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Crítica:CINE: 'EL PACIENTE INGLÉS'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La muerte dulce

Dos sorprendentes sensaciones acompañan la contemplación de esta portentosa película, tal vez la más bella de los últimos años.La primera -en otro registro, lo que ocurrió hace unos años con el mazazo de Sin perdón- es que parece escapada de otro tiempo, que es una película que estaba escondida desde hace décadas y que alguien ha rescatado del polvo que la cubría en alguna estantería del recuerdo de lo inolvidable. Mientras se contempla El paciente inglés se siente algo que se asemejaría a encontrarnos ahora por primera vez arrastrados por el empuje emocional de -todos ellos filmes muy dispares entre sí y no obstante atrapados en las redes de una misma enigmática cercanía- La bella y la bestia, L'Atalante, Jennie, Abismos de pasión, Peter Ibbetson, Duelo al sol esa inquietante y exquisita estirpe de desatadas y no obstante matemáticas composiciones de cine-música (es decir: cine-melo, melodrama primordial), que los surrealistas llamaron de amor loco; y que puede que lo sea, pues cualquier descenso a las facilidades de la cordura es completamente ajeno a estas enigmáticas latitudes de la cartografía de la muerte dulce.

EL paciente inglés

Dirección: Anthony Minghella.Guión: Minghella, basado en la novela de Michael Ondaatje. Fotografía: John Seale. Música: Gabriel Yared. EE UU- Reino Unido, 1996. Intérpretes: Ralph Fieness, Kristin Scott Thomas, Juliette Binoche, Willem. Dafoe. Madrid: Carlos III, Ciudad Lineal, Palacio de la Prensa, Roxy, Real Cinema (V. O.), Cristal, Imperial, Madrid.

La segunda chocante sensación hay que buscarla dentro de la reconfortante y vivificadora ligereza con que se viven (o se sueñan) las casi tres horas de contención del aliento dentro de un complejísimo pero sin embargo transparente entramado argumental de quien entra (y ya no le es posible salir) en su juego. La aparentemente desmesurada duración del filme se hace tan corta que no produce en el espectador la más mínima fatiga, ni su itinerario se percibe apenas como recorrido, pues es una circularidad de trazado tan nítido y perfecto, que su final es su comienzo. Y éste es seguro indicio de que estamos ante un cine elaboradísimo, ante un estilo de hacerlo minucioso y altamente evolucionado y ante una idea de la composición cinematográfica de asombrosa audacia formal.

Pura música

El añadido de una y otra sensación conduce a una tercera no tan evidente, pero por eso mismo de más calado. El zarandeo emocional que crea la contemplación de El paciente inglés recrea a su vez, en una película completamente de ahora, aquella ya irremediablemente perdida pero aquí inexplicablemente recuperada- relación de inocencia, de frescura y de brote incontenible de asombro del espectador ante la pantalla, que Jean Renoir reclamaba como esencia del cine fundacional, y hay que añadir que también del clásico no perecedero, como es el suyo.

De ahí la idea de que en El paciente inglés hay algo de reinvención del cine. Y de ahí también ese mayor calado de este rasgo definitorio, que nos conduce por fuerza a otro -el ya enunciado al principio- aún más relevante, pues envuelve y condiciona a los demás: estamos ante una exploración (sin las espaldas cubiertas) de los confines de la musicalidad del cine y por tanto de su esencia misma, ya que esa musicalidad es mucho más que un ajuste entre su lado visual y su lado sonoro, que una música incorporada y finalmente fundida en la imagen: es el transcurso de la imagen misma hecho música.

La lógica de la composición de este prodigio como ocurría en las grandes películas de la época muda, lo que explica ese su sabor a cine fundacional es más cercana a la de la partitura que a la del relato. El paciente inglés acumula una apasionante y enrevesada materia argumental que, por esa musicalidad interior envolvente de la secuencia, se hace ligera, liviana: una levitación, una fluencia, la vivencia de un tiempo o tiempo gobernado por las leyes de la armonía, pura música.

No hay desvelamiento (estamos en las antípodas del cine de intriga o secreto, en los territorios superiores del misterio) al decir que El paciente inglés arranca de un brote de aventura que busca el remanso de la quietud por antonomasia, la agonía humana. Ralpli Fiennes, el hombre que agoniza, convoca mientras se muere las imágenes interiores de su vida que -en forma de puzzle aparente y gradualmente ordenado- surgen en su desvelo a medida que avanza el apagamiento inexorable de éste. Y que, mientras surgen, el agonizante entrelaza con las de la vida exterior que se mueve (ante sus ojos) alrededor de la enfermera, Juliette Binoche, que lo cuida y que anuda su última y dulce conexión con la vida.Toda la película es el largo (de inmensa elocuencia en su laconismo) diálogo casi mudo entre ambos personajes y ambos mundos, que poco a poco van entre: lazandose hasta fundirse en uno solo, en busca recta y ennoblecedora de uno de los instantes de amor más elegantes, graves, conmovedores y perturbadores que ha dado la pantalla.

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