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IVO POGORELICH - PIANISTA

"No me interesa el público ni la crítica"

Allá por donde pasa, Ivo Pogorelich (Belgrado, 1958) no deja indiferente. Su apellido significa "alguien cuya casa ha sido quemada", dice. De ahí que se haya forjado fama de incendiario. Vive a espaldas del público y en combate con la crítica. "No me interesa lo que piensan ellos en la música, el arte es el que dicta, lo que está escrito es lo que importa", se defiende. Mira de reojo a las discográficas y no se relaciona con orquestas ni quiere saber nada de la música de cámara. Anuncia que se tomará una temporada alejado de los escenarios: "Me voy a Japón a aprender japonés y a Estambul a estudiar el Corán y pienso dedicarme a tomar lecciones de canto, ballet, tango y a hacer gimnasia". Pero antes pasará por España en una gira programada para principios de abril que le llevará a Madrid, Bilbao, Barcelona y Palma de Mallorca, lugar por donde moró Federico Chopin, uno de los compositores favoritos de Pogorelich y a quien ha incluido en su programa principal.Si nos inclinamos por lo indeterminado, es una de las grandes realidades del piano en el nuevo milenio. Pero si elegimos lo singular, no hay duda, es el rey de la provocación. Con su gorro de lana azul, una altura esbelta y unas manos con las que por nada del mundo querrías verte envuelto en una pelea con él, gasta cierta guisa de boxeador chiflado. Aunque también con su coleta y sus ojos azules penetrantes, conserva el aspecto que le hizo un sex symbol del piano al principio de su carrera. Corrían los primeros años ochenta, cuando salió lanzado después de haber ganado con 20 y 22 años concursos en Turín y Montreal, pero sobre todo tras haber sido protagonista de un escándalo en el prestigioso Concurso Internacional Chopin de Varsovia. Allí fue eliminado antes de la fase final, lo que provocó la dimisión de Martha Argerich, la pianista argentina que era miembro del jurado. A partir de entonces nadie olvidó su nombre ni su cara.

Las élites

De aquéllos y más desprecios le ha crecido en las entrañas un anticomunismo feroz, que le hace, por un lado, amante de la democracia y embajador de causas perdidas, pero también defensor de las élites como faros de la sociedad: "Deben existir las élites porque sin ellas no tendremos nada que recordar".

Es un símbolo de la encrucijada en su país natal, hoy dividido. Su pasaporte es croata. Pese a que su madre era serbia, se ha inclinado por la nacionalidad de su padre. La necesidad de recordar le viene a Pogorelich de los calvarios que pasó su familia en Yugoslavia en tiempos de la IIGuerra Mundial y durante el régimen de Tito. "Mi familia pasó temporadas en campos de concentración nazis y comunistas", cuenta, y cuando se le inquiere sobre los rebrotes fascistas en Europa responde un tanto irritado: "No me interesa Europa, por eso me marcho a Japón". Y es que Pogorelich no acepta que el hombre tropiece una y otra vez en ciertas piedras. Él concibe la antigua Yugoslavia como un auténtico cruce de culturas. Desprecia el nacionalismo. "Constriñe, reduce, simplifica, rechaza", dice.

Tampoco tiene pelos en la lengua para hablar de su mundo. ¿Por qué no tiene buenas relaciones con directores de orquesta? "Eso no es cierto, lo que pasa es que no trabajo con orquestas ya, no me interesa, primero hay que salvar la burocracia de los teatros para que puedan contratarte, después satisfacer a los sindicatos para que las salas estén abiertas suficiente tiempo como para que se pueda ensayar, yo no concibo dar un concierto con una orquesta y ensayar una vez, eso no es lo que yo llamo una colaboración seria". ¿Y la música de cámara? "Lo mismo, cuando dos músicos se encuentran en un aeropuerto y luego van a dar un recital no es música de cámara", asegura.

De todas formas, la inflación de algunos músicos en el número de conciertos con tan poco trabajo de preparación para llevarse la pasta no es lo que más le induce a ser demoledor. "Conozco gente que gana más dinero sin ni siquiera ensayar una vez; las discográficas, claro", dice carcajeándose. No es que no confíe en los discos como modo más recomendable para llevar la música clásica al mayor número de gente posible. "No, eso está bien; de hecho, el otro día me topé con un taxista en Nueva York que tenía todos mis discos y me hizo mucha ilusión, el problema es que se graban muchísimas cosas que no merecen la pena", asegura.

No le importa que en su último recital en Madrid, la semana pasada, donde actuó en el ciclo Grandes intérpretes, organizado por la revista Scherzo y Canal Satélite Digital, hubiese una amplísima división de opiniones sobre su visión de Chopin, compositor al que dedicó todo el recital. Eligió las sonatas número dos y tres, aparte de varias polonesas y mazurcas. "En esas piezas está todo Chopin, es importante volver a esas obras porque están llenas de colores y van más allá de su forma. Ahora estoy tratando de descubrir lo mismo que él en la época que compuso esas obras: sonidos diferentes en el piano, hay toda una imaginería trascendental por indagar", afirma. Lo hizo, proporcionó una amplia gama de tonos broncos, violentos que espantaron a más de uno en el descanso. "Me da igual, yo también podría molestarme con los móviles y ni me inmuto, ahora son los móviles y en los años ochenta eran los relojes esos japoneses que sonaban a cierta hora", dice.

Le trae al pairo lo que piense el público y la crítica. "Me interesa mantener la atención, la concentración, el silencio, eso lo siento, pero es secundario, lo que manda es el arte y eso es lo que yo busco", señala. ¿Y la inspiración? "En eso soy como Picasso, que decía que por supuesto que creía en ella, y que se presentaba después de ocho horas de trabajo".

Se enfrenta a la división de opiniones ante sus propuestas fuera de norma con sorna. Por lo pronto, en su primera actuación del año 2000 en Madrid pocas cosas han cambiado. El ambiente era de primarias. A Antonio Moral, organizador del ciclo en el que actuó, a la salida, algunos le decían que Pogorelich había estado genial y otros le aconsejaban: "A éste tío no le vuelvas a traer". Que voten y a ver quién gana.

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