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Otra de ideología de la caverna

En la gramática de la propaganda, la palabra inglesa light está cada vez más asociada (y esto la ha convertido en un término generalizado, sobado, archisabido en todo el mundo) a la imagen de un cigarrillo que da alas a los pulmones o a la de un refresco dulzón que no engorda. Da idea de que a sustancias quizás perversas o quizás pesadas, que están al alcance de la mano de cualquiera, se les ha achicado, con la magia que se agazapa detrás de tan delicada pincelada idiomática, una parte de su perversión o de su pesadez. En el deslizante y veloz sonido light se aprietan las ideas de luz y de ligereza, lo que es una cautivadora apretura, pero que, convertida a la lógica del falso reclamo, al canto de sirena del charlatán del mercado, cede el delicado sonido de la generosidad a la tosca gramática de la ganancia por la ganancia, a la ley de la rapiña civilizada. Y por las grietas del lenguaje propagandístico (lo reconoció así Goebbels, máxima autoridad en la materia) vuelve a asomar el hocico de la ideología de la caverna.Ya no es cosa de jugar a la inocuidad o la ligereza de las infusiones, los cigarrillos o los refrescos. El asunto ya no cabe ahí, se ha hecho más ancho. Casi todo lo que nos rodea en cualquier templo de compra y venta ha sido invitado por no se sabe quiénes a hacerse cosa light o se ha cobijado por mandato suyo a la sombra de las suavidades del prestigio de esta palabra, convertida en fetiche y en talismán ideológico. Es en el cine, porque ahora casi todo conduce a él y porque no hay otro lugar de la imaginación contemporánea que embarre de manera tan promiscua y obscena el arte y el negocio, donde la mentira ideológica, el gato por liebre de lo ligth, adquiere mayores evidencias y hace estragos más gruesos y fáciles de percibir. Porque para el único cine que impone despóticamente modelos de consumo a todo el mundo, para esa ley del embudo universal llamada Hollywood, lo light adquiere una lógica de salvaje inversión: es una forma de entibiar a viejas inmortales historias que todavía arden, pura ascua de celuloide nunca apagado; es una manera de reducir a tramposa seda de laboratorio a antiguas asperezas de lo que fue el genio del esparto humano; es una treta para ablandar la sagrada dureza de algunos puñetazos entre los ojos lanzados por el ingenio sublevado; es la domesticación, casi convertida en una norma de beaterio, de lo que el cine tuvo una vez, y precisamente en Hollywood, de arte indómito.

Entre centenares, unas pocas preguntas saltan solas: ¿Desde hace cuánto tiempo Hollywood compra guiones indómitos ya convertidos en películas en otras latitudes del cine para hacerlos, o deshacerlos, a su manera? ¿Y qué otra manera es ésa sino la de su domesticación? ¿Qué se hizo allí, como en tantos otros casos más recientes, con el guión comprado de la vieja Profumo di donna, sino ablandar la dureza de su gracia? ¿Qué quedará de cierto en el buen augurio de que en los últimos oscar allí alguien comenzó por fin a mirar, como antaño, a las cosas amargas sin almibararlas y a los asuntos duros sin reblandecerles la médula? ¿Cómo interpretar la bendición por los jefes de la industria californiana al último cine de Wim Wenders, que ha desembocado en esa catedral light titulada El hotel de un millón de dólares, un insuperable ejercicio de domesticación del viejo y terco rechazo libertario de los habitantes de las cunetas a vivir bajo la moral de los dueños de la calzada? ¿Qué expertísima trampa de producción, dirección y puesta en escena impide que una historia y un reparto tan precisos,poderosos y sublevados como los de El dilema se queden a mitad de un hondo camino que podían haber recorrido con otra óptica menos light detrás de los visores de las cámaras? ¿Qué decir de que el más celebrado happy end de cuantos regocijan al público domesticado de EE UU consista en que, en Erin Brockovich, a Julia Roberts no la dan un baño de solidaridad emocional o un beso a la antigua, sino una stock option, tal como suena y sin el menor indicio de guasa, con seriedad digna de un directivo de Telefónica? ¿Y qué decir de esta arrolladora campeona de la taquillla americana, salvo que convierte en un rosado cuento de hadas a un negrísimo caso de la colza a la californiana?

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