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Los metales y el barro

Antonio Muñoz Molina

Dentro de cada uno de nosotros, o más bien en esa parte irreductible del alma que reside en lo más exterior, en la palma de las manos y en las yemas de los dedos hay una nostalgia no siempre oculta de las materias originarias, un desagrado del trato continuo con el plástico, con el, linóleo, con el aluminio, con esa membrana de asepsia y de irrealidad que envuelve casi todas las cosas, incluidas algunas de las más sagradas, como los libros que ya no podemos hojear y las frutas que no podemos oler porque vienen precintadas en el interior de una funda de plástico. Igual que el paladar y el olfato añoran sabores y olores perdidos, el tacto echa de menos la verdad inmediata y última de los metales, de la madera, de la arcilla, del granito, del mármol; pero no es sólo el tacto quien añora, también la mirada busca satisfacer una avidez de superficies heridas por la luz, modeladas por la penumbra, por la sugestión inmóvil de presencia y de peso.El año pasado, en un museo americano, asistí a una exposición en la que había carteles que invitaban a hacer exactamente aquello que se prohíbe en todas las exposiciones: "Por favor, tocar", leía uno, y aquella petición era primero una sorpresa y después un halago para las manos, para su avidez y su nostalgia, porque lo que se mostraba en aquellas salas era una historia de los materiales usados en sus herramientas, en sus máquinas y en sus edificio por los hombres, y uno podía concederse el lujo de tocar el milagro de las cosas más comunes y ciertas, los ladrillos de barro rojo y cocido, el mármol pulido y frío de las losas, el granito brillante y áspero de los sillares con los que se construyeron los rascacielos de los años veinte, el hierro. de las vigas, el acero de los cables que sostienen el puente de Brooklyn, el bronce de las estatuas, la porcelana vidriada, los hilos de cobre de los primeros teléfonos, la madera de los remos y de las quillas de los barcos, la lona de las velas: uno veía y tocaba la evidencia y el lujo máximo de lo real, y cuando luego iba a otro museo menos hospitalario le daban ganas de tocar las esculturas y los lienzos para saber de verdad cómo eran, para percibirlos con la inmediatez con que se perciben el calor, el frío, la aspereza o la humedad. en los dedos.

Uno de los más sutiles placeres que prodiga el tacto es el de tocar el mármol de cualquiera de las 120 columnas que hay en el Patio de los Leones de la Alhambra. En San Pedro. de Roma yo pude tocar una vez la Piedad vaticana de Miguel Ángel, pero cuando volví unos años más tarde un lunático armado con un martillo la había asaltado, y ya estaba inaccesiblemente protegida por un muro de cristal blindado. En el Museo Británico uno daría cualquier cosa por seguir con las yemas de los dedos los caracteres inscritos en el basalto negro de la Piedra Roseta, o el mármol funerario y helado de los sarcófagos, que debe de tener la misma frialdad de las mesas de mármol donde se llevan a cabo las autopsias, pero nunca se atreve, en parte por miedo a provocar un escándalo de alarmas, en parte por una especie de respeto sagrado, de recelo ante la profanación: en los museos cada objeto está encerrado en una vitrina de cristal invisible, en el hermetismo de una cápsula de tiempo..

Tampoco me he atrevido esta mañana a tocar en la galería Marlborough de Madrid ninguna de las esculturas de Pablo Gargallo, ordenadas como piezas de ajedrez en medio de un espacio blanco, arrebatadas con ademanes de profecía o aposentadas en sus pedestales con una magnífica serenidad, con un aire, a veces, de fotografías, instantáneas, de retratos al minuto hechos en bronce o en hierro. Mirar ahora, a los sesenta años de su muerte, las esculturas de Pablo Gargallo es asombrarse ante la evidencia de un arte que ya casi parece imposible, y en el que están presentes por igual las rupturas y los atrevimientos del cubismo, las sabidurías académicas del siglo XIX y la memoria de los griegos. La Mujer del espejo, que fue modelada en 1934, tiene al mismo tiempo la majestad de las estatuas antiguas y un erotismo satinado y trémulo como de fotografía de revista de moda. Su retrato de Picasso, del que se muestra en la exposición de ahora el modelo en escayola, posee el descaro de una caricatura de periódico y la sugestión de voluntad y turbulento erotismo de una cabeza de fauno modelada hace 2.300 años.

Doy vueltas alrededor de una escultura, las veo desplazarse, reunirse, alejarse las unas de las otras a lo largo de las paredes blancas, según yo voy moviéndome: la escultura, como la música o la novela, sucede en e tiempo, se, prolonga durante unos minutos y vuelve al final sobre sí misma, igual que una canción. Uno mismo modela la figuras al mirarlas y completa los espacios vacíos. ¿Pero no habrá abusado el arte moderno de la tentación de la elipsis, de los juegos de manos intelectuales de una especie de ascetismo ensañado de la negación? Un lienzo en blanco y rasgado en el centro por una cuchilla de afeitar un tubo fluorescente colgado en la pared de un museo, no sin un etiqueta canonizadora al lado son o tomaduras de pelo o calle Jones sin salida.

Pablo Gargallo también usa la abstracción y el vacío, pero los usa de tal modo que resaltan la presencia gloriosa de lo material, de las cosas más terrenales y más gozosas de tocar que existen; los cuerpos, los minerales y los metales, los gestos de las manos y de las miradas y la pura celebración de existencia y destreza manual que hay en un retrato hecho con láminas de cobre o en una figura de terracota tan esbelta como una de aquellas vasijas de arcilla roja en las que los griegos transportaban el vino. En una escultura egipcia es tan sagrado el granito o el basalto con el que está hecha como la divinidad que representa. Las figuras de Pablo Gargallo, de las que admiramos a primera vista la modernidad inmediata y vigorosa de los años treinta, atesoran más hondo el misterio arcaico de la metalurgia y la alfarería, la nostalgia inmemorial de cuando el trabajo y la sabiduría de las manos daban una forma inteligible al mundo. Por eso cuesta tanto resistir la tentación de tocarlas.

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