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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Jack Nicholson interpreta un 'Lobo' comedido en una jornada llena de cine truculento

'Pequeña Odessa' y 'Pigalle', nuevos capítulos de la estética del tiro en la nuca

ENVIADO ESPECIALSe anunciaba al Nicholson de Lobo como una prolongación del Nicholson de Resplandor, es decir, un derroche bufonesco de exageraciones y gestualiad retórica e inútil. Ciertamente, hay ocasiones en que el divo norteamericano se pasa un poco de la raya y sobreactúa, pero no son muchas. La película comienza bien y al final se vacía antes de tiempo por culpa del mal pulso de su director, Mike Nichols. Y la truculencia asqueante llegó inesperadamente con Pequeña Odessa y Pigalle, aceptable la primera y deleznable la segunda.

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La nueva versión del mito del hombre lobo sorprende por la originalidad y sagacidad del planteamiento y desarrollo que de él hace Jim Harrison, escritor de raza y poderoso guionista, que convierte a este enésimo capítulo cinematográfico de la vieja leyenda en algo totalmente nuevo y de sorprendente vigencia en los tiempos que corren.Por desgracia, esta joya de escritura cinematográfica fue a parar a las manos de un director sobrevalorado desde que se dio a conocer con el famoso globo hinchado de El graduado, y que es de los que sigue tropezando una y otra vez en la misma piedra. La especialidad de Mike Nichols es elegir asuntos audaces y guiones muy originales para convertirlos en películas rutinarias y en cine domesticado. Y aquí, en Lobo, da el do de pecho de su espectacular incapacidad.

La idea argumental y su desarrollo son espléndidos y tocados de una ferocidad en estado de gracia. Ahí va la flecha envenenada: el mordido por el lobo legendario y, por tanto, lobo converso, es un tal Will Randall, alto ejecutivo de una empresa editorial de Manhattan que, por su edad madura, está en la rampa de caída de su carrera y ve impotente cómo el dueño del tinglado siega la yerba por debajo de sus pies y un ejecutivo joven, un trepador de los llamados agresivos ocupa su puesto.

Mutación salvaje

Y es entonces cuando el mordisco del lobo comienza a actuar en su sangre y Randall experimenta una salvaje mutación de carácter. Su progresiva conversión en lobo multiplica su eficacia ejecutiva, y con un par de espectaculares dentelladas de imaginación empresarial ata de pies y manos al jefazo y reduce a cenizas al sinuoso joven ejecutivo lameculos, sobre cuyos zapatos, en una escena memorable, el alobado Nicholson se orina, para así delimitar su territorio.

Y, como consecuencia de este feroz diagnóstico de la lógica del capitalismo salvaje, hay que deducir que, si la película engancha -cosa dudosa-, no tardaremos en ver cómo en Occidente y alrededores el chute de cocaína es sustituido por esnifadas de polvo de colmillo de lobo, mucho más veloces y efectivas en el deporte por excelencia de nuestro tiempo, el alpinismo empresarial.

La metáfora de Harrison es de las que hacen chirriar los dientes, como los óxidos corrosivos cuando una garra los araña. Traduciendo a la pantalla, pobremente y sin estilo, el oro puro del guión, Nichols se convierte en hojalata, y sólo el comedimiento de Nicholson, la presencia de Michelle Pfeiffer en su composición de mujer loba y las buenas muletas que al dúo protagonista ofrecen Christopher Plummer y James Spader, en sus personajes del jefazo y su perro faldero, sacan al encumbrado mediocre director las castañas del fuego. Al final, la película recupera la ortodoxia del mito, pero cómo lo logra entra en el secreto , sumarial de la parte no contable de la película, su guinda enigmática. El resultado es que se ve bien. Nada más.

Y ya que en esta prometida jornada truculenta el plato fuerte se. quedó sin demasiada salsa de tomate, a cambio la sangre fingida brotó a borbotones de las imágenes del aperitivo, una horrible cosa francesa titulada Pigalle, y del postre, otra cosa americana titulada Pequeña Odessa, que no está mal, y que hasta puede llevarse un premiecito, pero que se pasa de burra.

Ambas películas, la primera con cine vulgar y la segunda con cine balbuciente pero interesante, entran en lo que podríamos llamar síndrome Tarantino, que viene a ser una subespecie de la estética del tiro en la nuca, arte del exterminio ' del hombre por el hombre inventada en el Chicago de los años veinte por los torpedos sicilianos de Al Capone, John Scalisi y Albert Alselmi, adoptada por Stalin durante los procesos de Moscú en los años treinta y reiventada ahora en las pantallas por la escuela de Quentin Tarantino y sus colegas. Entre estos está al jovencísimo James Gray, director de Pequeña Odessa y aspirante a un hueco en la orla sanguinaria del doctorado en teología criminal que preside el organizador de las matanzas de Reservoir dogs y Pulp fiction.

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