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La vida perpleja de los poetas

Juan Cruz

Volvió a España por Barcelona y parecía todavía, a sus 67 años, el muchacho perplejo que vivió en la guerra civil el asombro de ser hombre y lo guardó para siempre en una memoria que combinó la ternura y la rabia hasta la muerte. Era 1970 y él regresaba desde París, donde era embajador, a Valparaíso, para ayudar en Chile a su amigo Salvador Allende, que entonces vivía el sueño de ser el primer presidente marxista de un país que luego tembló debajo de las botas terribles de la intolerancia. Pasó por Tenerife, en barco, y allí le vimos hablar con sus amigos de antes de la risa de Lorca y del color verde de los caballos; fumaba lentamente en pipa y buscaba arepas y vino para acercarse más pronto a Latinoamérica. Era un viajero antiguo que disfrutaba con la abstracción del tiempo que el mar impone sobre los que se desplazan. Y como el mar era su propio paso, suave y decimonónico, como si fuera a ninguna parte. Le acompañaba Matilde Urrutia y con él iban, como una escolta invisible, diplomáticos chilenos, poetas silenciosos que le daban las claves para su propia risa. Era entonces, me parece, un hombre feliz y, como digo, aún perplejo, que preguntaba por los demás como si fuera a hacerles enseguida un retrato al carboncillo. Como en sus poemas y en su prosa, en sus preguntas había la ingenuidad del descubrimiento perpetuo de las cosas. Su vida en España había sido, decía, su experiencia más rica, y estaba seguro de que jamás iba a repetirse, ni aquí ni en ninguna parte, aquella conmoción que mató a tantos. El hielo que tenía cayó sobre él también, y además muy pronto, y Chile fue bañada por la misma sombra; hay una fotografía memorable de Lucho Poirot en la que el poeta ya vencido regresa con bastón y encogido a la puerta abierta de su casa de Isla Negra, dando la espalda a un tiempo que ya le acribilló lo suficiente: moriría después que Salvador Allende y mientras moría su propio país; de perplejidad, de rabia y de melancolía. Dejó escritos los versos del amor y de la noche, y el mar fue tan central en su poesía que se diría que todo lo que tocó lo hizo sal y silencio, cordillera y viaje, verso esencial de las cosas limpias y de las cosas rotas, biografíla del vino, ojos de las mujeres y estantería del tiempo.Noventa años hubiera cumplido el martes próximo, pero, los poetas sólo son inmortales en la memoria de sus versos, así que está muerto bajo el cielo de Chile, como murió mientras se iban desgranando por la piel de su patria los grilletes enrevesados de los que les cortan las manos a los músicos.

Pablo Neruda en Chile. Y Juan Gil-Albert en el Mediterráneo. Suave y sutil como una flor de playa, se fue extinguiendo antes de tiempo y murió al final del cansancio que cae sobre los que ya se han despedido. También le tacharon, en su propio país, y vivió la miseria y la mezquindad con elegancia e incluso con altanería; en los saludos que ahora le han dedicado, se han recordado, como hacía su paisano Francisco Brines, aquellos tiempos de ignominia en los que para existir tenía que estar en silencio. A él le costaba poco adoptar esa actitud distante que le requerían, porque a pesar de las palabras, los poetas están muy bien equipados para decir adiós a todo esto, para resolver su rabia en una sola palabra, para existir a pesar de que no existan.

Por eso la perplejidad de los poetas, y la inutilidad intrínseca de su oficio, es quizá el único argumento para seguir pensando que la vida es algo más que desasosiego. Que la literatura es algo más que la palabra veloz que un día llega a compartir lugar con las flechas de la fama. Lo decía hace una semana José Ángel Valente, que recogió de Europa su cansancio y se lo llevó a meditar a Almería, donde estos días comparte con Juan Goytisolo y con otros perplejos de este tiempo su manera de escribir lo que Fernando Savater llamó para otra cosa el panfleto contra el todo. La rabia literaría de Valente fue glosada aquí esta misma semana por Ángel Fernández-Santos, y aunque no es común en este periódico que uno se refiera a su compañero de páginas para establecer una confrontación o un elogio, me atrevería a sugerir tímidamente a los lectores que se acerquen, si no lo han hecho, a ese texto (El exilio y el reino, EL PAÍS, 5 de julio), porque en su lucidez y en su rabia -y en su perplejidad- es el mejor análisis que en mucho tiempo se ha hecho de la insoportable levedad del ser en que ha caído la zona sagrada -literaria- de la vida cultural española. Valente decía que el mundo está lleno de respuestas no preguntadas, que andan sueltas como perros de nadie. Muñoz Molina dijo un día que en la base de toda literatura está la mirada sorprendida, la perplejidad de los poetas. La ausencia de sorpresa, la falta de perplejidad -esa que reclamaba para el fin de siglo Beatriz de Moura en sus 25 años de Tusquets- es la que conduce tantas veces a que dentro de la creación literaria haya, como decía Fernández-Santos, tan poca literatura.

Un día, paseando por Quito, el escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum vio una inscripción callejera cuyo contenido le contó enseguida a su amigo uruguayo Mario Benedetti. Era una frase para Valente, para Neruda y para todos los perplejos:

"Ahora que me sabía todas las respuestas me han cambiado todas las preguntas".

La perplejidad de los poetas, el profundo cansancio que pone sobre ellos el contenido inclemente del tiempo y de la vida.

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