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¡Otra oreja!

Solía darle a Borges por sonreír al recordar la linda forma en que se expresaba Irigoyen, aquel rudo caudillo radical, cuando quería alardear de lengua propia ante la gente humilde y trabajadora, tan deslenguada. Por ejemplo, y por algo sería, no hablaba nunca en público de plata o vil dinero, sino tan sólo de "efectividades conducentes". Y eso lo pronunciaba con el mismo aplomo que Julio Anguita emplea para asumir, con las dos manos, las programadas "cualidades no cuantitativas" que nos aguardan en esta vida, que es el morir, aludiendo tal vez al epicentro (¡alabado sea!) del mucho té para tan poca tetera, versión anglosajona de nuestro atormentarnos con un vaso de agua. Pero es harto dudoso que expresiones cuajadas como las de Irigoyen y Anguita consigan algún día penetrar en las bocas de las clases humildes y trabajadoras, algo cerradas. Se resignan, los pobres, con pillar otras migas al vuelo, que luego, sin ni siquiera desplumarlas, mastican: "De alguna manera", "la mujer del César", "ponte las alcalinas", "porfa", "matar al mensajero" o, en boca de Lolita, "descubrí que me gustaba equivocarme". Así es el patio. De lo que cabe colegir, si alguien nos sigue, que una expresión se implanta solamente cuando es capaz de responder a algo que ya estaba en la punta de la lengua de todos, casi todos sin pelos.Lo otro -"efectividades conducentes" o "cualidades no cuantitativas"- tiene la soberbia intelectual de no querer responder a nada. Es narcisismo que se cierra en banda, al revés del que exhibe, de frente, un personaje de Juan Hidalgo, masculino y desnudo, que sitúa un espejo entre las piernas para verse los genitales y, de reojo, la carnal y cercana procedencia de tal reflejo; visiones ambas que quedan congeladas en la visión sin tiempo de una fotografía, ahora expuesta en el CARS, que, porque las contiene, las difunde. ¡Zaj!

Ajeno a estos dos tipos de narcisismo, oral y genital, el Ministerio de Justicia e Interior acaba de publicar el Libro de las Fundaciones, de la Madre Teresa de Jesús, en edición facsimilar de la primera (Amberes, 1610). El prologuista, Juan Alberto Belloch Julbe, no ha dudado en escribir: "Las ortodoxias -tan útiles y fértiles para el nacimiento y consolidación de cualquier proyecto- tienen el arraigado hábito de transformarse en ortopedias cuando las crisis se agudizan, o simplemente cuando la naturaleza se empeña en seguir su curso por caminos previsibles para la inteligencia". ¡Transverberación! O llaga como prótesis del dedo índice.

Mientras tanto, la joven hispanista Geneviéve Mourier, que se encuentra en España (España) preparando una tesis sobre Bergamín, me distrae de boca, ojos y dedos para reprocharme mi "visión unilateral y eurocéntrica de la oreja" en el artículo del pasado viernes por estas páginas. Tiene la mujer sus razones: "No sólo los primeros cristianos veían en la oreja un símbolo sexual. En Mali, que es donde pinta Barceló, los dogones siguen pensando que el con ducto auditivo es otra especie de vagina. Entiéndame, piensan que una hembra no logrará que darse preñada si, a la hora de hacer el amor o como por aquí se diga, el macho no le habla sin parar, y con mucho fervor, al oído. Para ellos, la palabra, puro complemento espermático, ha de entrar por otro conducto para alcanzar también la matriz". Así es la vida por allí abajo. Y así matizan desde allí arriba. Por aquí, que casi ni es lugar, acabo de encontrarme, en el jardín tropical de la estación de Atocha, a Valentín, un primo muy querido de José Ángel Valente. Valentín me pregunta a boca de jarro (él diría a oreja de barro) si no me quedo verdaderamente mudo con la definición que de la caridad daba Pablo de Tarso en una de sus cartas: "La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa; no se hincha; no es descortés; no es interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera". Y claro que me quedo mudo. Y sordo. Y hasta embobado de transverberaciones en cadena, efectividades conducentes y cualidades no cuantitativas. Valentín, nada más verme, muy cierto es que ya me había avisado: "¡Cómo no pasa el tiempo!"

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