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Tribuna:CRÓNICAS: JUAN CRUZ
Tribuna
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Las cinco y cuarto

Juan Cruz

Pocas veces nos detenemos a ver a la gente en la calle; vivimos en nuestros medios de transporte, solos, ante el televisor, en la oficina, en nuestros cuartos; cuando cambiamos la mirada y la situamos ante el rostro de los otros acaso estamos viendo nuestro propio espejo: la edad que tuvimos, la edad que tenemos, lo que seremos algún día. A las cinco y cuarto de la tarde de cualquier ciudad, en medio de la monotonía que marca la administración sistemática de los días que vivimos, hay seres que no conocemos y que no conoceremos jamás; acaso, sin embargo, tienen en su propia alma la novela moral, el espectáculo preciso, la canción que nunca hemos escuchado y que quizá, como quería Kiplin, nos lleven de aquí a otro universo en el único segundo que es preciso para que tal cosa ocurra. Esa contemplación de la vida a las cinco y cuarto -los niños salen del colegio, los llevan los padres, los abuelos o las criadas, o van solos, y todos los adultos caminan con semblante distinto con esos niños de la mano- es distinta segÚn sean las ciudades o los pueblos donde discurre ese tiempo en que el día -y acaso el sentimiento- se divide en dos. Son seres distintos a los seres del resto del día: la. presencia de los niños les varía la mirada, pues es obvio que las demandas de esas juveniles compañías tiñen la conversación cotidiana de sorpresas nuevas: las preocupaciones administrativas o burocráticas, si éstas suceden, han de ser aparcadas , porque los chicos no requieren balances ni resultados ni opiniones políticas ni agendas de trabajo, sino que cuentan lo que ha sucedido -lo que les ha sucedido- como si el mundo hubiera nacido en el instante en que les pasó lo primero que les pasó. Aparte de contar cada día la historia inmortal de su descubrimiento, los niños piden cuentos, imaginación, riesgo.O silencio. El silencio no les duele, no lo atribuyen a malestar o a ruptura con el mundo del otro, a incomprensión o a desaliento, pues para ellos la conversación no es todavía la administración más o menos exacta de los sentimientos y de las palabras, sino la consecuencia de la sorpresa que les provoca todo lo que ven. Si no observan nada nuevo, ni nada raro, no alientan la monotonía de los verbos, sino que los dejan estar. En ese sentido, cuando no son retados sus acompañantes, éstos pueden vivir minutos de gloria, porque el silencio en que se sumen se halla absolutamente lejos de cualquier reproche.Los niños. Viéndoles a esta hora fascinante de la tarde uno imagina los niños de otros tiempos, esos mismos rostros sin ansia ni pasado que paseaban por calles menos pobladas, y aún menos mestizas, de la vida de nuestras ciudades. Las mismas preguntas, iguales demandas, aunque en tiempos en que la vida aún no era en tecnicolor y cinemascope.Haro Tecglen, en El niño republicano, hizo una excursión memorable por aquel tiempo de horror en cuyos veranos de estruendo de todos modos brillaban las bicicletas de Fernando Fernán-Gómez. Francisco Umbral jamás ha dejado de escribir de los portalones de esa edad indecisa hasta en el sexo formal de la vestimenta.Martínez Sarrión, niño de la posguerra, hizo en Infancia y corrupciones la narración de un Albacete quieto que cobraba vida gracias a la capacidad de fábula que tienen los niños. Ángel González, el niño asturiano que después de los 72 años ingresa mañana en la Academia, escribió siempre acuciado por esas imágenes de 1936 cuando vio cómo mataban en la calle a su maestro de guitarra: llega a la Academia un niño con esa memoria. Rafael Alberti hizo, de La arboleda perdida una permanente excursión a su niñez: no quiso crecer, no quiso ser viejo, para qué seguir contando la edad. El tambor de hojalata de Günter Grass, uno de los grandes relatos morales del siglo, es una afirmación de la niñez como la edad final en la que caben todas las edades.Federico García Lorca quería ser como un niño. Ahora Moncho Armendáriz, el cineasta de Tazio, otro niño, ha viajado a la infancia para contar sus secretos del corazón y lo ha hecho con la delicadeza que requiere el amor extrañado por la propia infancia. Manuel Rivas en La lengua de las mariposas, le ha dado la mano a aquel niño republicano de Eduardo Haro y ha hurgado de nuevo en los espantos en que a veces la vida convierte las sorpresas que buscan los niños a cualquier hora.

Y finalmente ahí viene Carlos Castilla del Pino, el poeta de la psiquiatría, hurgando también en su propia memoria hasta ofrecer en Pretérito imperfecto (Tusquets) el retrato de un muchacho que ya entonces vislumbraba que la ciencia tenía dentro de sí todas las preguntas y también todos. los cuentos. ¿Cómo era de niño? Lo dice en el libro, y muy abiertamente, contando sentimientos prolijos, misteriosos y atrevidos que le llevan, otra vez, a su rostro del pasado, como si se reconstruyera. Mirándole, uno le ve también entonces: estudioso, sentimental: un poeta con dudas razonables sobre la necesidad de ser adulto.

Acaba de aparecer en Zaragoza un libro donde varios escritores -Atxaga, Landero, Soledad Puértolas, Vila-Matas, Sánchez Robayna, Martínez de Pisón...- publican la memoria de la niñez y estampan su foto de entonces. Todo nace en la niñez, en esas cinco y cuarto de la tarde de cada uno de nosotros, cuando el mundo se mira desde abajo como una palabra llena de misterio, sabiduría y silencio, como si el tiempo fuera un abuelo. Todo lo que viene después es un disfraz del mismo rostro.

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