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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La muerte de Carmelo Soria

EN MARZO de 1991, la comisión chilena de Verdad y Reconciliación emitió un duro informe en el que se describían los crímenes de lesa humanidad cometidos durante casi 17 años de dictadura por el régimen del general Pinochet. Uno de esos 2.115 crímenes fue la tortura y asesinato, en 1976, de un funcionario internacional de la CEPAL en Santiago de Chile, el español Carmelo Soria, a manos de la tristemente célebre Dirección de Inteligencia Nacional Anticomunista (DINA), la policía política chilena.El informe de la comisión era un documento pragmático orientado a la reconciliación, con la vista puesta en no irritar en demasía a un estamento militar poderoso y siempre receloso de la libertad. Aun hoy, el Ejército en Chile -del que no se debe olvidar que su comandante en jefe es el- general Pinochet- mantiene en alto la amenaza de golpe de Estado a poco que sus considerables apetencias y soberbia sean contradichas por un poder civil al que siempre considera subordinado. Se hubiera dicho que, con el informe, el presidente Aylwin pretendía no sólo pasar una página de la historia antes de que provocara demasiada angustia o mantuviera abiertos los rencores, sino cifrar la esperanza de reconciliación nacional en el rechazo ante el horror de los crímenes más que en la sordidez de los criminales. Una ambición razonable en una situación extremadamente fluida y que, pese a ello, ha resultado imposible de mantener.

Un programa de televisión en el que aparecía recientemente un miembro norteamericano de la DINA, Michael Townley, ha demostrado que la herida sigue abierta y que un pueblo que ha recuperado la libertad tiene la suficiente dignidad para mirar de frente a unos criminales que eran sólo anónimos porque lo imponía la censura.

Una de las revelaciones que hizo Townley fue la de la muerte del español Carmelo Soria, señalando directamente a quienes eran sus autores. Las declaraciones del agente, no imputables a ningún compló urdido por elementos civiles para desprestigiar a las Fuerzas Armadas, provocaron la apertura de un proceso penal civil contra él y tres de sus colegas y un considerable escándalo que protagoniza directamente la cúpula militar, empeñada en tapar completamente el asunto.

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Ante las evidentes muestras de la barbarie de la DINA, el jefe del Estado Mayor del Ejército señaló hace dos meses que la policía política nada tenía que ver con el estamento armado. Pero este lavatorio de manos tenía el inconveniente de dejar a los agentes policiales a merced de la justicia civil: en vista de lo cual, desdiciendo lo afirmado por el general Sánchez Casillas, la Sala Tercera de la Corte Suprema de Chile decidió el 15 de noviembre pasar el proceso a la fiscalía militar para que así el correspondiente tribunal castrense pueda dar carpetazo al tema.

Y así está el proceso. Revivido, replanteado y mantenido -a flote por la voluntad decidida de la hija de Carmelo Soria, empeñada en que se haga justicia y a punto de verse derrotada por la jurídicamente no pertinente decisión de que la causa se devuelva a la justicia militar.

El Gobierno español ha actuado con presteza para defender los intereses de la familia de Soria. Ha solicitado el nombramiento de un juez civil del Tribunal Supremo que actúe como instructor de la causa. Madrid, pese al riesgo de enfriar unas relaciones que pasan por un momento delicado, debe impedir por todos los medios a su alcance la tropelía de que el proceso sea sobreseído o, peor aún, que los militares declaren la inocencia o la mínima culpabilidad de unos policías que, efectivamente, mataron al funcionario español. Están en juego varias cosas y conceptos importantes: el legítimo castigo que merecen quienes cometieron el crimen, es decir, la erradicación de la impunidad, y, además, la indudablemente cuantiosa indemnización que el Estado chileno habrá de satisfacer a la familia Soria según el grado de culpabilidad que se demuestre en el juicio.

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