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Un fracaso honorable

Hitchcock y Orson WeIles muestran las dos caras del éxito en el cine

Antonio Muñoz Molina

Uno de los libros más bellos y más tristes que se pueden leer es la conversación entre Peter Bogdanovich y Orson Welles que ha aparecido hace poco en Grijalbo con el título Ciudadano Welles. Al aficionado al cine este diálogo entre la admiración afectuosa y la desengañada maestría le trae el recuerdo otro libro que muchos tuvimos de cabecera durante años, El cine según Hitchcock, de François Truffaut, que leíamos y releíamos como si volviéramos a pasar una cinta en la que sonaba la misma voz que había escuchado Truffaut, con la misma devoción algo fanática que él manifestaba. De entonces a ahora se le ha ido enfriando a uno su entusiasmo incondicional por Hitchcock, y a François Truffaut parece que lo ha desdibujado rápidamente el tiempo, más o menos como a casi todo el cine francés de su época, con la excepción contumaz de Eric Rohiner, cuyas películas de lentitud vegetal y argumentos botánicos todavía perduran lánguidamente por las catacumbas de las salas más exiguas y cultas.A Welles y a Hitchcok se les asigna enseguida el rasgo idéntico de la genialidad. La cinéfilia, que nació en los cineclubs eclesiásticos, conserva de ellos cierta tendencia a las canonizaciones y al dogma, y entre las obras maestras de precepto figuran siempre, como mínimo, Ciudadano Kane y Picosis. Pero esa canonización cultural de los dos directores oculta una diferencia radical entre ellos: siendo dos talentos singulares del cine, Hitchcock fue un talento triunfal, y Welles un talento fracasado.

Hitchcock producía sus películas y calculaba los, gastos y los ingresos con la misma astucia con que predecía el efecto de una cierta escena sobre el estado de ánimo del espectador: el celebrado mago del supense era también un contable de las emociones y las incertidumbres, y él mismo le dijo a Truffaut que en Psicosis había manejado los resortes emocionales del público exactamente igual que si tocara las teclas de un órgano. Las conversaciones se entrecruzan en la doble lectura, y otras palabras de Welles acuden al recuerdo: "Hay cierto cálculo frío en la obra de Hitchcock que me aleja de ella".

A los halagos fervientes y algo embarazosos de Truffaut Hitchcock responde con una suficiencia antipática en la que hay tanta vanidad de artista como soberbia prudente de hombre de negocios. "Aquí llega ese gordo queriendo salir de su limusina" dijo una vez de él Raymond Chandler, viéndolo aparecer con pompa cardenalicia y jadeos apoéticos en una cera de Hollwood. Orson elles agradece a admiración de Peter Bogdanovich, pero no parece que en el fondo la crea justificada, porque es un hombre que vive su vejez agobiado y gastado por la evidencia norteamericana del fracaso. Que lo veneren algunos intelectuales europeos, que se escriban tesis doctorales sobre las innovaciones técnicas que trajo al cine, son hechos que despiertan en él algo de gratitud y mucha indiferencia. No comete la hipocresía de declarar que no le importa aquello que no obtuvo, como esos literatos que reprueban con asco una popularidad que jamás corrieron el menor peligro de sufrir. Orson Welles, Dios y héroe de las filmotecas y de las historias del cine, judío errante en un destierro europeo que lo llevó a rodar en Chinchón una historia orientada en Macao y a ganarse el sustento apareciendo en películas nauseabundas y en anuncios de televisión, se pasó la vida deseando un destino semejante al de Hitchcock, un éxito comercial indudable, a la altura de la codicia babilónica de los magnates de Hollywood, que al cabo de dos o tres fracasos de taquilla lo proscribieron de los estudios como a un enfermo infeccioso.

Welles nunca llegó a descubrir qué era lo que le gustaba al público: Hitchcock lo adivinaba tan acertadamente como las reacciones de susto ante la irrupción de un cuchillo o de un acorde brusco de instrumentos de cuerda, pero además poseía, junto a la capacidad de seducción de masas, el talento suplementario de sus sutilezas técnicas a los exquisitos. Truffaut lo interroga incansablemente sobre la composición de cierto plano, sobre la trayectoria de. la cámara en una secuencia de caída por una escalera, sobre los trucos de las transparencias en una, escena de naufragio. Truffaut convertía a Hitchcock en una especie de brujo, y a todos nosotros, al leer su libro, se nos contagiaba la sacralidad de la figura del director de cine, la reverencia ante el genio.Orson Welles en sus confesiones a Bogdanovich, suministra valiosos antídotos contra aquel misticismo, contra toda aquella impostura del cine de autor, que tanto daño irreparable hizo al cine. Cuando parece que el arte, lo mismo el de las películas que el de las novelas y los cuadros, no va siendo otra cosa que una coartada para la codicia o la vanidad del que lo practicá, Orsón Welles, que tantas veces encarnó el retrato desaforado de la megalo- manía, responde a los elogios de su discípulo Con una lección admirable de sentido común y modestia: "El director de cine debe seguir siendo siempre una figura ambigua, entre otras cosas porque mucho de lo que firma con su nombre procede de otra parte, porque muchas de sus mejores cosas son meramente accidentes que preside. O son un don de la buena suerte. 0 de la gracia..."

He observado que los artistas mediocres o falsificadores tienden a hacer exhibiciones de técnica y a explicar las dificultades y los sufrimientos de su oficio, todo lo cual despierta la adoración infalible de los especialistas; a los escritores, a los pintores o a los directores de cine verdaderamente grandes se les reconoce, entre otras cosas por un aire de calma y una sugerencía de naturalidad, como de hacer las cosas por gusto y sin demasiado sacrificio. En una entrevista reciente dijo Juan Marsé que para escribir novelas lo único que hace falta es tener una buena historia y ganas de contarla. Viejo y venerado, al final de su vida, agobiado simultáneamente por el remordimiento de la falta de éxito y por la idolatría de quienes él llamaba con desdén los cazadores de símbolos, Orson Welles le resumió en una línea a Peter Bogdanovich lo que pensaba sobre las prestigiosas oscuridades técnicas del cine: -La mecánica de hacer un film se le puede enseñar a cualquier persona inteligente en un fin de semana.

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