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Hombre y saco

Vicente Molina Foix

Sin llegar a ser del todo interactiva, esta columna le debe mucho a dos lectores del periódico, Juan Pablo Rada y José Luis Ferrándiz, a quienes agradezco que glosaran en carta al director una pasada columna mía, El espíritu de animal, aunque lo hiciesen con indignación. Los dos lectores confesaban en su carta haber protestado en su día contra la utilización de un animal -el célebre loro de Kounellis- en las salas del Reina Sofía, y su queja más particular hacia mí era por tomarme a broma "el sufrimiento de un ser vivo". Vi, lo corroboro, "moderadamente confortable" al loro en su percha del museo, y lo vi así, claro, en términos comparativos. ¿Dónde suelen estar, y cómo, y sobre qué, los loros, periquitos y guacamayos de toda laya? ¿Volando en libertad sobre bosques feraces o enjaulados en pasas que huelen a repollo y sudor de generaciones, hostigados con un palito por la mano del menor de los hijos?El pájaro del Reina Sofía tenía un horario de trabajo, y su tiempo de ocio y descanso, y estoy seguro -pues en el lío lo único que se ha visto claro es el gran corazón del director del museo- de que se alimentaba mejor que muchos otros volátiles en libertad. ¿Conocen los señores Rada y Ferrándiz las condiciones de vida de los cientos de miles o millones de mascotas del mundo occidental? ¿Están todos los perros y gatos domésticos en estancias ventiladas y con luz natural? ¿Corre el caballo en la competición por gusto o por la espuela? ¿Viven y trabajan los propios Rada y Ferrándiz, por no hablar de mí mismo o de usted, lector con un problema para llegar a fin de mes, en pisos, oficinas y horarios saludables? A mí, por poner un ejemplo, me parecen insufribles las casetas de perros (a excepción, claro, de la instalada en casa de los señores Boyer/ Preysler, calefactada, enmoquetada y alicatada hasta el techo), y no por ello voy denunciando a la Guardia Civil a los propietarios de semejantes celdas de concentración. Y qué decir, como dicen con acritud los señores Rada y Ferrándiz, del animal elevado a la "categoría de espectáculo". ¿Han denunciado ya estas personas a los organilleros que hacen pasar al mono el cepillo, al león de los circos, al tigre de los zoos, al delfín que acarrea balones con la boca en el delfinario?

Y qué hace, me dirán ahora ustedes, esta columna en Cultura y no en Sociedad, si es en Sociedad donde han de ir los animales dentro del periódico. Ahí está la cosa. Quienes, como mis dos atentos glosadores, guiados, de eso no me cabe duda, por la mejor intención, sostienen con un maximalismo filantrópico que en el saco de la indignidad humana entran por igual la discriminación sexual, social o racial y la cautividad de un loro mimado, están de modo implícito defendiendo el final de las categorías de juicio moral o estético, pues exhibir a un papagayo en una razonable sala de exhibición les -parece tan cruel como tener a un negro enjaulado en un mercado de esclavos. La distancia que hay entre esa indiscriminada ternura global y el vicio e la queja contra todo lo que se manifiesta diferencialmente en la naturaleza es mínima, y su creciente implantación en el terreno del arte nefasta. Contra ese género de operaciones de igualamiento categorial arremetía Harold Bloom en su libro El canon occidental, temeroso el gran crítico americano de ver llegar el día en que insistir en la grandeza sin parangón de Shakespeare sería considerado insensible, pues ya se sabe que el dramaturgo inglés fue a veces cruel e injusto con sus personajes, y sus geniales versos no siempre nos conducen al estrecho camino del bien edificante, como sí hacen escritores y escritoras de poco talento y enorme corazón.

Ese problema de dejarse llevar por la filosofía del saco. Muchos sueñan, y algún visionario hizo revoluciones sangrientas por conseguirlo, con meter al género humano en el mismo envoltorio de bondades. Pero mientras llega ese perfecto día de la felicidad universal, la tentación es otra, algo más fea y un poco autoritaria: llamar al hombre del saco cada vez que el mundo no contesta, como un loro amaestrado, la fórmula correcta que se quiere oír.

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