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Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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Por la acera de sol

Antonio Muñoz Molina

Hay dos clases de invierno, y el aficionado suele disfrutar idénticamente las dos, el invierno de la grisura y la lluvia y el. de la claridad helada, que este año se han sucedido con una regularidad de prescripciones de almanaque. Las estaciones son, entre otras cosas, estados de ánimo, y las dos clases de invierno nos aluden tanto porque tal vez representan el anverso y el reverso de una cierta actitud ante las cosas. El nublado lo vuelve a uno un poco nórdico, le carga sobre los hombros el peso del cielo demasiado bajo y satisface una disposición de niebla e inexactitud que borra distancias y vuelve confuso el tránsito del tiempo.La mañana y la tarde se parecen mucho en su luz casi idéntica, y ni las personas ni las cosas tienen sombra, se convierten un poco en sombras ellas mismas, en presencias fantasmas. Dos de los momentos más estremecidos de poesía que uno puede ver en el cine se corresponden a dos escenas invernales de la película Amarcord.- un niño sale por la mañana hacia la escuela, con su cartera y su capucha, con la diligencia de los niños aventureros de los cuentos, y al cabo de unos pasos ya se ha perdido en medio de la niebla, que no le deja ver casi nada más que formas confusas de árboles, ramas negras, empapadas, sin hojas. De pronto descubre que hay algo frente a él, y lo que ve es una aparición que por un instante se le antoja sobrenatural, la cabeza de un toro, un animal también perdido que en medio de esa niebla tiene una presencia fantástica de Minotauro; entre la misma niebla, un hombre- ya muy viejo, el abuelo. de ese niño de la cartera y la capucha, también se encuentra de repente perdido, pero la niebla para él no es ya la de los misterios de la infancia, sino la del pavor y la proximidad de la muerte.

Pero Amarcord, película que uno puede ver con la misma frecuencia con que escucha sus discos preferidos, es en gran medida un calendario del paso de las estaciones, una cápsula de tiempo tan cerrada en sí misma como la ciudad de la memoria en sus interiores y en sus calles, en sus lejanías de llanura y de mar. Fellini dijo que la ciudad de esa película no tenía mucho que ver con la Rímini de la realidad, sino que era un modelo a la escala de sus recuerdos más antiguos. En ella, tras el invierno de la nieve y las nieblas, tan propicio a la introspección y a las alucinaciones, viene también el invierno helado y claro, el que resalta los colores y las formas hasta casi hacer daño a los ojos, el otro invierno en el que todo es una alternancia de sombras exactas y claridad solar, y en el que uno se acuerda de cuando las madres nos despedían, forrados de abrigos y bufandas al salir de casa, y nos daban uno de aquellos consejos que luego ya no se nos han olvidado, aunque la verdad es que tampoco sirven de gran cosa:

-Vete por la acera del sol.

Y es que la mañana, en apariencia unánime en su claridad, esconde dos mundos y dos climas contiguos, pero adversos entre sí, el de la acera del sol y la acera de la sombra, y basta cruzar la calle o doblar una esquina para pasar del uno al otro, notando entonces la tibieza vivificadora de la luz solar o la humedad y el frío insalubre que ampara una extensión de sombra.

El escritor uruguayo Hugo Alfaro, que era un anciano animoso y ya herido de muerte por el cáncer cuando yo le conocí, escribió un hermoso libro de recuerdos montevideanos que se titula Por la vereda del sol, versión criolla del título de una canción de jazz, On the sunny side of the street. En el libro de Alfaro, el consejo inveterado de las madres se convierte en un propósito, en una actitud vital de asidua preferencia por la claridad, por la dulce tibieza solar de las mañanas invernales. Salgo a la calle, mal abrigado, desorientado por la vehemencia del sol en el balcón y por la fuerza del azul tan limpio sobre los tejados, y me muero de frío en la acera de sombra, en su hondonada de frialdad y humedad de sótano. Subo cremalleras y solapas y cruzo enseguida hacia el lado del sol, dejándome ganar enseguida por una delicia de temperatura y de haraganería, habitando ahora el otro país más cálido que estaba al otro lado de la calle.

Por la acera de sombra la gente camina con una prisa invernal, con una eficacia de gabardinas y de clima inhóspito, cada cual ensimismado en sus cavilaciones, yendo más aprisa para quitarse el frío, para llegar cuanto antes a una cita imprescindible. En la acera, en la vereda del sol (me gusta mucho el modo en que esa palabra, vereda, tan rural en España, se vuelve urbana en América, guardando sin embargo, en medio de la ciudad, una sugerencia de camino de tierra, estrecho y sombreado), tiene lugar otra clase de vida, tan opuesta a la otra como las costumbres de dos países limítrofes empenados durante siglos en ignorarse entre sí. En la acera del sol, en las mañanas de invierno, habitan los viejos y los indigentes, los enigmáticos hombres bien vestidos que deberían estar ocupándose de un negocio o trabajando en una oficina y sin embargo pasan horas sentados en un parque, leyendo un periódico o simplemente viendo pasar a la gente, las madres jóvenes con niños demasiado pequeños todavía para ir a la escuela. Después de los desastres del primer invierno, que les obligaron a refugiarse en los túneles del metro y en los albergues municipales, los indigentes despliegan al sol sus posesiones ínfimas disfrutando del ecumenismo del buen tiempo, que se les regala con idéntica generosidad que a los pensionistas y a los multimillonarios. Partiendo de la imagen de un hombre bien vestido, pero al parecer desocupado, que se pasaba las mañanas sentado al sol en un parque, sonriendo, como si aprobara plácidamente el aspecto general del mundo, pero hubiese decidido abstenerse de participar en él, George Simenon escribió una de las novelas que a mí más me gustan de las suyas, Maígret et l´homme du banc.

Como suele ocurrirme, no me acuerdo del argumento, ni me importa mucho, sólo veo muy clara esa figura, de la que tal vez me he acordado porque esta mañana he visto a otro hombre igual, en un banco de otro parque, dignamente vestido, pero un poco desgastado, como si acabara de perder un trabajo. El periódico arrugado que leía acababa de sacarlo de una papelera. Es posible que haya sido expulsado no hace mucho de la acera de la sombra, y que esta mañana disfrutara del parque, del periódico y del sol invernal como de una precaria tierra de asilo.

La mañana, en apariencia unánime en su claridad, esconde dos mundos y dos climas

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