Ignacio Aldecoa, el tiempo inmóvil
Un amigo me dijo un día: "¿Te das cuenta de que Ignacio no envejece nunca?". Lo dijo con melancolía, contemplando una hermosa fotografía de Carles Fontseré, con un fondo de rascacielos neoyorquinos. Una foto en la que Ignacio sonríe frente a mi mesa de trabajo. "Día a día, nosotros envejecemos. Él no". Y era cierto. Ignacio se ha quedado detenido en el tiempo del retrato con su sonrisa joven, su mirada joven, las manos en los bolsillos, la frente alzada a un viento de esperanzas y promesas.En un poema juvenil, Ignacio nos advertía:
"La angustia de los ácidos retratos, / membrillos en el polvo de los años, / vierte por la consola un débil rayo / de momentos robados.
Una vida nos brinda su noticia / en unos ojos secos contenida / y el arco estrangulado de la risa / su alma arrugada fija".
Hoy se cumplen 30 años desde aquel día en que la juventud de Ignacio se detuvo para siempre. En nuestro país y en el mundo entero han cambiado muchas cosas en estos 30 años. Pero la obra de Ignacio Aldecoa permanece intacta, con la misma belleza y lozanía, con el mismo vigor que el día que fue escrita. Y en muchos aspectos, con mayor valor porque a sus méritos literarios se ha añadido uno más: el testimonio que se deriva de sus personajes y de las situaciones por las que atraviesan.
Ignacio mira a su alrededor y, dotado de una sensibilidad literaria estremecedora, transcribe para nosotros la amargura y la soledad, la desesperación y la rabia de un ser humano que se ve arrojado a la existencia y condenado a vivirla sin remedio. Como todo auténtico escritor, Aldecoa percibe y penetra profundamente la inevitable melancolía del hombre destinado sin remedio a la muerte. Más allá de la situación social que elige para sus personajes, por encima del tiempo que al escritor y a esos personajes les ha tocado vivir, late la otra verdad, la intemporal, la pregunta que acongoja al Homo sapiens desde que balbucea sus primeros descubrimientos lúcidos: ¿por qué y para qué estoy sobre la Tierra?
Por eso es también reveladora su respuesta cuando, meses antes de morir, le preguntan a Ignacio en una entrevista: "¿Contra qué escribirías?" Y él contesta: "Contra la injusticia. Contra lo que escribo". E inmediatamente pasa sobre el momento social que está viviendo para añadir: "Pero mi preocupación es más amplia: la brevedad de la existencia, la humanidad, la medida del hombre frente a la naturaleza".
Han pasado 30 años. Personalmente, los he vivido inmersa en la misma fascinación que la personalidad de Ignacio me producía durante el tiempo que vivimos juntos. He vivido estos 30 años apoyada en el recuerdo de Ignacio y he alimentado este recuerdo con los recuerdos de los otros, los de su sangre y sus amigos, sus compañeros, todos los que le conocieron.
Esta ligazón, esta presencia permanente del hombre que fue Ignacio Aldecoa en la nostalgia, la evocación y la soledad de los que le amamos durará mientras duren nuestras vidas. Pero cuando los depositarios de los recuerdos directos nos hayamos ido, quedará su obra y siempre habrá un hombre que al leerla descrifre su mensaje de solidaridad y esperanza. Esta comunicación milagrosa es la forma más sofisticada de relación interpersonal. Ésa es la grandeza de la literatura.
Han transcurrido 30 años. "Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos". El tiempo sí ha pasado sobre nuestros cuerpos, nuestros movimientos, nuestros gestos. El tiempo desgasta y lima y destruye. Sólo la sonrisa de Ignacio Aldecoa permanece en su retrato, inmóvil en el tiempo.
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