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De lo excepcional y lo cotidiano

El Festival de Otoño de la Comunidad de Madrid va a eliminar la música clásica en su próxima edición. En un adelanto de las líneas generales, su nuevo director, Ariel Goldenberg, ha manifestado que habrá, en cualquier caso, música contemporánea, pero la llamada clásica desaparece porque "hay saturación de oferta en Madrid de este tipo de conciertos". También se puede desprender de sus declaraciones que la clásica ni encaja con facilidad en la prioridad de "atraer al público joven" ni en el carácter marcadamente "festivo" que se pretende dar al festival. Evidentemente, el Festival de Otoño no está obligado a programar música clásica, pero su rechazo es todo un símbolo del estancamiento de las relaciones entre esta música y la sociedad. No se trata de repetir unas actividades ya instaladas en otros ciclos u organizaciones, sino más bien de buscar unas propuestas imaginativas que se adecuen a la heterodoxia de los criterios interpretativos actuales.

Tampoco es cuestión de inventar la pólvora. Bobby McFerrin o Uri Caine, por ejemplo, ofrecen en la actualidad acercamientos muy particulares a Bach, y hasta Mahler ha sido interpretado en pleno Festival de Salzburgo por un grupo de rock. Son estos territorios fronterizos los que quizá puedan ser más idóneos para un festival rompedor que la presencia de una gran orquesta al frente de un renombrado director para hacer por enésima vez la Primera sinfonía de Brahms.

La ausencia de la música clásica en una dimensión lúcida y desprejuiciada queda, por tanto, como una asignatura pendiente de una manifestación que busca otros aires. No es algo tan lejano aceptar este reto para su nuevo director después de la riqueza de ideas que mostró en su etapa de Bobigny.

La búsqueda de lo excepcional, de lo diferente a la rutina cotidiana, marca el funcionamiento de muchos festivales. Tal vez sea precisamente eso lo que ha llevado al Teatro Real a organizar el suyo propio de verano, con la presencia estelar de Daniel Barenboim y la Staatsoper de Berlín para representar recientes montajes de dos títulos tan emblemáticos como Tristán e Isolda, de Wagner, y Don Juan, de Mozart. La decisión es al menos discutible desde el punto de vista de la política teatral -seguramente sea ésa la razón de fondo para acogerse al concepto de festival-, pero de lo que no hay ninguna duda es de que se trata de un acontecimiento excepcional para los espectadores y, además, permitirá al Real disfrutar de ese gran triunfo por el que está suspirando desde su reapertura y que por razones suficientemente conocidas se le resiste. La cultura de lo excepcional está en auge frente a la cultura de lo cotidiano. Es una consecuencia, entre otras razones, del impacto sociológico de los nuevos medios de comunicación y redes de datos, con su inmediata repercusión en los hábitos del ocio.

A veces, pocas, lo cotidiano llega a excepcional. Es el caso del gran premio europeo de canto coral, consecuencia última del canto aficionado, que tendrá lugar en Tolosa, paralelamente a la presentación operística de Daniel Barenboim en Madrid, con los ganadores de los certámenes homologados a nivel europeo, es decir, Arezzo y Gorizia en Italia, Tours en Francia, Varna en Bulgaria y, por supuesto, Tolosa, representados para esta ocasión por los coros Grex Vocalis, de Noruega; Des XVI, de Suiza; Tone Tomsic, de Eslovenia; USC Chamber Choir, de Estados Unidos, y Vesna, de Rusia, respectivamente.

La cultura del canto colectivo está en claro declive. Se canta menos en familia, en asociaciones, en colegios y hasta cada vez es más raro escuchar cantar espontáneamente a coro después de una fiesta o celebración, no sé si como consecuencia de una vida comunitaria menos efervescente que la de hace unos años o como una conclusión fatal de que, incomprensiblemente, también se canta menos a nivel individual. Escuchar hoy entonar una canción desde un patio de vecinos o desde la ducha es casi un acontecimiento. El canto coral aficionado es, sin embargo, una de las manifestaciones más educativas a nivel artístico e incluso social. Iñaki Gabilondo escribía hace unos años un pregón para el concurso de coros de Tolosa con el sugestivo título Cantar a coro: vivir en democracia. La asociación es sutil. Basta con echar un vistazo al entorno. Los países nórdicos -Suecia, Finlandia, Noruega- han dedicado una especial atención al canto coral como forma de integración, desde los cimientos, de la música en la sociedad. Las escuelas de música más coherentes incorporan la creación de coros como una actividad fundamental de un proceso más amplio de familiarización con la música. La voz es el instrumento más democrático y no es cuestión de desaprovechar sus posibilidades.

Tolosa ha sido desde hace más de 30 años, y sigue siendo hoy, un refugio para el estímulo del canto coral. Toca lo excepcional desde la sencillez. El escalofrío inevitable que produce escuchar conjuntamente de todos los coros, en la despedida, un motete de Tomás Luis de Victoria o un aire popular es comparable a la emoción que suscita la muerte de Isolda en la ópera wagneriana. Son manifestaciones complementarias del canto superviviente, de la música como resistencia frente a la soledad y el dolor.

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