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El extraño estofado del tío Oscar

Hacía muchos años que no se nos prometía una noche de los Oscar tan dislocada como la que convocaron hace unos días. No se topaba uno con otra combinación tan contundente de churras con merinas y de velocidades con tocinos desde aquella en que la, siempre confusa y siempre astuta, academia californiana rectificó con magnífica caradura la ceguera de sus millones de parroquianos, que depreciaron a Sin perdón cuando se estrenó allí y, después de poner la mano en trompeta detrás de las orejas, atendió a los ecos lejanos del clamor con que fue recibida en Europa esta genial película, con la que Clint Eastwood entró, empujado por el preludio en negro de Bird, en las estancias, ya casi vacías, de la herencia del Hollywood clásico. Sazona el estofado de zorro recién propuesto por esa academia del disparate un chute de cocaína en vez de pimienta, porque a quien lo prueba se le acelera la risa tonta de la incredulidad: tiene auténtica gracia distribuir las cinco candidaturas entre dos películas en torno a la guerrera reina Isabel de Inglaterra y las tres restantes a la II Guerra Mundial, en un ejercicio de monografía o de monomanía bélica como poco pintoresco y probablemente imitativo de la estrategia del cuerno quemado inventada por Bill Clinton para acallar con el ruido de los bombazos el estruendo de sus apresurados cierres clandestinos de bragueta. Y ahora que incluso Sharon Stone se ve obligada a echar el cerrojo a sus irónicas aperturas de nalgas, los colegas académicos se vuelven severos con el rincón de las entrepiernas y sacan a relucir las viejas cadencias de las ametralladoras, sustituyendo de un plumazo el pezón por el holocausto y la refriega de cama por la batalla campal. En el juego de Hollywood -ya lo dijo Robert Altman, que apostó el pellejo en él y salió en pelotas del tugurio- se juega siempre con las cartas marcadas. De ahí que en la baraja de los Oscar que vienen se las tengan que ver cuatro ases anglosajones y un incomprensible comodín italiano, el del estupendo bufo Roberto Benigni de La vida es bella, que puede nada menos llevarse el oscar a la mejor película de habla inglesa, cuando está rodada en puro idioma toscano; y el oscar a la mejor película de habla no inglesa, cuando ha sido por excepción doblada al inglés. Galimatías tan singular que tiene la pinta de haber sido sacado por sus autores, los sesudos académicos californianos, de alguna réplica despendolada de Groucho Marx olvidada en alguna polvorienta carpeta del, hace tiempo desmantelado, departamento de guiones de la Metro.

Da la impresión de que el estofado de zorro ha sido preparado de modo que, a tenor de lo contradictorio del caso, La vida es bella no gane el oscar gordo y sí gane el oscar chico; y así queden sólo cuatro para optar a aquél. Y como de esas cuatro, Elizabeth no es gran cosa y La delgada línea roja tiene dentro demasiado buen cine -y, sobre todo, demasiados ecos de cine europeo- para ser caballo ganador, la batalla quede entablada exclusivamente entre el precioso y primaveral globo hinchado de Shakespeare enamorado y la impepinable solidez de Salvar al soldado Ryan, que es, como ya era, la más que presumible candidata oficial del Estado Mayor del negocio. La fusión de los nombres de Steven Spielberg, a quien la jefatura quiere encerrar del todo en el redil del rebaño; y de Tom Hanks, el hijo dócil y bueno de la madre América, parece un cálculo de química cinematográfica casi perfecto para deshacerse de antemano de cuatro de las cinco películas nombradas o elegidas -no caigamos en lo de nominadas, estúpida barbaridad idiomática adoptada servilmente por nuestra palurda y en esto analfabeta academia casera- y allanarles el camino a Steven Spielberg y Tom Hanks, cogidos de la mano, sin que la maniobra parezca demasiado el indecente pasteleo que en realidad es.

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