_
_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿De qué sirven las lecciones de Bosnia y de Ruanda?

y FRANCIS JEANSONLos ataques aéreos de la OTAN contra el dispositivo militar serbio han desencadenado una ola de indignación en medios intelectuales y políticos que, pese a ser muy diversos, coinciden en repulsas comunes. La elemental hostilidad contra unos actos de guerra que, inevitablemente, provocan pérdidas de vidas humanas es legítima y comprensible, pero conviene destacar que la mayoría de las personas, de los partidos y de los grupos que condenan estos ataques apenas se han conmovido con las sucesivas guerras que, por culpa de Milosevic y de su régimen, han causado las incalificables destrucciones que ya conocemos. Es evidente que, por su naturaleza, los misiles y las bombas estadounidenses deben ser más horribles que las balas, obuses y cuchillos chetniks, sea cual sea el número de víctimas de los unos y de los otros.

Más información
La UE acogerá a los refugiados enfermos, pero no consigue un acuerdo sobre el destino de los demás

Hecha esta observación preliminar, queremos responder a algunas críticas contra el principio mismo de intervención militar (la cuestión de la estrategia adoptada por la OTAN es diferente).

La crítica más enérgica contra la operación en curso sostiene que una consecuencia evidente de los ataques ha sido desencadenar la actual ola de limpieza étnica y represión. Se olvida la cronología reciente de la crisis y sus antecedentes.

Tras el acuerdo entre Hoolbroke y Milosevic y la designación de los verificadores de la OSCE, que permitieron un cese relativo de la violencia y de las expulsiones, todos los observadores esperaban una reanudación del terror en primavera si no mediaba una solución. Por ello era tan urgente buscar la firma inmediata de un acuerdo.

La responsabilidad de los occidentales no radica en su intervención contra los serbios, sino en su carácter insuficiente. Milosevic no puso en marcha su máquina del terror en respuesta a los ataques; sólo aprovechó un pretexto para aplicar un plan preestablecido que se remonta, con todos sus detalles, a antiguos proyectos del nacionalismo gran-serbio (véase el opúsculo de Vasa Cubrilovic La expulsión de los albaneses, 1937).

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Hacer de la intervención de la OTAN la causa de la limpieza étnica en Kosovo es razonar como si el genocidio de los judíos por los nazis hubiese sido provocado por la declaración de guerra de los aliados a Alemania o el genocidio de los tutsis de Ruanda por el atentado contra el avión del presidente Habyarimana. Los autores de todos estos crímenes contra la humanidad hubieran podido presentarse como víctimas inocentes de confabulaciones urdidas desde el extranjero, algo que no dejan de clamar los serbios que no comprenden qué tiene el mundo contra ellos.

Otro caballo de batalla de quienes se han opuesto a la intervención militar es que destruye la oposición democrática en Serbia y refuerza la autoridad de Milosevic. Este argumento se basa en un desconocimiento total de la realidad política de Serbia. En ese país hubo una oposición o, más bien, unas oposiciones cuando Milosevic y su clan se apropiaron del poder, pero sus dirigentes fueron incapaces de unirse y, sobre todo, de llevar a cabo una crítica radical contra el nacionalismo gran-serbio, unos por convicción y otros por oportunismo.

Las grandes manifestaciones que despertaron las esperanzas de los amigos de la tan deseada Serbia democrática nunca plantearon los problemas provocados por las guerras de agresión llevadas a cabo por Milosevic con el consentimiento, abierto o resignado, o en el mejor de los casos con la indiferencia, de la mayoría de los serbios. La única oposición merecedora de ese nombre es la del puñado de personas que, con un valor admirable, se atreven a decir que la política de "defensa del interés nacional serbio" encarnada por Milosevic, e inspirada en su origen por la gran mayoría de las élites serbias, es la responsable de todo lo que ha ocurrido, de lo que sucede en este momento y de las catástrofes que se anuncian.

Esta verdad no es, por el momento, audible por los serbios. Sin duda hay que esperar a que el régimen haya caído y con él todas las ilusiones que ha alimentado.

La evidencia de que el régimen de Milosevic es, por su propia naturaleza, el principal obstáculo para una solución duradera de los conflictos de la ex Yugoslavia empieza a ser expresada en palabras por los responsables políticos, pero parece que les resulta difícil derivar de ello todas las consecuencias, dado la que les exigiría tomar decisiones drásticas.

Entre las dudas que invocan figura la de la solidez y la capacidad de resistencia del régimen y de su aparato represivo: fuerzas de seguridad y ejército. Si bien está prohibido a quienes no son especialistas en la cuestión formular cualquier juicio al respecto, al menos es necesario rechazar la comparación, realizada con frecuencia, incluso por "expertos", entre las cualidades del ejército de partisanos de Tito y las de las actuales Fuerzas Armadas serbias: policía especial, milicias y ejército.

Hay que recordar que el ejército de los partisanos tenía una composición multinacional, que su ideología era la opuesta a la del ejército serbio de hoy, que le era impuesta una disciplina rigurosa...

Convertir al ejército de Milosevic en el heredero del ejército de Tito es una sinrazón tanto más flagrante cuanto que los valores y el sentido del honor -si puede llamarse así- actuales son los de los chetniks y no los de los partisanos, lo que no habla en favor de la capacidad de lucha y aún menos de la invulnerabilidad de los serbios, que no se distinguieron ni en Croacia ni en Bosnia. Resulta más fácil llevar a cabo una guerra contra civiles que contra militares, como lo demostraron las atrocidades de Bosnia que se reproducen en Kosovo.

Es responsabilidad de los políticos, bajo el control teórico de los ciudadanos, establecer los objetivos de su acción. Si consideran que la paz bien vale un compromiso, deben evaluar sus riesgos. Lo más nefasto sería, tras el ejemplo de Bosnia, ratificar la limpieza étnica a que se dedican los serbios antes de proponer la partición de Kosovo. No nos atrevemos a pensar que existan dirigentes conscientes de sus responsabilidades que acepten un mercadeo así que sometería a los Balcanes de las próximas décadas a desgarramientos ininterrumpidos. Por ahora, las potencias de la OTAN tienen el deber de proteger con toda urgencia a las poblaciones de Kosovo de las matanzas que derivan en genocidio. ¿Para qué sirven, pues, las lecciones de Bosnia y de Ruanda? ¿Para crear dentro de dos años una comisión de investigación parlamentaria sobre Kosovo?

La única forma de poner fin a esta barbarie es obligar a todas las fuerzas armadas serbias a retirarse de Kosovo y estacionar tropas internacionales suficientemente numerosas y seguras como para hacer que se respeten la integridad territorial del país y el autogobierno de los kosovares. Este objetivo debe alcanzarse a cualquier precio, con todos los medios militares apropiados.

Faik Dizdarevic es ex embajador de Yugoslavia. Francis Jeanson es escritor y filósofo. Son, respectivamente, secretario general y presidente de la Asociación Sarajevo, con sede en París.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_