hacer ruido. Una noche que estábamos sentados los dos en los jardines del palacio de Pedralbes, en Barcelona, donde Camino rodaba su película, Vittorio se volvió de repente hacia mí y casi gritó: "¡José! ¿Ma che cazzo facciamo qui a la nostra eta?" ("¡José! ¿Pero qué coño hacemos aquí a nuestra edad?").

Yo le llevaba cinco años a Vittorio y me confundió que siendo más joven considerase su edad como un infortunio.

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