La vista sorda
Todas la semanas, el Defensor del Lector de El País colecta una docena de cartas protestando por nuestras erratas y, a la semana siguiente, las erratas, los errores gramaticales, los "chupas de dómine", las invenciones extravagantes sacuden la paciencia de nuevos lectores que caen descabalgados y aturdidos de la lectura. Y no es esto lo peor: Hay otros lectores que a pesar de los dislates trascurren como si no pasara nada sobre el estropeado pavimento, hablado o escrito. A fuerza de leer cosas mal redactadas y leerlas sin estupor un primo mío ya dice, cuando cree llegado el caso, que debemos "hacer la vista sorda". Sus oídos, como los de otros, los tiene ya ofuscados por la radio y la televisión y, ahora, con la prensa, va camino de ensordecer su vista. Todo sucede por lo muy gorda que va siendo la oleada de desatinos en que incurre el lenguaje periodístico y que, aun no pareciéndolo, nos tiene muy mortificadas a las redacciones. Aquí dentro y en otros medios se aspira, ante todo, a saber y saber. El afán, de la mañana a la noche, es recabar más y más información para difundirla con el mayor interés, precisión y contenido. La vocación de informar a los demás se corresponde directamente con la codicia por aprehender y aprender. Tenemos zoquetes aquí, como en todas partes, pero en este zoco la tónica es azacanarse para ganar conocimientos y trasmitirlos con claridad y atractivo; de manera inseparable, el idioma es la herramienta para abrir la atención, entretenerla y conducirla hasta el final. Si los resultados traicionan esta ambición los primeros fracasados somos los periodistas y, casi a la vez, los defectos recibidos de la educación.La gente quiere saber; queremos saber. Y decirlo bien. Lázaro Carreter ha vendido cientos de miles de ejemplares de El dardo en la palabra porque ha acertado en el centro de una amplísima ansiedad. Se desea saber como efecto de una necesidad que no satisfizo la sociedad, la enseñanza, la facultad, la escuela y, al fin, uno mismo. Los libros de estilo, la obra también best-seller de Alex Grijelmo sobre El estilo del periodista, el triunfante libro Hablar en público de Vallejo Nájera, los cursillos que ayudan a redactar informes o escribir cartas se reciben tan bien como los manuales de buenas maneras publicados a lo largo de estos últimos años. Las gentes quieren aprender no sólo a ser mejores, sino a aparecer mejores manifestándose con propiedad y corrección. Entre las formas de presentación en público una, enfatizada por la moda, es la compostura de la ropa, pero ¿cómo lucir de verdad desmañándose en la locución? Y ¿cómo, hoy, en un mundo relacionado cada vez más por los mensajes electrónicos puede olvidarse el valor que la escritura recupera? En ese universo, antes que la cita a ciegas acude la claridad de la redacción y, delantándose altipo, llega la tipografía.
A despecho de lo que se supone, el lenguaje, escrito y hablado, ha recuperado un protagonismo mayor. Parece que el balbuceo o el habla sincopada es cosa celebrada y en aumento, pero crecientemente, en los medios públicos, estos desaliños son sentidos como una decadente indignidad. Desde los profesores de universidad a los periodistas, desde los políticos a los cibernautas, desde los juristas a los publicitarios, todos creen como no lo creían en la necesidad de hablar y escribir bien, para distinguirse y lograr acreditación.
Hablar y escribir con limpidez pero también con la capacidad de seducir es un requerimiento de la era de la información. En ese cosmos, los neologismos, las desidias, los defectos ortográficos o gramaticales, el dequeísmo y los disparates se han convertido en una polución mediática y la ecología general rechaza esta basura como un tóxico de primer grado. Ni la escucha ni la lectura, en la era de la supercomunicación, puede seguir haciendo "la vista sorda". Más bien, como ordena el sentir general, todos queremos un mundo limpio y sin ruidos; aseado y capaz de promover la salud, la belleza y la mejor identidad del idioma.
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