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Tribuna
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Al final siempre ganan los buenos

No podía acabar mejor el siglo. Cuando Günter Grass, dentro de algún tiempo, descienda las majestuosas escaleras del Ayuntamiento de Estocolmo, quizá piense que a veces, sólo a veces, hay en el mundo algo que, si no es justicia poética, se le parece bastante.Mi siglo es el último libro de Grass, y su traducción española estará en un par de semanas en todas las librerías de España e Hispanoamérica. Se venderá bien, desde luego, pero sería de desear que se leyera también mucho, porque realmente vale la pena. Grass cuenta en ese libro, desde un punto de vista alemán y, sobre todo, eminentemente grassiano, la historia de estos 100 años, en 100 viñetas literarias narradas casi siempre desde el punto de vista de los humildes actores de la Historia. El riesgo de que la autoimposición de semejante esquema convirtiera la obra en un simple ejercicio de estilo (o de estilos) desaparece ante la prodigiosa inventiva de Grass y su inagotable plenitud de recursos. Al terminar, el lector se da cuenta de que ha pasado un siglo casi sin sentirlo, y de que ese siglo, después de todo, no ha estado tan mal: no en balde Grass, el pesimista esperanzado, el Sísifo consciente de que lo que realmente importa es remontar la piedra, ha puesto en ese libro lo mejor de sí mismo.

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Años favoritos

Cada uno encontrará sus años favoritos y se reconocerá más o menos en algún personaje. De la literatura pura (encuentros ficticios o reales: Ernst Jünger-Erich Maria Remarque, Gotfried Benn-Bertolt Brecht, Paul Celan-Heidegger) al fútbol directamente en vena; de la evolución del casco militar alemán a la caída del Muro; de las campañas políticas a favor de Willy Brandt (con abundantes impactos de huevos podridos) a los atroces atentados incendiarios contra turcos y otros extranjeros; de la gran reforma monetaria a los últimos días de la banda Baader-Meinhof; de las elecciones en Baviera y personajes tan aptos para ser satirizados como Franz Josef Strauss a la imagen conmovedora de un canciller alemán (otra vez Brandt) arrodillándose en el gueto de Varsovia para pedir perdón por el pasado; de las tribulaciones de la mujer berlinesa de los escombros a las frivolidades de algún periodista o playboy; de las primeras manifestaciones contra la guerra de Vietnam al juicio de Eichmann en Jerusalén... Toda la historia de Alemania y buena parte de la historia del mundo quedan ahí reflejadas.Personalmente, prefiero las historias en que el propio Grass (a veces con sus mujeres, hijos o nietos) se pone en escena: bailando interminablemente con Anna en la Feria de Francfort, después de varios años de un París de paredes húmedas, mientras el mundo se entera, a golpe de tambor, de que ha nacido una nueva literatura alemana; yendo al Berlín oriental regularmente, en compañía de una Ute digna de Botticelli, para tender puentes, sin hacer caso de la Stasi, entre los escritores de dos Alemanias que nunca debieron separarse; haciendo revivir, en el último año del siglo, a su propia madre, Helene Grass, para darle lo que no supo o pudo darle mientras vivía... A un lector apresurado que sólo quisiera leer una de las historias de este libro, le recomendaría sin vacilar la del viaje a Italia de Grass con tres hijas suyas de tres madres diferentes. Parece difícil armonizar mejor belleza literaria, sentimientos de buena ley y una cuestión social importante: ¿servirán los padres de algo todavía en el siglo XXI?

Justicia poética, sí. Al final, el caballo del bueno es el que más corre, y no siempre se equivoca la Academia Sueca (de hecho, en estos últimos años está especialmente inspirada). En cualquier caso, España, que tanto quiere a Grass y a la que Grass tanto quiere, se ha apuntado, al anticiparse, un buen tanto. El 22 de octubre, el Príncipe de Asturias tenía ya concertada en Oviedo una cita importante.

Miguel Sáenz es traductor de la obra de Günter Grass al castellano.

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